08 Jun El cuarteto mueve el cuerpo y los negocios
Por Gabriela Origlia
El “chingui chingui” y los tinglados para los bailes del cuarteto cordobés hace años quedaron atrás. Lo que no cambió fue la pasión que esta música genera y que mueve, sólo un sábado, entre 20.000 y 25.000 bailarines en una docena de espectáculos en esta ciudad, lo que se traduce en un negocio millonario.
A un promedio de 70 pesos la entrada, sólo de taquilla cada fin de semana, el cuarteto factura en Córdoba entre $ 1,4 y 1,7 millones. Los mayores ingresos, sin embargo, no se generan en la venta de tickets, sino en las barras. Si bien en el negocio todos son muy celosos a la hora de dar a conocer sus números, en voz baja reconocen que el gasto en bebidas por persona puede rondar los 300 pesos, lo que implica entre 6 y 7,5 millones adicionales.
Pero más allá de los números, el negocio del cuarteto cordobés tiene una lógica diferente al de otros géneros musicales, advierten los principales productores. Los 15 artistas más importantes se reparten entre no más de cuatro responsables, quienes -además- suelen gestionar algunos de los clubes o boliches donde se presentan. En la dinámica no sólo pesan las entradas vendidas, sino el consumo de bebidas.
Marcelo Ludueña, dueño de La Sala del Rey, indica que en los últimos tres años hay una caída de alrededor del 60% en el número de bailarines y en el consumo respecto de ocho años atrás: “Nuestro público es asalariado y recorta frente a la necesidad. La industria toda está afectada, hay menos bandas convocantes y es difícil sostener megabandas y lugares gigantes”.
La prehistoria del cuarteto se remonta a 1943 de la mano zurda de Leonor Marzano, quien desde el piano marcó el ritmo que con el tiempo se transformó en la música popular cordobesa. Una década después, el grupo grabó su primer disco.
Este género tiene “seguidores” y no “espectadores”, distingue Marcos Farías, productor de Ulises Bueno (el hermano de Rodrigo, hoy un número uno en convocatoria), Chipote, La Banda de Carlitos y Pity Murúa, entre otros. La diferencia que marca es clave: como si fuera su club de fútbol, una persona va a tres o cuatro bailes por semana, se tatúa el nombre de su ídolo, conoce 200 canciones y sabe de memoria la ceremonia de la convocatoria.
Para Farías, en el rock la dinámica sólo es comparable a lo que generan el Indio Solari o Los Redonditos de Ricota. “Con un modelo así, cómo se hace para sacarle un bailarín a otra banda”, se pregunta. Por eso el desafío es pensar artistas para nuevos públicos.
Maximiliano Allende, productor de La Barra y el Tano Romero, entre otros, subraya que hoy -para no perder convocatoria-, el precio de la entrada está “muy bajo”. Un ticket cuesta 70 pesos, cuando históricamente era el equivalente a cinco etiquetas de cigarrillo. Sale más barata que un fernet, que cuesta entre 90 y 100 pesos, y casi lo mismo a lo que cobra el trapito de la puerta. “No es lógico porque el que convoca es el artista”, define.
Desde Día y Noche Producciones, Maximiliano Marinaro -productor de la Mona y administrador de Sociedad Belgrano (club “templo” del cuarteto, con capacidad para 5500 personas) y Margarita, el boliche símbolo del género (2500 personas)- explica que el negocio cambió fuerte: “La gente exige más calidad, más inversión. Al club se lo remodeló, con acústica nueva, pantallas LED, todo lo que lleva un espectáculo de primera línea”.
Los más jóvenes eligen la masividad de los clubes mientras que los de más de 30 años prefieren los boliches, que -desde su irrupción- abrieron las puertas para bandas que convocan entre 700 y 2000 personas.
Allende advierte que hace unos años, por un bajón de La Barra, empezó a tocar en “lugares más chicos y, sin querer, terminó marcando una tendencia”. En la actualidad no son más de tres los grupos de convocatoria masiva, que pueden llenar todos los fines de semana. Otros prefieren algunos eventos semanales o presentaciones mensuales en las que cobran un cachet fijo.
Logística
En general, los músicos se quedan con la recaudación de entradas y los clubes o locales con el buffet. Sólo algunos elegidos reciben un porcentaje por el consumo de bebidas. También en ese segmento se registran transformaciones. Por ejemplo, el champagne se agregó al menú tradicional de vino, fernet y cerveza. Marcas como Quilmes, Speed y Branca suman sus aportes a las barras.
Farías señala que las puestas de los espectáculos hoy constituyen los mayores costos, por encima del cachet que cobran los artistas. Una actuación de Ulises implica mover dos camiones de luces, sonido y pantallas. Las bandas, en promedio, tienen entre 12 y 15 integrantes.
Aunque todos califican a las comparaciones de “odiosas”, reconocen que a diferencia de otros géneros en los que a veces un artista sobrevive un año con no más de diez canciones, ese diseño no funciona en el cuarteto. “Son más artistas de culto que productos”, ensaya Farías.
Lo que sí comparte con el resto de la industria musical es el impacto que sufrió el negocio por la caída en la venta de discos en el soporte físico y el avance de los formatos digitales y la piratería. “Hoy grabar es una pérdida, pero se hace uno o dos al año para seguir teniendo vigencia”, indica Marinaro. Los sellos tradicionales del género son Sony y BMG. “Formar una banda cuesta mucho, igual que un compositor, por eso hay muchos covers (versiones de temas de otros grupos)”, agrega Ludueña.
A comienzos de 2000, Carlos “la Mona” Jiménez, un mito del género, lanzó su propio sello, Mona Récords, con el que buscó zafar del circuito de las discográficas y fijar él mismo los precios y el circuito de distribución.
LA NACION