México 86. El soldado contracultural: “La camiseta de la selección valía más que una idea”

México 86. El soldado contracultural: “La camiseta de la selección valía más que una idea”

Por Cristian Grosso
Había un tatuaje invisible en aquel plantel. Pertenencia. Para México 86, vestirse de celeste y blanco era un pasaje al desamparo. Ellos lo aceptaron, eligieron exponerse. Entre tantos hombres de carácter, Jorge Valdano era contracultural. Futbolísticamente adhería a otra escuela, intelectualmente tenía inquietudes diferentes. Pero cuando el deber llama, la pasión impulsa. “Yo estaba ahí para respetar el plan común, no para discutirlo”, aclara Valdano y desbarata cualquier polémica que huela a rancio. Cuando gobierna la emoción, no hay lugar para ideologías ni desobediencias.
“Pensaba que nos iban a matar a todos, eso pensaba. Cuando yo llegué a la selección creía que lo único que me invitaba a estar ahí era el sentido del deber, pero que no tenía muchas posibilidades de progresar”, comentó alguna vez Valdano. Aún así, prefirió residir. No resistir, porque nunca contaminó su lealtad por la selección. Se abrazó al desafío con la nobleza del compromiso y sin perder autenticidad. Puertas adentro no hay derecho a rebeldías ni deslealtades. Todas las preguntas Valdano se las hizo antes de aterrizar en México.
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Convocado por LA NACION, la claridad de Valdano robustece la idea de que esos futbolistas crearon una causa nacional. Íntima, en miniatura, que luego conquistó a un país. Ese equipo estaba repleto de tipos duros, tipos que pese a estar bajo sospecha, jamás se hubiesen perdonado el delito de deserción. “El grupo tuvo la capacidad de “purificar” la convivencia y hacerse sólido en el camino. Cuando llegamos daba la impresión de que todos estábamos lejos: unos jugaban en Europa y otros en Argentina, unos eran amigos y otros enemigos, unos éramos de una escuela y otros de la contraria. Fuimos un grupo maduro, conscientes de que el objetivo común era demasiado grande para dejar que las divisiones nos debilitaran. En lo personal, cuando le dije que sí a la convocatoria se me terminaron las dudas. A veces de acuerdo y a veces en desacuerdo, pero un soldado más”, relata. Un jugador no tiene derecho a boicotear un plan porque no se ajuste a su conveniencia.
Las obsesiones de Bilardo incluían un intervencionismo absoluto. El fútbol era la única presa que sobrevivía a su maniática cacería. Y al subversivo Valdano se le antojaba. leer. “Bilardo no quería distracciones. Él vive el fútbol de un modo obsesivo y desde ahí transmite. En ese contexto (campos de fútbol, vídeos de fútbol, periódicos de fútbol, entrenamientos de fútbol.) un libro interfería. Un día me vio leyendo y me preguntó qué estaba haciendo. Era obvio, pero le dije que leía para evadirme un poco. “No tenés que evadirte”, dijo. Es que tanto fútbol me pone nervioso. “Tenés que estás nervioso”, contestó. Y así hasta el infinito. Cada justificación la rebatía. Que no pensáramos en fútbol las 24 horas del día lo entendía como una traición a la patria. Pero no fue un diálogo violento. Al revés, lo recuerdo como una conversación relajada y hasta divertida”.
Valdano siempre distinguió una cortesía del entrenador, cuando a tres futbolistas les permitió elegir el número con el que jugarían el Mundial: Maradona con la 10, Passarella con la 6 que nunca entró en la cancha. y él con la 11.
Las cábalas fueron siempre otro sello del bilardismo al que, por cierto, abonaban varios integrantes de ese plantel. El folklore del fútbol, históricamente, les ha dado lugar a estos ensayos para ahuyentar maldiciones. Valdano no las condena, hasta bromeó alguna vez con que “dulcifican la espera”. pero hay límites. “Sí, la cábalas me incomodaban. Soy muy respetuoso con las personales, pero me molestan las colectivas. Al final del campeonato había tantas que aquello parecía una obra de teatro ensayada mil veces. Mi cábala consistía en pensar en el partido. En los momentos previos me molestaba todo: cábalas y libros”.
Otra costumbre colectiva que Valdano tampoco siguió fue la ofrenda que muchos integrantes del plantel le hicieron a la Virgen de Luján con su visita del 4 de julio de 1986, sólo cinco días después de la consagración en el Azteca. Aquella fue una devolución, porque el plantel se había encomendado a la Virgen antes de la Copa. “Yo soy agnóstico, lo que no quiere decir ateo, e ir hasta Luján para hacer relaciones públicas hubiera sido una trivialidad de mi parte.”, confesaba entrevistado por El Gráfico, en Las Parejas, su ciudad, precisamente el día que sus compañeros estaban en la Basílica.
