18 Jun Una literatura para Stalin
Por Hindie Pomerniec
“Debía estar alerta todo el tiempo, para no tener ningún desliz y delatarme. Cada vez que hablaba debía pensar: «¿He olvidado algo? ¿He olvidado algo que podría despertar sospechas?». Así era todo el tiempo (…) Tenía miedo y callaba. Ese miedo persistió toda mi vida. Nunca desapareció. (…) Mamá siempre decía: «¡Cuando vives con lobos, debes aprender a vivir como los lobos!»”. El textual -sombrío, casi inhumano- pertenece a Antonina Golovina, una de las personas cuyas vidas se narran en Los que susurran, el monumental libro sobre la vida privada en la época de Stalin escrito por el historiador británico Orlando Figes, quien junto con un gran equipo de colaboradores trabajó durante años con cartas, fotos y diarios íntimos que debieron esperar mucho tiempo para salir a la luz, ya que los efectos del terror político como la desconfianza, la sobreactuación de lealtad y la sospecha radical sobre la conducta del vecino no terminan de un día para el otro por un cambio de sistema.
En un artículo reciente de The Boston Globe, el crítico Saul Austerlitz se preguntaba por qué, pese a que la vida bajo Stalin ha sido tan dramática y brutal para los rusos, se escribieron o han trascendido tan pocas ficciones sobre ese período clave del siglo XX. Austerlitz comparaba las producciones sobre los treinta años del estalinismo con las de los doce años del nazismo y la comparación no resiste: hay una enorme variedad de obras sobre los campos de concentración y poquísimas sobre las purgas y la vida y la muerte en los gulags. Es decir que mientras los tiempos de Hitler no cesan de dar frutos en novelas y guiones de todo tipo y género, los de la Unión Soviética de Stalin parecen haber sido confinados a textos de no ficción, con algunas notables excepciones como la clásica El maestro y Margarita, del ucraniano Mijail Bulgakov (publicada treinta años después de la muerte de su autor y que acaba de ser reeditada en la Argentina, con nueva traducción), los libros del Nobel Alexander Solyenitzin y, más cerca en el tiempo, Purga, la extraordinaria novela de la finlandesa Sofi Oksanen. La pregunta de Austerlitz es pertinente porque, al igual que el nazismo, el estalinismo fue un proceso cuyos efectos se sintieron en el mundo entero y, sin embargo, en términos de creación hay pocos materiales inspirados en aquel sistema totalitario y corrupto en el que millones de personas conocieron el límite de la abyección humana para sobrevivir.
Según estimaciones conservadoras, 25 millones de personas sufrieron la represión entre 1928 y 1953, y murieron entre 800.000 -cifra oficial- y 20 millones, cálculo moderado extraoficial. En el artículo que se pregunta por la falta de ficciones sobre el estalinismo aparecen dos respuestas posibles y ambas tienen limitaciones. Por un lado se dice que en los últimos 15 años, más precisamente desde la llegada de Vladimir Putin al poder, ha habido una rehabilitación nacionalista de la figura de Stalin que resalta cuestiones que le valen reconocimiento como héroe (la derrota del nazismo y, por ende, la victoria en la II Guerra) mientras dejan en las sombras las persecuciones, los desplazamientos forzados, la limpieza étnica, los gulags y las ejecuciones sumarias. La rehabilitación putinista estaría limitando el surgimiento de literatura crítica sobre el pasado. La otra razón que sugiere Austerlitz sostiene que es posible que no haya habido en EE.UU. autores interesados en el período porque esto supondría revisar los roles en la contienda, lo que podría no ser exitoso al dar como resultado que los verdaderos vencedores no fueron los norteamericanos, como insiste la mitología heroica de ese país.
Hay un personaje en particular, el gran verdugo del estalinismo, que no deja de sorprender y cuya “obra” -tiene razón Austerlitz- no ha tenido la difusión que merece. Se llamaba Vasili Blojin, era miembro de la policía secreta y mató con sus propias manos a decenas de miles, entre ellos a siete mil polacos en la llamada masacre de Katyn, en 1940. En esa oportunidad, durante 28 días Blojin llegó a ejecutar con sus pistolas Walther a unos 300 por noche, él solito. Los condenados eran llevados esposados a un sótano pintado de rojo y conocido como la “habitación leninista”. Allí los recibía Blojin con su peculiar uniforme de carnicero (capa y delantal de cuero, guantes larguísimos que le llegaban al hombro), tomaba una de las pistolas de una caja especial y les disparaba en la base del cráneo. Hay cálculos que dicen que en esos días llegó a matar a un hombre cada tres minutos. Hay historiadores que cuentan que al final de cada noche de sangre brindaba con vodka. Muerto Stalin, fue pasado a retiro. Cayó en el alcoholismo, enloqueció. Su muerte, en 1955, fue caratulada como suicidio.
Blojin aún no tiene quién le escriba.
LA NACION