17 Jun El Snapchat de Hamlet
Por Christina Pérez
Shakespeare inventó el teatro que desnuda al poder. Aún hoy, sus artilugios escénicos para penetrar en los desvanes y pasadizos de las conciencias más borrosas de los poderosos son aplicados con magistral efectividad. Un ejemplo que no requiere explicaciones es la serie House of Cards: por momentos percibimos a Frank Underwood y a su esposa, Claire, como hiperreales, más reales que los políticos reales. Es porque con ellos entramos en la dimensión del poder al desnudo.
En su época, el siglo XVI inglés, y a pesar de un extraordinario aparato de censura que filtraba las obras que se estrenaban a diario en el más próspero mercado teatral, William Shakespeare logró convertir la escena en un instrumento para develar la realidad escondida tras los espesos muros de la monarquía absoluta. Dice Hamlet de los actores que se aprestan a dejar en evidencia la culpa del rey: “Ellos cuentan la abstracta y breve crónica de nuestro tiempo. Mejor tener un mal epitafio luego de la muerte que su dura crítica mientras vives”.
Así, el teatro producía temibles resquicios para mirar la realidad del poder mientras el poder se teatralizaba como nunca. El teatro, entonces, hacía las veces del periodismo para revelar la esencia misma del poder y lo que éste no quería mostrar.
Para James Shapiro, uno de los biógrafos más reconocidos del bardo de Avon, en la Inglaterra isabelina, los espacios del poder se parecían a esos otros espacios productores de asombro: los teatros públicos. Como esos teatros, el propio Palacio de Whitehall “contenía espacios para la escena y para las bambalinas, con áreas secretas fuera de los límites de los espectadores, que sumaban al misterio”.
Si la teatralidad fue exacerbada al máximo en aquella época, en la que desde las marchas de coronación hasta las sanguinarias ejecuciones eran públicas y contaban con ávidas audiencias, qué decir de hoy, cuando los gobiernos han sofisticado esa teatralidad aplicando todos los recursos disponibles de la tecnología, dándole casi la misma textura de la realidad doméstica mediante el uso de las redes sociales.
Qué pasaría, por ejemplo, si el Snapchat del Presidente mostrara sus monólogos interiores, “sus pensamientos más allá del alcance de nuestras almas”, los dilemas por los que cursa su mente al tomar una decisión, las luchas entre el bien y el mal o esa dimensión ética que se forja, o no, entre lo correcto, lo conveniente y lo posible. Qué pasaría si accediéramos a ese instante secreto, a la intimidad de la intimidad. Eso logró recrear Shakespeare: descorrer el velo y mostrarnos al príncipe que decide la venganza, al rey que no se puede arrepentir, al noble que matará a su monarca, a la reina que no soporta su culpa.
Pensemos en esas audiencias entre la curiosidad y el estupor, y en nuestras voyeurísticas asistencias a los minimalistas clips fantasmas de Snapchat. Porque detrás de las escenas cándidas de la politique pour la galerie, donde el presidente habla por teléfono con Pedro o Diego, a quienes contactó por Facebook, o donde el gobernador de Tucumán cuenta -con retórica de Billiken- la importancia del bicentenario de la Independencia al llegar a la Casa Rosada, hay encuentros sobre presupuestos, diálogos despiadados, decepciones esperadas o estrategias inconfesables que jamás pasarán a la esfera del reality cuyo celuloide virtual se borra a las 24 horas. “Las partes secretas de la fortuna”, esas que busca conocer Hamlet cuando pregunta “What news?” no aparecerán por streaming. Como en los tiempos de Shakespeare, trasvasar esos muros será un trabajo que alguien más debe hacer “para arrancar el corazón de mi misterio”.
En estos días se ha polemizado acerca del uso de los instrumentos de comunicación que ofrecen las nuevas tecnologías en detrimento del acceso a la información. La contundente vigencia de Shakespeare demuestra que ese acceso tiene menos que ver con lo que se muestra que con lo que se esconde. Tiene que ver con descifrar lo que ocurre tras la última puerta de la conciencia humana. Y la materia humana es la que sigue vigente. Vigente y elusiva.
“Los dramaturgos aprovechaban la oportunidad que se les ofrecía para involucrar a las audiencias con la resolución de complejos problemas morales”, afirma Julia Briggs sobre el envolvente poder crítico del teatro isabelino en su libro This Stage-Play World. Se trata ni más ni menos que del trascendente poder de la revelación, de exorcizar aquello que está oculto.
Ironías, si las hay: los fantasmas tampoco son inventos de Snapchat. Shakespeare se le anticipó por más de 400 años. En Hamlet, también hay un fantasma que aparece y desaparece. Es el fantasma de su padre. Y aunque es portador de un secreto, tan aterrador como funcional, Hamlet desconfía. El portento de ver a su padre erguido en la armadura de sus batallas, o la ira ante el eventual regicidio o la traición de su madre, no alcanzan para que crea a ciegas en ese fantasma del rey que ya no es.
Hamlet buscará probar la verdad por sí mismo. Sabe ante todo que los fantasmas no son criaturas de fiar. Que pueden venir de fuerzas del bien o de fuerzas del mal. Que pueden pergeñarse igualmente engañosos en su propia imaginación. Y que la verdad, si en algún lugar estará incrustada, es en la conciencia del culpable. “La obra es la cosa que atrapará la conciencia del rey”, se dice antes de poner en escena el mismo crimen del que sospecha.
El Snapchat de Hamlet es su propio padre, o la sombra de su padre, pero la última palabra estará en él, en su pesquisa por la verdad, hasta las últimas consecuencias. Y en que alguien, cuando todo termine, pueda contar la historia.
CLARIN