15 consejos para resolver problemas, y uno más por si acaso

15 consejos para resolver problemas, y uno más por si acaso

Por Ariel Torres
¿Vieron esa sensación de no puede ser? Me refiero a la corazonada irrefutable de que eso que está pasando no puede estar pasando. No el período de negación que atravesamos al enfrentar un contratiempo, sino la completa certeza de que no puede ser.
Pues bien, eso era lo que sentía mientras miraba la cafetera fijamente, como interrogándola; y aunque no me respondía (no falta mucho para que lo hagan), algo me decía que la fiel maquinita no podía haber fallado de manera catastrófica. No me pregunten por qué, pero lo sabía.
Es cierto, siempre existe la posibilidad de que un dispositivo deje de funcionar de un momento a otro, sin aviso, sin más. Pero con los años uno va desarrollando una suerte de instinto, un sexto sentido que podría traducirse como: “¿Por qué podría haber fallado de forma desastrosa un sistema relativamente sencillo que no sufrió golpes ni sobrecargas y que, por añadidura, experimenta un régimen de trabajo mucho menor que el que sus diseñadores proyectaron?”
Además, los dispositivos tienen una especie de estilo personal. Están los problemáticos, que desde el primer día se cuelgan, se desconfiguran, se reinician, se desconectan y, finalmente, un día, adiós, cesa en sus circuitos toda actividad; lo que es casi un alivio, debo decir. Y están los otros, los que desde el unboxing cumplen su misión con una robustez admirable, e incluso tres o cuatro años después de la vida útil que habíamos anticipado, siguen marchando sin novedad.
reparaciocelular
Pues bien, esa cafetera -del tipo que usa cápsulas- tenía un historial impecable, y una vida regalada: no se la usa más de 5 o 6 veces por semana. Pero ahí estaba, en su rincón de la cocina, sin arrancar, sin dar señales de vida. Levemente antropomórfica, daba la impresión de un robotito cuyo tiempo en este mundo ha llegado a su fin.
Si hubiera sido una computadora, habría intentado investigar el origen de su condición. Medir la fuente de alimentación, revisar los conectores, esas cosas. Pero una cafetera electrónica es una caja negra. Ni tornillos normales tiene. No es que me falte la herramienta para sacarlos, pero di por sentado que no había dentro nada que pudiera reemplazar. Era muy probable, además, que fuera luego incapaz de volver a montar todo. Recuerden: siempre es más fácil desarmar que volver a armar.
Así que me fui a dormir con el problema dándome vueltas en la cabeza. Al día siguiente, en un rato libre, probé algunas cosas, sin convicción, y, por último, perdido por perdido, fui por lo que mi intuición venía diciéndome desde temprano: es el botón de arranque. Podrían haber fallado muchas otras cosas, sobre todo en un artefacto que produce bastante calor, pero por alguna razón el botón era mi prime suspect. Tardaría un rato en darme cuenta de porqué. Y necesitaría un tropiezo.
Extraje el botón, limpié los contactos y lo volví a colocar. Estaba seguro de que eso resolvería el asunto. Confiado, con cara de winner, presioné la tecla. Pero no pasó nada. Apreté de nuevo. Nada de nada. Otra vez. Cero. Niente. Rien de rien.
Recordé entonces un robusto teléfono inalámbrico que usé durante una década y cuyo único punto débil eran las teclas, basadas en la misma tecnología que el botón de encendido de la cafetera. Con el tiempo, ese tipo de interruptores, que por fuera son de goma, terminan por fallar, y el primer síntoma es que hace falta presionar cada vez más más fuerte para que cumplan su función. Al final quedan catatónicos. Tal era la razón, al principio inconsciente, por la que ese componente me había despertado sospechas.
“Te tengo”, pensé, y presioné el botón con una fuerza un poco por encima de lo normal. Por supuesto, encendió; y ha seguido haciéndolo durante los últimos cuatro meses.

Algo se está quemando
No es que esta columna vaya a versar ahora sobre cafeteras y otros electrodomésticos, más allá de que, con pocas excepciones, los electrodomésticos son controlados hoy por computadoras. Pero gracias a este evento me decidí a organizar una suerte de decálogo para resolver problemas técnicos, un conjunto de leyes no escritas (hasta ahora) que sigo más o menos meticulosamente cuando algo deja de funcionar. Me atrevo a decir que, dejando de lado los conflictos del alma, estas reglas pueden aplicarse con idéntica eficacia a muchos otros órdenes de la vida. Ahí van.
