19 Jun ¿Sirve aplicar castigos a los hijos como forma educativa?
Por Laura Reina
“¿Estoy castigado?”, preguntó angustiado Juan cuando volcó, accidentalmente, el vaso de gaseosa sobre la mesa. “No, Juan, fue un accidente”, lo tranquilizó Ana, su mamá. Pero esa pregunta la hizo reflexionar sobre la cantidad de veces que lo castiga (prohibirle ver dibujitos, mandarlo a pensar solo a su habitación, dejar de comprarle figuritas o sacarle la tablet) sin merecerlo, simplemente porque es lo primero que le sale. “Fue fuerte que me lo preguntara, hasta el punto que lo hablé con una psicóloga infantil -reconoce Ana-. Los padres a veces castigamos sin reflexionar acerca de la conveniencia de la sanción. Su pregunta me desarmó. No quiero que piense que cada vez que se equivoca voy a castigarlo. Por eso antes de hacerlo, pienso si tiene sentido.”
Castigar o no, ésa es la cuestión. Mientras algunos padres siguen aplicando sanciones disciplinarias cada vez que sus hijos los desobedecen o se portan mal, hay especialistas que cuestionan la real efectividad del castigo y reconocen que, a largo plazo, no se solucionan las cuestiones de fondo.
“El castigo por sí solo no sirve, pero a nivel sociedad todavía sigue teniendo vigencia -dice Mariela Cacciola, psicóloga y coodinadora del blog Dulce Crianza, espacio de reflexión y acompañamiento para padres-. Hay estilos de crianza, como el autoritario, que avala y aplica el castigo como herramienta educativa. Otros, como el permisivo, descartan todo tipo de sanción y puesta de límites. Y estamos los que avalamos una crianza respetuosa que sostenemos que en lugar de poner límites, hay que comunicarlos. Los límites aparecen solos, lo que tenemos que hacer como adultos es explicitarlos, decir por qué no se puede hacer determinada cosa.”
Pero, ¿qué pasa cuando, después de haber comunicado claramente los límites, igualmente se transgreden? Cacciola sostiene que la clave es la comunicación. “Hay que hablar de la situación con el niño. El castigo genera más miedo que otra cosa y además los frustra. Si se porta mal, hay que tratar de entender por qué se está portando así. Nosotros, como adultos, tenemos más recursos que él. Lo ideal es pensar más soluciones que castigos, ver entre ambos cómo hacer para resolver la situación -sugiere-. El castigo es un plus innecesario en la crianza de un niño, que muchas veces no entiende ni siquiera por qué se lo está castigando.”
Eso mismo le ocurrió a Analía mientras retaba a Ramiro al encontrarse con la pared blanca “intervenida” con rayones verdes y amarillos y a su hijo de tres años con los marcadores en la mano y una sonrisa de satisfacción en su cara por la obra de arte consumada. “Ramiro, entre llantos, decía que ella lo había dejado pintar las paredes con esos marcadores. Cuando me tranquilicé y vi que eran los marcadores que usaba en los azulejos mientras se bañaba, me quería morir -reconoce-. Él interpretó que con esos marcadores podía pintar cualquier pared, no sólo la del baño. Limpiamos juntos el dibujo y le dije que no lo vuelva a hacer con ningún marcador. Pero me quedó el sabor amargo de haberle gritado y perdido el control de la situación.”
Verónica y Florencia De Andrés, madre e hija y autoras del libro Confianza Total para tus hijos, el más vendido, en segundo lugar, dentro de la categoría no ficción, aseguran que los castigos “surgen de la frustración y habitualmente generan miedo”. Por eso sostienen que la que mejor funciona es la disciplina amorosa. “Disciplinar no es castigar ni controlar. Significa enseñar. Los chicos necesitan realizar un aprendizaje emocional: regular sus emociones, controlar sus impulsos, manejar el enojo. Sin estas habilidades es imposible que se hagan responsable de sus acciones. Podemos pensar la disciplina como una manera de detener el comportamiento inadecuado, pero es más que eso: el gran objetivo es contribuir a que chico se sienta responsable de sus acciones y emociones.”
