El presidente de Estados Unidos, ese rockstar

El presidente de Estados Unidos, ese rockstar

Hollywood hizo de la figura del presidente de los Estados Unidos uno de los personajes más recurrentes en la pantalla. Su atractivo para los productores, directores y guionistas, como también para el público, puede tener varias explicaciones. Por un lado, por su propia función, el presidente es un personaje que se enfrenta a situaciones en las que están en juego aspectos importantes, como el bienestar de una nación o hasta la paz mundial. Pero también tiene que ver con la construcción mítica de los Estados Unidos, que encontró en el cine y la televisión una forma ideal para presentar sus valores y cultura a todo el mundo de manera seductora. En contraposición con esto, las visiones más críticas también hallaron en las películas y las series los medios perfectos para retratar los aspectos más reprochables del sistema político norteamericano.
Las historias de la presidencia de los Estados Unidos y la de su representación en Hollywood se nutren una a la otra. Quienes producen cine y televisión entendieron que el presidente podía ser un buen personaje, pero también los propios presidentes, candidatos y, sobre todo, sus asesores aprendieron que lo que funciona en la pantalla puede servir como información para crear una imagen que ayude a ganar elecciones y/o mantener la popularidad de quien está al mando de la Casa Blanca.
Quizá la gran síntesis de esta comunión del cine de Hollywood y la política real haya sido la elección de un actor como presidente. Entrenado como intérprete en el sistema de los grandes estudios, Ronald Reagan llegó a la presidencia en la década del 80 y luego fue reelegido para un segundo mandato. Pero aunque haya sido el único actor profesional en dirigir el destino de los Estados Unidos, no fue el único en aprovechar sus dotes actorales para llegar a su puesto. Al menos eso parece comprobar la anécdota de cuando Franklin D. Roosevelt conoció a Orson Welles y le dijo: “Hay dos grandes actores en este país en la actualidad. Usted es el otro”. Sin desmerecer su actuación política, tampoco es casualidad que John Fitzgerald Kennedy, quien tenía el aspecto físico y el carisma de una estrella de cine, se convirtiera en un presidente tan popular.
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En cuanto a las representaciones de los presidentes en el cine y la televisión, la cantidad es abrumadora. Sólo en la década del 90, según el libro Hollywood’s White House: The American Presidency in Film and History, hubo 40 películas dedicadas a la presidencia, mientras que desde los inicios del cine hasta ese momento se cuentan 90. Desde el comienzo del siglo XXI hasta hoy no faltaron las variadas representaciones de presidentes tanto en el cine como en la TV. Entre ellas se destaca una de las series más populares de los últimos años, House of Cards , que se puede ver en Netflix, y la genial comedia Veep, que emite actualmente HBO; la misma señal que estrenará hoy, a las 22, Hasta el fin, película producida para televisión en la que Bryan Cranston (Breaking Bad) interpreta a Lyndon B. Johnson.
Dejando de lado los retratos de presidentes reales, hay incontables presidentes imaginarios en el cine y la televisión. Armados con sus propias ideas sobre política, los guionistas de Hollywood crearon diversos personajes de ficción que cumplen con el cargo más alto de la función pública.
A estos presidentes ficticios se los puede reunir en algunas categorías, tal vez un poco arbitrarias, pero que permiten observar lo diferentes que pueden ser.
Ridículos. Por más respeto y estima que tengan los norteamericanos como sociedad hacia la figura presidencial, algunos de los mejores presidentes inventados por Hollywood no responden a un modelo de dignidad, inteligencia y valores positivos. Entre ellos están Merkin Muffley, el presidente interpretado por Peter Sellers en Doctor Insólito, y el excéntrico despistado que encarna Lloyd Bridges en Locos del aire 2. Pero la más actual y ácida es Selina Meyer, la protagonista de Veep, una ex vicepresidenta que llega al cargo soñado a pesar de no ser la persona más idónea. Interpretada con maestría por Julia Louis-Dreyfus, Selina tiene la mira puesta en la presidencia y está dispuesta a cualquier cosa para ocupar ese lugar. Sus valores está muy lejos de los ideales para el líder de una nación y sus intentos de manipulación son bastante torpes. El creador de la serie, Armando Ianucci, tiene una visión irónica sobre la política, que muchos comparten. Uno de ellos es Mike Judge, quien creó en su película La idiocracia al presidente Dwayne Elizondo Mountain Dew Herbert Camacho, cuyo currículum incluye haber sido profesional de lucha libre y actor porno. El presidente, encarnado por Terry Crews, tiene uno de los coeficientes intelectuales más altos de ese decadente Estados Unidos del futuro, pero aun así no puede darse cuenta de que usar agua en vez de una bebida artificial es la solución del problema de que los cultivos no crezcan. A la luz de la candidatura de Donald Trump a la presidencia, el personaje de Camacho ha sido muy recordado en los Estados Unidos en el último año por considerarse casi premonitorio.

