Máximas de un obrero escritor: lo que dejó Erri de Luca

Máximas de un obrero escritor: lo que dejó Erri de Luca

Por Silvina Premat
Usa la lengua de su padre, el italiano, para escribir lo que vive en napolitano: porque él canta, se enoja, insulta y siente en el dialecto de su madre. Traducido a una veintena de idiomas, Erri de Luca, es a los 65 años uno de los escritores contemporáneos más prestigiosos de Italia y Europa. Empezó a escribir desde niño -“Prefería quedarme leyendo a salir con mis coetáneos”-, pero sólo comenzó a publicar a los 40 años. Antes tuvo todo tipo de oficios. Fue obrero metalúrgico, artesano y militante revolucionario.
“Soy fanático del Quijote, pero no me identifico con él, sino con Rocinante, al que montó para lanzarse a las batallas. Yo también fui cabalgado por mi generación, que había salido a las calles, para sus causas”, admitió antenoche durante una charla en la Universidad Tres de Febrero donde, de pie e inquieto, fue y vino por todos sus grandes temas: la mujer, el amor, la religión, la política.
Por segunda vez en la Argentina, invitado por el Instituto de Cultura Italiano y la Maestría de Escritura Creativa de la Untref, que dirige María Negroni, a su llegada a Buenos Aires De Luca pidió conocer la ESMA y el Parque de la Memoria. Hace siete años, cuando había estado en Córdoba quiso conocer allí una prisión clandestina durante la última dictadura. Y ayer no quiso irse del país sin participar de un jueves en Plaza de Mayo.
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De sus cerca de cincuenta títulos, muy pocos se encuentran disponibles en Buenos Aires en castellano (en su mayoría agotados, Planeta apuró en estos días la reedición de Los peces no cierran los ojos y El crimen del soldado, ambos títulos publicados por Seix Barral). Pero sí hay más de diez en francés. Por esa paradoja (que tampoco lo es tanto, porque en Francia De Luca es casi uno más), el martes el escritor dedicó un par de horas a conversar con los lectores francoparlantes, clientes exclusivos de la librería Las mil y una hojas del microcentro.
En su primera noche en la ciudad admitió públicamente que sólo escribe por amor. Y al día siguiente dejó otras definiciones propias que con los días resuenan como enseñanzas literarias y de las otras.

Mi escritura no es política, es compañía
Escribo cuentos que sirven para acompañar. Pero cuando nos encontramos en circunstancias particulares, como una dictadura o la censura de la libertad de expresión, las palabras tienen un peso diferente y también el simple relato puede ser político. Es decir, tener un efecto de resistencia contra la censura, contra la tiranía, porque son circunstancias particulares en las que la palabra aumenta de valor. Normalmente la palabra, al menos la mía, es para hacer compañía a las personas. Durante mi proceso [se refiere al juicio que le hicieron el año pasado por supuesta apología del delito, cuando llamó a sabotear la construcción de un túnel entre Turín y Lyon, y fue absuelto] escribí La palabra contraria, pero prefiero escribir las palabras favorables.

Borges es un ineludible
No tengo simpatía hacia los que escriben libros. Me gustan los libros, pero no me gustan los escritores. Considero a Borges el único autor obligatorio del 1900, aunque no habría ido nunca a conocerlo. No me interesa acercarme a un escritor. No frecuento a los escritores. Frecuento otras categorías comerciales.

Me sorprende que una mujer pueda interesarse en mí
Siempre tuve un sentimiento de inferioridad con respecto a las mujeres; imaginaba que eran más interesantes e importantes y que yo no era suficiente, que no bastaba para llenar sus cosas, su mundo. Esto me permitió no sentir celos de las mujeres con las que estuve. Quizá no fui capaz de amar demasiado, pero me sorprendí frente al hecho de que una mujer se pudiera interesar por mí, que soy incapaz de hacer la menor acción de seducción. Este sentimiento de inferioridad lo encontré mejor explicado en las Sagradas Escrituras, donde leí que la criatura femenina es el producto perfeccionado de la creación. Mientras que Adán está hecho de tierra y del soplo de la divinidad, la mujer es construida por la divinidad, que extrae a la mujer de la costilla de Adán, toma una parte y la termina bien. Y le confía totalmente la maternidad.