Según las autoras, muchos de los comportamientos que los adultos consideramos inadecuados -por ejemplo, arrojar furiosamente sus juguetes- suceden porque el niño aún no tiene la madurez necesaria para manifestar su enojo o frustración. “Para aprender a controlar sus impulsos y a encauzar sus emociones los chicos necesitan un regulador externo, que somos los padres. Si a un chico se lo disciplina con amenazas y castigos -que pueden ir desde un tono de voz amedrantador, la humillación, la ridiculización y hasta los castigos físicos- esto va a desencadenar en él emociones fuertes, como miedo, ira, frustración, furia y terror. Estas emociones desencadenan tres posibles respuestas: la huida, la lucha o quedarse congelado. Pero estas reacciones no sirven para educar, sino para sobrevivir. Un niño que se siente amenazado no puede pensar en progresar; toda su energía está puesta en sobrevivir.”
Por su parte, Analía Mitar, psicóloga y fundadora de Family Hold, un método que plantea la terapia familiar dentro del hogar, sostiene que el castigo debe ser el último recurso después de haber advertido varias veces acerca de la situación. “Para que haya un castigo, primero debe haber varios sí. «Sí, hijo, vamos a jugar; sí hijo pintemos o leamos juntos». Los chicos en general demandan atención. Si hubo antes varios no porque estamos cansados u ocupados, entonces es probable que el chico quiera portarse mal para llamar la atención de sus padres.”
Mitar sostiene que un ejercicio que hace con frecuencia es sacar un almohadón o una silla para que el chico se siente ahí después de haber sido advertido varias veces y reflexione solo, o en compañía de sus padres, por qué lo hizo. “El tiempo que pase sentado ahí debe ser acorde con su edad: 5 minutos si tiene cinco años; 7 minutos si tiene siete años… Es un método que sirve para que se calme y pueda expresar, sereno y en palabras, cómo se siente respecto de lo que hizo”.
El famoso time out (tiempo fuera) en el que se le pide al niño que se aparte para pensar solo sobre cómo se comportó, fue considerado, en un primer momento como un avance en el sentido de que no es violento, pero fue rápidamente criticado porque deja al niño solo y genera culpabilidad. “Ellos no saben qué tienen que pensar, no saben por qué se portan mal, no saben por qué hicieron lo que hicieron y no saben cómo cambiar lo hecho -apunta Cacciola-. En esos momentos no deben estar solos, por el contrario nos necesitan cerca para que les expliquemos qué hicieron mal y para pensar juntos cómo se puede solucionar lo ocurrido. Además en esas situaciones se dispara todo tipo de fantasías en los niños. Creen que porque se portaron mal los vamos a abandonar o a no querer más.”
Sin embargo, hay quienes consideran que el castigo sigue siendo necesario. “Una sanción negativa es un recurso válido siempre y cuando no sea físico o humillante, evitándose el miedo y el resentimiento -opina Adriana Ceballos, psicóloga y consultora de familia-. En una sociedad en donde puede ser más difícil educar porque todo se pasa por alto y los valores se desdibujan, es necesaria la sanción, que puede consistir en quitar un privilegio, por no dejar al hijo hacer algo que le resulta atractivo o por privarle de un gusto. No es necesario gritar ni salirse de las casillas. Hay que hacerlo con calma y tranquilidad.”
Para Ceballos, es fundamental que la sanción sea posible de cumplir. “Muchas veces en el fragor de la situación, el enojo lleva a tomar una decisión tajante, tan tajante, que al rato los padres comprenden que es imposible continuar en el tiempo con la sanción impuesta. Dejar de aplicar la sanción es lo mismo que decirle al niño que todo es posible, total, al final nada ocurrirá. Por eso, cuando se sanciona, hay que tener la mente fría y ser justo.” Sin embargo, la especialista sostiene que la sanción reiterativa no es positiva. “No es bueno sancionar constantemente, porque en el momento de convertirse en «el» recurso el hijo se acostumbra y pierde efectividad.”
Ana reconoce que dejó los castigos, aun cuando Juancito sigue tirando y rompiendo cosas porque es un chico inquieto. “Aprendí a contar hasta diez y a tratar de dilucidar qué le está pasando. Ya no me pregunta si lo voy a castigar. Él solo reconoce que se equivocó y me dice: ‘No te preocupes, mami, yo lo arreglo’. Y a mí me sale decirle que mejor lo arreglamos entre los dos”.
LA NACION