07 Jun Pequeña historia de los remedios milagrosos
Por Nora Bär
No importa cuánto se elogie el escepticismo y el pensamiento crítico que el mundo científico cultiva con fruición, cuántas novedades surgidas de los laboratorios se difundan hasta en conversaciones de sobremesa, ni cuántas advertencias se lancen sobre “yuyos sanadores” que, en el mejor de los casos, apenas tienen efecto placebo, en la mayoría de las personas las promesas publicitarias y las historias sin sustento sobre elixires tienen más encanto que las cautas (y aburridas) recomendaciones de quienes hablan con conocimiento del tema.
Ya se sabe que las páginas iniciales de la medicina y la farmacología las escribieron brujos y hechiceros. Los primeros “remedios” no sólo incluyeron plantas cuyas virtudes sanadoras se descubrían por prueba y error, sino venenos y menjunjes que podían conducir al doliente a una galería de padecimientos.
Después llegaron los alquimistas, que intentaron transmutar los metales comunes en oro, pero también elaborar tónicos de la inmortalidad. Entre el siglo XV y el XVIII, se multiplicaron los relatos de brujas y aquelarres, y se fabricaban ungüentos de plantas. Varios de ellos, según cuenta Michael Gerald en su Historia de los medicamentos (Librero, 2015), fueron descritos por el médico Johannes Hartlieb en 1456 y presuntamente otorgaban ¡la facultad de volar! A. J. Clark, farmacólogo del University College London, llegó a la conclusión de que entre sus múltiples ingredientes predominaba, por ejemplo, la belladona, que más tarde se convertiría en uno de los primeros remedios homeopáticos. Las mujeres de esos años exprimían el jugo de su fruto para provocar dilatación en las pupilas y “fulgor en la mirada”.
La historia de la humanidad también es la del intento de descubrir “potenciadores” de capacidades físicas e intelectuales. A comienzos del siglo XX, los impresionistas creyeron haber encontrado uno de estos recursos en la absenta, fabricada comercialmente por primera vez en Suiza, que fue también el primer país en prohibirla cien años más tarde. Baudelaire, Manet, Van Gogh, Oscar Wilde, Rimbaud, Toulouse-Lautrec, Picasso y Hemingway consumían regularmente el “hada verde” en busca de inspiración, pero más tarde este licor compuesto por flores de hinojo, anís, hojas de ajenjo (Artemisia absinthum) y una base del 50 al 75% de alcohol “perdió su halo místico y su ingestión fue vinculada con actos violentos y desorden social”.
Por esas épocas, los remedios milagrosos constituían un rubro en sí mismo cuya influencia creció impulsada por las campañas comerciales. “Los productos, con nombres exóticos, se publicitaban mediante panfletos y anuncios en periódicos en los que se aseguraba su poder curativo fuera cual fuera el trastorno o enfermedad -cuenta Gerald-. Sin la presión de la legislación que exigiera demostrar la eficacia de los remedios, las campañas publicitarias se valían de figuras célebres y supuestos pacientes para elogiar las propiedades sanadoras de sus productos.” (Una antigua biografía de Baudelaire, firmada por Alfonse Seche y Jules Bertaut, y editada en París por la Librería de la Vda. de Ch. Bouret, cuenta como en 1860 el autor de Las flores del mal le escribe a su editor, Poulet-Malassis, preocupado porque un farmacéutico de la época quería incluir en su libro unas líneas de publicidad para “una cierta marca de hashich”.)
Se diría que semejantes promesas sólo podían prosperar en las ilusiones de personas sin educación. Pero lo cierto es que el pensamiento mágico está presente en todos los ámbitos económicos y sociales. Es más: a veces, hasta se desliza en el discurso científico, como cuando se promocionan nuevos tratamientos con alusiones a la “la bala mágica” para destruir enfermedades.
El deslumbramiento que produce la idea de descubrir una sustancia milagrosa que nos devuelva la juventud de la piel, transforme nuestros rizos hirsutos en una suave cabellera, nos quite los kilos de más sin hacer una flexión, nos insufle una energía digna de Superman, o nos cure de todas nuestras dolencias en un abrir y cerrar de ojos está en todos lados. Sólo así puede explicarse que, tal como cuenta Walter Isaacson en la biografía del creador de Apple (Random House-Mondadori, 2013), el mismísimo Steve Jobs se resistiera a operarse y haya persistido durante nueve meses en su intento de librarse del cáncer de páncreas que le habían diagnosticado con una dieta de zanahorias y jugos de frutas.
LA NACION