Soy un relator de voces
Para mí la escritura es una convocatoria de ausentes. Por ejemplo, mi padre, aunque no esté aquí, preside mi escritura. Entonces, cuando escribo convoco a estos ausentes que se fueron a esconder en otro lugar al que no puedo ir y los obligo a estar conmigo otra vez. Escribo una historia en la que ellos están por segunda vez juntos. No hay una tercera vez: la escritura cierra las cuentas con los ausentes. Hay otra posibilidad de encontrar a los ausentes, en el sueño, pero esas son visitas que no se pueden agendar. Llegan cada tanto y cuando vienen me hacen compañía por varios días. Con la escritura logro anticipar estos encuentros y hacerlos más frecuentes y que duren en el tiempo.

Cuando fui joven pertenecí a una generación gigantesca
Un maestro una vez me preguntó qué les diría a los jóvenes, que son nuestro futuro. Le contesté: “Nada”. Porque no son nuestro futuro; ellos son su futuro, que lo tendrán por la ley de la naturaleza, a la fuerza, si no se suicidan masivamente. El problema es si quieren tener una parte, un derecho, un recuerdo en la construcción de este futuro o no. En Italia la juventud no quiere participar de la construcción del futuro. Además, son pocos, una minoría. Cuando nosotros éramos jóvenes éramos una mayoría. Y lo sabíamos. Fuimos la primera generación que teníamos cultura, formación, y sabíamos lo que sucedía en el mundo. Y hacíamos lo mismo que los jóvenes en Vietnam, África y América latina. Era un sentimiento de pertenencia a una generación gigantesca.

La vergüenza es el sentimiento político por excelencia
La cólera y la indignación son sentimientos políticos, pero sentimientos políticos de paso, porque uno no puede ser colérico mucho tiempo durante el día como tampoco puede estar indignado continuamente. Son sentimientos insuficientes, porque una política no se puede fundar sobre un ánimo que va y viene. Por el contrario, el sentimiento político por excelencia es la vergüenza. Si uno siente vergüenza, la vergüenza no se pasa. La cura es hacer lo contrario y buscar reparar lo que la ocasiona. La política que conocí es una mezcla de sentimientos. Uno de ellos es la vergüenza. El otro es el de justicia.

Del niño me quedó la capacidad de sorprenderme
Me asombro continuamente de lo que pasa. No me puedo acostumbrar a que haya personas que se mueven de su casa para venir a escucharme. También me pasa cuando escribo una página que me gusta. La infancia para mí contiene la unidad integral de la persona humana. Creciendo se pierden los pedazos. Un niño, una niña, tiene todas las posibilidades, pero con el tiempo esas posibilidades se reducen, se restringen a una; todas las demás desaparecen.
Mi infancia fueron nueve meses encerrado en los lugares estrechos de Nápoles, que no era una ciudad para niños. Pero tres meses al año los pasaba en una isla donde lo primero que hacíamos era quitarnos los zapatos. La libertad era andar descalzos y la fórmula de la libertad, el callo que se formaba en el pie y que me permitía correr sin sentir nada. Esta libertad coincidía con esa isla en la que se podía mirar lejísimos, para todos lados; donde el ojo finalmente se daba cuenta de que podía perderse dentro del infinito. En cambio, en Nápoles miraba cinco metros a la casa de enfrente, no había espacio, no había vista. Por eso allí el oído era el sentido principal, el principal órgano del conocimiento.

Nací privado de nostalgia
Tampoco tengo la inteligencia psicológica. Para mí a la psicología todavía no la inventaron. Me gustan los filósofos presocráticos, los que explicaban cómo está hecho el mundo. Cuando llegó Sócrates y dijo: “Conócete a ti mismo”, ya no me importó más. La psicología sería lo que sucede dentro de mí. Pero cuando sucede algo me asombro. El mundo, lo de afuera, eso me interesa; las caras de la gente; la vida que está más allá de mí es el objeto de mi curiosidad y fuente de mi asombro.
LA NACION