La actitud correcta. Un problema es sólo la otra mitad de una solución. Es decir, no hay que hacerse malasangre ni entender las dificultades como un castigo o un contratiempo. Por supuesto, si una mañana de lluvia te encontrás con un neumático desinflado cuando estás saliendo retrasado hacia una reunión muy importante, es poco probable que adoptes una actitud positiva. Me imagino que maldecir será mucho más saludable, en ese caso. Fuera de tales situaciones, el primer paso para resolver exitosamente los problemas con máquinas y dispositivos es ver las dificultades como la oportunidad de resolver, lo que es una dicha. O te quejás o arreglás. No se pueden hacer las dos cosas a la vez.
La práctica hace al maestro. Lo que me lleva a una obviedad que solemos pasar por alto. Quienes disfrutan de resolver ganan experiencia, que es algo así como la acumulación involuntaria de datos estadísticos. Ya viste ese síntoma 90 veces antes, así que es muy probable que la causa sea la misma de las otras 90 veces anteriores. En total, cuantos más problemas resuelvas, más fácil te resultará encontrar soluciones. Otro motivo para agradecer las dificultades, en lugar de rezongar.
Ser obsesivo ayuda. Esto no le gustará a mi psicóloga, pero es un hecho: los obsesivos resolvemos mejor. ¿Por qué? Porque buena parte de las soluciones surgen mientras dormimos o pensamos en cualquier otra cosa. Es odioso, pero me ha ocurrido un millón de veces eso de estar hablando con alguien de bueyes perdidos, compartiendo una copa de vino en uno de esos momentos deliciosos que la vida a veces nos regala y, de pronto soltar, un: “¡Esperá, esperá, ya sé lo que está pasando! ¡Es el flotador, estoy seguro de que es el flotador!” En serio, hube de superar algunas escenitas debido a esto. Del tipo: “¿Pero vos me estás escuchando o qué?” Juro que toda mi atención estaba puesta en la charla, pero la mente del obse no para, no abandona, no suelta, y le sigue dando vueltas al asunto sin que estemos pensando en eso, sin que nos demos cuenta. Porque, odioso o no, era el flotador nomás.
Conversalo con la almohada. Lo que me lleva a uno de los consejos más importantes: dejen que sus cabezas trabajen, denles tiempo. La mente es mucho más que la consciencia, y una parte importantísima de las resolución de problemas pasa por esperar a que los procesos en segundo plano arrojen un resultado. El otro día, por ejemplo, descubrí que faltaba la llave de una puerta que da al jardín. La busqué por todas partes. Me rompí la cabeza pensando qué podría haber pasado. Invertí 10 minutos, sin éxito, y entonces decidí esperar. Al día siguiente me desperté y fui directo a un armario. Lo abrí. Y allí estaba la dichosa llave. Yo mismo la había puesto en ese estante, meses atrás, pero se me había olvidado. El dato, sin embargo, seguía en mi cerebro. Sólo se necesitaba un poco de tiempo para reflotarlo. Cierto, en una situación de emergencia uno no puede darse este lujo. Pero en todos los demás casos, es mejor dejar fluir los procesos mentales.
Saber perder. Hay problemas que no podremos resolver. Llegado el caso, nos faltarán las herramientas, los repuestos o el conocimiento, y habrá que acudir al servicio técnico. Intentar resolver un problema más allá de lo razonable tiende a empeorar la dificultad en una escala logarítmica. O sea, terminaremos de romper todo sin remedio. Antes de que eso ocurra, hay que darse por vencido y llevar el equipo al service. O comprar otro.
Fue el gato. Muchos problemas son en realidad errores de uso o de interpretación. Solemos lanzarnos a resolver las dificultades de amigos y parientes dando por sentado que su testimonio es confiable. Y no tiene por qué serlo. He perdido la cuenta de las veces que Mi impresora dejó de andar terminó en un Ay, tenés razón, se ve que el gato desenchufó el cable. En resumen, el primer paso es verificar que el problema de verdad existe.
Todo sirve. Muy bien, es en efecto un problema y entonces empieza la parte que más nos gusta: ¡resolver! Para eso hay que diagnosticar, lo que comienza por reunir toda la información posible. Y por toda quiero decir toda. Un ruido que antes no existía o que antes sí existía, una vibración anormal, temperatura elevada, nada es trivial. ¿Soy yo o hay olor a quemado? Nos hemos convertido en detectives y por lo tanto hay que relevar cada detalle de la escena del crimen. Esto incluye al usuario, desde luego. Hay que tener siempre presentes las siglas Pebcak, en parte humorísticas y en parte no. Vienen de Problem Exists Between Chair And Keyboard.