Maquiavélicos y malvados. Una de las características que parecen gustar más de House of Cards es la forma maquiavélica en la que Frank Underwood (Kevin Spacey) va descartando a quienes no le sirven, abriéndose camino a cualquier costo y triunfando casi siempre. Selina y Frank son dos caras de la misma moneda: la diferencia está en el punto de vista desde el que se cuentan sus historias. House of Cards es un drama con un toque de ironía, expresado en las miradas a cámara que ofrece su protagonista en busca de la complicidad del espectador, pero que ve los entretelones de la política como una tragedia, mientras que Veep los observa con una risa socarrona. Ambos son ejemplos de una crisis en la representación del presidente de los Estados Unidos como una persona sabia, fuerte y dedicada al bien común. Hay muchos más de estos jefes de Estado malvados, pero otro ejemplo de los más extremos es Alan Richmond (Gene Hackman), el presidente asesino y sádico de Poder absoluto.
Ideales. Si hay algo que Hollywood sabe hacer muy bien es crear personajes tan nobles, bellos y perfectos que son difíciles de encontrar en la vida real. Los presidentes también reciben a veces este tratamiento en películas que son casi un alarde de deber patriótico o el resultado de un espíritu romántico e idealista. Esto último es lo que parece alentar al guionista Aaron Sorkin, creador de dos de los presidentes que más hacen desear que existieran en la realidad: Josiah “Jed” Bartlet, de The West Wing, y Andrew Shepard, de Mi querido presidente. El mandatario interpretado por Martin Sheen en la serie es un personaje digno, amable y que lucha por todo lo que está bien, así de sencillo y un poco ingenuo como suena; mientras que el protagonista de la película dirigida por Rob Reiner, encarnado por Michael Douglas, es romántico, tiene una fortaleza sensible y no deja que la ambición nuble sus convicciones. Tan encantador como ellos es Dave, del film Presidente por un día, aunque se trate de un imitador que es instado a hacerse pasar por el presidente mientras éste permanece en coma. A pesar de que su presidencia es fruto de una mentira, Dave aprovecha la ocasión para revertir las políticas de su antecesor y dedicarse al bien común. Entre estos presidentes ideales no pueden faltar otro prototipo hollywoodense que es el héroe de acción, como sucede con Thomas Whitmore (Bill Pullman) en Día de la Independencia, quien se anima a luchar él mismo contra los extraterrestres que se quieren apoderar de la Tierra; James Marshall (Harrison Ford) en Avión presidencial, que pelea cuerpo a cuerpo contra los rusos que lo toman de rehén en el Air Force One, y James Sawyer (Jamie Foxx), el canchero y valiente presidente que sobrevive a una invasión a la Casa Blanca.
Con el inminente estreno de la secuela de Día de la Independencia, en la que regresará el personaje de Whitmore, y la popularidad reinante de House of Cards y Veep, parece que el atractivo de los presidentes en el cine y la televisión, ya sean buenos o malos, inteligentes o ridículos, continúa vigente.
LA NACION