Mi foto de Malvinas

Mi foto de Malvinas

Recordatorio a la Canciller Malcorra.

Por Fernanda Sández
Una caja. De cartón, creo, y con tapa. De eso sí me acuerdo perfecto: de la caja en un rincón de mi cuarto. Lo primero que puse ahí fue un chocolate Águila grande. Después vinieron los alfajores, dos turrones, una bufanda. “Allá en el Sur hace mucho frío y nuestros soldaditos tienen que estar abrigados”, había dicho la profesora de una materia que -como el chocolate aquel, los turrones, la bufanda- ya no existe. Se llamaba Actividades prácticas y en esas horas tejíamos, armábamos posapavas de broches y toda suerte de cosas espantosísimas. Pero en ese tiempo, en esos dos meses irreales en los que estuvimos en guerra, todo cambió. Y hasta una asignatura como aquélla tuvo otro sentido. Nos pusieron pues a tejer guantes, gorros y bufandas. Ir a la guerra era, nos decían, una tarea de todos. Y en el caso de los chicos (yo tenía 14) la tarea consistía en tejer, acopiar chocolates, ahorrar dinero para comprar más chocolates y más lana. Y, si estaba de ánimo, también escribir alguna carta “de aliento” (como les decían el televisión: cartas de aliento) para el soldado que recibiese mi encomienda.
Así estábamos desde el 2 de abril. De eso también me acuerdo perfecto: ese día, mi mamá se levantó temprano, se abrigó, se puso perfume y se despidió con un extrañísimo “Me voy a la plaza”. Se subió al Roca, con rumbo a Plaza de Mayo, a festejar con otros miles la recuperación de las islas Malvinas. Mamá rara vez salía de casa, rara vez se subía a un tren sola, un sábado y con una bandera en el bolso. Supe -en ese momento supe- que algo muy serio había pasado para que ella hiciera algo así. “Sábado de gloria”, leí después en una revista. Debajo del título, una toma a doble página de la plaza llena de gente, de palomas, de papelitos. Mi mamá estaría ahí, perdida en la marea.
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Dicen que fotografiamos para recordar. Dicen mal. Uno fotografía, en realidad, para olvidarse. Para dejar en algún lado lo que ha visto y quitárselo del alma para siempre. Tal vez sea eso que yo recuerde. No tengo de la guerra -de todos aquellos días irreales de escuela, punto Santa Clara y golosinas- ni una sola foto adonde ir a descansar. Nada adonde poner esa masa de cosas sin nombre.
Porque de día se escuchaba a un periodista con cara de batracio repitiendo que íbamos ganando, se juntaban cosas (toda clase de cosas, desde yerba hasta joyas) en maratones televisivas argentinas y a todo color. Pero de noche, ay. De noche. De noche las islas venían a visitarme, a soplarme en la cara, a ponerme a pensar en cosas revueltas. Que tenía dos hermanos (clase 63, clase 65), por ejemplo, y que uno hasta se había anotado como voluntario. Que un primo mío ya estaba allá, embarcado en un crucero llamado ARA General Belgrano.
De día, el mundo seguía como si tal cosa. Seguían las clases, los programas de televisión, los diarios, los trenes, las galerías. Los bailes, incluso. Esto también lo recuerdo perfecto: un viernes, a la salida del colegio, vi los carteles de una fiesta en un boliche llamado Porky’s. Pedí permiso para ir. No me dejaron. “¿A vos te parece ir a bailar, cuando hay chicos de la edad de tus hermanos luchando contra los ingleses?”, me preguntaron en casa, a modo de reproche. El lunes mis compañeras me contaron que la fiesta había estado buenísima. La nuestra, salvo excepciones personales, fue eso: una guerra a medias. Algo intermitente, amortiguado por los kilómetros, opacado por los papelitos, construido a golpes de palabra por los relatores oficiales del choque que nunca vimos.
Y, cuando lo vimos, ya era tarde. Ya el Belgrano se había ido a pique. Ya los chicos habían perdido dedos de los pies. Ya los habían puesto a pelear casi sin entrenamiento con hombres que trabajaban de eso: de matar a otros hombres. Ya se habían robado las joyas donadas. Ya se había perdido, en medio de todo, las cajas aquellas con las provisiones. O al menos eso fue lo que yo creí: que “mi” soldado no me había respondido la carta porque la encomienda se había extraviado. A esa edad, la muerte es casi tan impensable como la guerra.
Días atrás, el Museo de Malvinas lanzó una convocatoria llamada “Mi foto de Malvinas”. La idea es que quienes estuvieron allí durante la guerra envíen sus imágenes. Ya vi las primeras: chicos muy jóvenes, vestidos de verde militar, sonriendo. La guerra era todavía una pregunta.
Días atrás, en La Plata, alguien me mostró un lugar que alguna vez fue un centro militar. Hoy es una plaza y un centro cultural, pero en 1982 fue el lugar desde el que salieron y adonde regresaron decenas de conscriptos. “Los familiares vinieron sin saber con qué se iba a encontrar. Me acuerdo y se me pone la piel de gallina”, me contó. “Los chicos iban bajando del micro hasta que al final ya no quedaba nadie. Pero las mujeres que habían ido a buscar a hijos que no volvieron se quedaban ahí, paradas. Mirando el colectivo vacío.”
El pasado 16 de marzo, cuatro nadadores argentinos unieron Gran Malvina y Soledad. Nadaron seis kilómetros de aguas heladas y con vientos de 100 kilómetros por hora, en lo que llamaron el Cruce por la identidad. La iniciativa partió de la agrupación de familiares “No me olvides” y busca la identificación de las 123 tumbas sin nombre -blancas, las cruces- que todavía esperan en el cementerio helado. “Soldado argentino sólo conocido por Dios”, dicen todas.
No tengo fotos de Malvinas. Ni una sola. Tal vez por eso cargo, como todos, con todas las demás. Las que nadie tomó y todos guardamos. En mi caso, la de la caja, la de la noche larga, la del colectivo de no volver a casa. Pienso a veces en mi encomienda. En mi soldado. ¿La habrá recibido? ¿Habrá vuelto? ¿Quedó allá en Darwin? Puede que la guerra sea también eso: las preguntas que acechan en los rincones. Cruzar a nado, y siempre de noche, el mar de las cosas sin nombre.
LA NACION