09 Jun Amar al monstruo
Por Hinde Pomeraniec
Hace algunos días tuve la fortuna de acompañar durante la presentación de su libro a dos colegas a quienes respeto y admiro. Carolina Arenes y Astrid Pikielny escribieron Hijos de los 70 y decir “escribieron” no logra dar cuenta de la trabajosa tarea que emprendieron estos años, que consistió en entrevistar a hijos de víctimas del terrorismo de Estado, hijos de represores y también hijos de víctimas de las organizaciones armadas, para luego reunir esas voces en un mismo texto hasta consumar un relato coral y dramático de la década que coaguló el momento de mayor oscuridad de la razón colectiva en la Argentina.
Algunos de los hijos entrevistados admiran a sus padres, otros los cuestionan y otros directamente decidieron romper con ellos y hasta con sus familias, aunque difícilmente puedan desprenderse del amor, que sigue ahí. Están los hijos que pasaron y aún pasan su vida investigando cada huella de su padre o su madre; aquellos dieron un vuelco a sus vidas cuando sus padres comenzaron a ser juzgados y decidieron estudiar leyes para defenderlos de lo que consideran una condena injusta y están, también, quienes condenan a los suyos por la violencia de sus actos, pero también por no haber contemplado de qué manera esas decisiones personales podrían afectar la vida de sus hijos en el futuro. Como postal del dolor, el libro es un trabajo estremecedor y conmocionante, a la vez. Pero, más allá de estas observaciones, lo que sigue inquietando -y no solo en relación con los años 70- es hasta dónde los hijos pueden ser responsables por las acciones de sus padres y hasta dónde pueden seguir amándolos, más allá de sus crímenes.
Pensaba en esta idea de cargar toda la vida con lo que hicieron nuestros mayores cuando recordé una novela del holandés Herman Koch, La cena, que plantea la idea de la responsabilidad y el linaje, pero ya no hacia arriba sino en relación con los hijos. La trama gira alrededor de dos parejas (los hombres son hermanos) que se reúnen a cenar en un restaurante exclusivo de Amsterdam. Uno de los hermanos es político y está en campaña, por lo que es una figura pública y el cuidado de su imagen es capital. El otro es un profesor que no está en actividad ya que debió retirarse por una enfermedad psiquiátrica y es el narrador de la historia, por lo que el lector ve los hechos a través de sus ojos.
Lo que se va desplegando a lo largo del menú es el verdadero motivo de la reunión: un crimen deleznable y sin atenuantes en el que se han visto involucrados los hijos de ambas parejas. Hay crimen, pero no hay condena porque la policía no dio con los autores: el delito sigue impune, pero existe un video que compromete a los primos adolescentes de 15 años. Una vez revelado el núcleo del drama, aparecen los cuestionamientos y las diferencias entre los adultos. ¿Es legítimo proteger a los hijos aún si son autores de algo aberrante? ¿Somos responsables de sus acciones toda la vida? ¿Cada paso que dan lleva la marca de los valores que les enseñamos y del ambiente en que crecieron? ¿Podemos amarlos igual aún si se han convertido en monstruos? La respuesta a esto último es sí.
En febrero pudo verse por TV a Sue Klebold, la madre de Dylan Klebold, quien cuando tenía 17 años, junto con su amigo Kevin Harris (18) fueron autores de la masacre de la secundaria de Columbine, Estados Unidos, en la que murieron 12 estudiantes y un maestro. Sucedió en abril de 1999, Dylan y Kevin tenían planes de volar la escuela -fallaron los explosivos- e ingresaron con armas de ataque y dispararon a mansalva a los estudiantes y profesores. Ambos se suicidaron en la biblioteca de la escuela luego de la matanza. Sue Klebold publicó un libro (A Mother’s Reckoning) y se decidió a hablar por primera vez. Algunas notas muestran viejas fotos en las que se la ve con su hijo de chiquito: nada en la imagen hace prever su desequilibrio mental ni hay señales de que vaya a convertirse en un asesino serial. Sue escribe en su libro que se siente culpable, que era su responsabilidad cuidar mejor a su hijo y advertir que algo estaba mal. “No fui capaz de frenarlo. La culpa que siento es enorme. Me preguntan si puedo perdonarlo y lo que no puedo es perdonarme a mí misma”, se lamenta, y dice que, seguramente, para el mundo hubiera sido mejor que su hijo no hubiera nacido, pero no para ella. Lo explica así: “Desde su muerte, he encontrado un sentido en la vida buscando respuestas que me hagan entender por qué y cómo ocurrió esta cosa tan horrorosa. Es muy difícil para mí hablar de mi amor por Dylan, para los demás ni siquiera es posible escucharlo. Pero era mi hijo y conocerlo enriqueció mi vida y lo amé y me trajo alegría mientras vivió. No tengo opción: uno ama a sus hijos”.Es crudo, es difícil de entender, es contradictorio. Es amor más allá de la justicia.
LA NACIÓN