Postales del fin del mundo (parte II)

Postales del fin del mundo (parte II)

Por Nora Bär
“Mañana a las cinco de la madrugada, todos con bolsos y mochilas envueltos en plástico nos encontramos en el «pañol» de los buzos para iniciar la operación. A vos, Nora, te vamos a poner un arnés para subir por la escalera de cuerdas; vas a ser la primera. Si te soltás, no te asustes: quedás colgando y te volvés a sujetar.”
Era la noche del domingo pasado. Estábamos en el comedor de la base Carlini, “capital” de la investigación argentina en la Antártida, y afuera arreciaba una tormenta de nieve con vientos de más de cien kilómetros por hora. Pablo “Kato” Pretz, el jefe logístico, daba las instrucciones. Se retiraba el último contingente de investigadores y personal de apoyo, pero las condiciones meteorológicas ponían todas las previsiones en condicional. Minutos antes, el comandante del Canal Beagle, el buque que venía a recogernos para llevarnos a la base chilena Frei, donde tomaríamos el último Hércules que volaba de regreso al continente hasta que vuelva la primavera, había advertido que se encontraban “capeando el temporal” y que no estaba seguro de poder entrar a la caleta Potter.
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Los últimos días habían sido de actividad intensa. Hubo que embalar los equipos, revisar inventarios, dejar todo preparado para la toma de muestras que se hará durante el invierno, concluir las mediciones en el glaciar. Para complicar el repliegue, de por sí desafiante, la alpinista y glacióloga alemana Ulrike “Uli” Falk, que había salido por la mañana para intentar terminar tareas pendientes, no había podido regresar por la tormenta y había tenido que guarecerse con sus compañeros en un refugio coreano (donde encontraron ropa seca, bolsas de dormir, agua y alimentos para pasar la noche) a varios kilómetros de distancia.
En un paisaje fantasmal, que ocultaba bajo un manto blanco los alrededores de la base, y cubría de una pátina helada y resbalosa las piedras volcánicas, nos dirigimos hacia los dormitorios para darnos una ducha caliente y terminar de empacar. Llegaba el final de una nueva campaña de verano para los científicos de la base Carlini, perteneciente a la Dirección Nacional del Antártico, y para el pequeño equipo de LA NACION (también integrado por los fotógrafos Fernando Gutiérrez y Emiliano Lasalvia) culminaban cuatro días de aventuras alucinantes en los que habíamos navegado por el mar helado, recorrido caminos montañosos, atravesado las playas de arenas plomizas salpicadas de lobos y elefantes marinos. También nos habíamos maravillado con las colonias de pingüinos que llegan de a miles a anidar en las costas de la isla 25 de Mayo, habíamos asistido al vuelo impertérrito de los escúas que nos cerraban el paso para impedir que nos acercáramos a sus pichones, y habíamos acompañado a los buzos a zambullirse a veinte metros de profundidad en busca de algas que delatan los cambios ambientales que registra el continente blanco. Una experiencia sin par por la belleza de ese paisaje virgen y cautivante, y por la generosidad de nuestros anfitriones, una fauna particular de individuos cálidos y protectores que aceptan abandonar familia y amigos durante meses para realizar trabajos de alto riesgo, que nos condujeron por esos territorios misteriosos y nos permitieron compartir su fascinación y su arrojo en un espacio donde las noticias diarias tienen que ver con el avance de las investigaciones y no con los titulares de los diarios, donde la cooperación científica internacional es una realidad palpable.
A la madrugada siguiente, sin arnés porque el viento había amainado y ya en el puente de mando del Canal Beagle, mientras nos alejábamos lentamente de la caleta, los edificios rojos de la base Carlini se recortaban contra el glaciar como si fueran parte de una colonia espacial en un planeta lejano, habitada por 28 hombres y mujeres dispuestos a pasar las larguísimas noches del invierno antártico aislados del resto del país hasta que el Hércules de la Fuerza Aérea pueda volver a aterrizar en esos parajes inhóspitos.
“Siempre me da un poco de pena alejarme de la Antártida -suspira en tono de confesión, ya en vuelo, Lili Quartino, jefa científica de la base y alma máter del laboratorio argentino alemán Dallmann, que centraliza las tareas de investigación-. Este lugar tiene «algo», un imán que nos hace volver.” Es cierto. Quienes hayan tenido la fortuna de compartir esas vivencias extraordinarias saben que tiene razón.
LA RAZON