Cuando Valdano convierte el segundo gol ante Alemania, sale disparado hacia el banco para dedicarle el gol a Marcelo Trobbiani, su compañero de cuarto. El volante le había vaticinado que convertiría en la final. Horas de charlas bajo el mismo techo entre un menottista y un bilardista de ley. La grieta filtrada en esa habitación, en el plantel. En ese mosaico de estilos, en esa atmósfera de creencias. Valdano estaba en inferioridad numérica. O directamente solo. “Solo no. Estaban Daniel [Passarella], el “Bocha” [Bochini] y no encontré a nadie que dijera una sola palabra contra Menotti”, corrige rápidamente Valdano. Y viaja hacia la intimidad de ese cuarto en la concentración del club América: “Marcelo estaba muy identificado con Bilardo, pero nuestra convivencia fue ejemplar. Nos respetábamos, nos reíamos, nos queríamos. Hasta hoy. Nos vemos poco, pero estamos en contacto y saber de él siempre me trae buenos recuerdos. En esa habitación Menotti y Bilardo no existían como problema de comunicación”.
Valdano en la cancha se encontró con obligaciones. ¿En algún momento se cuestionó si sus sensibilidades futbolísticas y las necesidades del equipo entraban en conflicto? “No. Ni éticamente ni ideológicamente. Lo que se me pedía en la selección no era muy distinto de lo que hacía en el Madrid. Un campo de acción muy grande (mi quinta medía 100 por 70), pero con la obligación de llegar siempre a la zona de definición. No hubo ningún centro que no me haya encontrado en el área. Lo que ocurre es que Bilardo me nombró como ejemplo de algo con lo que yo no estaba del todo de acuerdo. Es verdad que a pesar de ser todocampista marqué cuatro goles. Pero también que erré un número parecido porque llegaba muerto al remate. Para contestar a la pregunta: yo estaba ahí para respetar el plan común, no para discutirlo”.¿Un zorro en el rebaño? Convendrá olvidarse lo secundario para imitarle lo sustancial: la entrega total hacia sus tareas.
En su libro Los 11 poderes del líder, Valdano revela detalles de su misión en la final contra Alemania, cuando debió seguirlo por todo el Azteca a Hans-Peter Briegel: “Tomé una decisión: correría hasta desmayarme, se trataba del partido más importante, el más esperado de mi vida, y no había términos medios (.) Seguía corriendo impulsado por la pasión, por la excepcionalidad del momento, por el sentido del deber.” Retoma ahora aquellas líneas Valdano y profundiza: “Por todo eso y por la pasión por el fútbol y la selección. Me tocó una misión inesperada y que no recibí con buen gusto. Pero apliqué la ley esbozada en el párrafo anterior: “no estaba ahí para discutir.” Solo una vez había tenido que hacer algo parecido en el Madrid. En un clásico contra el Barça hacerle hombre a hombre a Bernd Schuster. Nos marcaron un gol antes de los diez minutos y eso produjo un cambio de planes. En la final no. El plan se mantuvo los noventa minutos y Briegel no paraba de correr. Hasta hoy, que aún aparece corriendo en mis pesadillas”, bromea.
Valdano jamás renegó de su costado perfeccionista como futbolista, un rasgo equivocadamente sólo asociado al bilardismo. “Me quedaba horas después de los entrenamientos copiando a la pierna derecha. Tiraba con la derecha, memorizaba el movimiento e intentaba hacer lo mismo con la pierna izquierda. Horas y horas, días y días, años y años.” cuenta también en Los 11. ¿Converso? Error. Se trataría de una grosera reducción. “He tenido siempre una marcada obsesión por la mejora permanente. Es un deber profesional y, en ese campo, no tengo nada que reprocharme. La profesionalidad no tiene estilo. Es un deber y punto”, aclara. Y desenmascara un falso punto de disenso. Una polémica irreal. “Cuando hablamos de menottismo, adoptamos algunos principios de “la nuestra” que fue precisamente el Flaco quién los desterró. Pensar, por ejemplo, que la habilidad y el talento autorizaban a no correr. Miren cualquier partido del Mundial 78 y verán un equipo comprometido con el juego, pero también con el esfuerzo. Miren un equipo de Guardiola y verán que lo de correr no se negocia. Es un imperativo. Los jugadores como el Gringo Giusti -por poner un ejemplo del 86-, inteligentes, generosos y con gran sentido colectivo, no tienen escuela. Son universales”.
Valdano hoy se siente tan orgulloso. como ayer. “Yo no fui otro desde aquel logro, pero sí fui un poco más feliz cada día de mi vida sólo porque, en algún lugar de mi subconsciente, tengo la tranquilidad de haber vivido la experiencia máxima que un jugador vocacional puede vivir en el mundo del fútbol”, escribió para LA NACION en 2006, con motivo de las dos décadas del título. Entre tanto canibalismo disfrazado de pasión, ésta es una conquista invalorable.
El futbolista Jorge Valdano nunca se descubrió invadido. ¿Tuvo que hacer concesiones? No sobre la melodía general que proponía aquella selección de Bilardo, sino específicamente sobre las teclas que él debió tocar. Responde tan agradecido como persuadido: “Nada traumático. Fue un equipo sólido, que no necesitó del ventajismo ni de la picardía para progresar en el campeonato. Se me trató con respeto, no se me pidió nada raro y me sentí importante. El del 86 fue un equipo decente. ¿Qué más se puede pedir? Claro que me hubiera gustado más jugar con un estilo con el que me sintiera más identificado. Pero en el 86 tocaba otra cosa y para mí la camiseta de la selección valía más que una idea”.
Valdano jamás se traicionó.
LA NACIÓN