Se veía venir. En general, los problemas tienen una historia previa, que conviene consultar o rememorar. ¿Empezó a ocurrir justo después de instalar algo? ¿Hay información útil en el registro de errores del sistema? ¿Aparecieron advertencias de alguna clase en los días pasados? ¿Se mojó? ¿Estuvo al sol? ¿Alguien más usó el equipo? ¿Ya costaba un poco girar esa perilla? No importa la tecnología de que se trate; hay que determinar si es algo espontáneo y repentino o si se venía gestando. En mi experiencia, los problemas imprevistos son raros. ¿Un disco falló por completo sin advertencias de SMART? Sí, es posible, pero sólo me ocurrió 2 veces en 25 años. También tuve un monitor que duró 10 minutos luego de sacarlo de la caja y entonces, ¡bum!, explotó y empezó a soltar humo por la parte de atrás. Son casos tan raros que sigo recordándolos después de décadas.
La regla de Guillermo. Es posible que, una vez investigado el asunto, tengamos varias hipótesis. En mi experiencia, el diagnóstico más simple es casi siempre el acertado. Es algo así como la Navaja de Ockham, pero aplicada a la reparación de desperfectos y la solución de problemas con máquinas y dispositivos. Es la regla que apliqué en el caso de la cafetera: ese tipo de botón, cuya fragilidad ya conocía, era un culpable mucho más probable, por lo simple, que la fuente de alimentación o la electrónica.
Juegos de azar. La pesadilla de todo troubleshooter es esa clase de dificultad que se presenta aleatoriamente. Tenía, por ejemplo, un mouse inalámbrico cuyo puntero se colgaba durante medio segundo cada tanto, y seguía haciéndolo durante varios minutos, a veces todo el día. Luego, el fenómeno desaparecía, quizá durante semanas, para regresar el día menos pensado. Medio segundo parece poco, pero les aseguro que alcanza para volverlo loco a uno. Probé cambiar el puerto donde estaba enchufado el receptor, ponerle pilas nuevas al ratón, y hasta hablarle, como hacen algunas personas con las plantas. Nada. Actualicé los drivers. Siguió igual. El trastabillar retornaba imparable, insufrible e imprevisible. Al final hice lo único que tenía sentido: intercambié el mouse con el de otra computadora, y asunto resuelto.
Consejo de veterano: no intenten arreglar algo que aparece al azar, excepto que sus vidas dependan de eso. Es perder el tiempo. Si además están involucrados los puertos USB, huyan. Una de las computadoras que tengo aquí en el diario sólo ve el espacio de almacenamiento interno de mi smartphone cuando lo conecto a cierto puerto USB. Dirán que ni es grave ni es aleatorio. Esperen. ¡El que anda no siempre es el mismo puerto! Puede ser cualquiera, al azar. Tengo que ir probando hasta que engancha con alguno, nunca el mismo, y entonces, mientras no apague la máquina, puedo seguir usando ese puerto en particular. ¿No es lindo?
En suma, con los problemas que se presentan al azar hay dos opciones. O tenemos mucha suerte y desaparecen (raro). O encontramos un atajo. No podemos resolver algo cuyas causas ignoramos, y siempre vamos a ignorarlas si no podemos replicar el error.
Apaga y prende. Al menos un tercio de las fallas más estrafalarias que he visto en mi vida se arreglan apagando el equipo y volviéndolo a encender. O reiniciando, cuando menos.
La campana de Gauss. Los problemas raros son, bueno, raros. Eso significa que en la mayoría de los casos lo que te está pasando a vos ya le ha ocurrido a mucha gente antes. Así que la respuesta suele encontrarse en Internet. Estos días, por ejemplo, descubrí que no podía conectarme de forma remota con una máquina en la que tenía instalada una variante de Ubuntu. Luego me di cuenta de que esto ocurría sólo cuando en la computadora remota se activaba el salvapantallas. Lo resolví con 5 segundos de Google: todo lo que había que hacer era desactivar el protector de pantalla predeterminado e instalar el viejo y nunca bien ponderado XScreenSaver.
De a uno, por favor. Las soluciones, inspiradas o insípidas, deben probarse de a una por vez. De otro modo, no podremos saber cuál de las estrategias ha dado resultado.
Mejor pensar que destornillar. Desarmar es más fácil que volver a armar. Es simple entropía, y no hay nada que podamos hacer contra eso. Solemos aprender esta lección por las malas, como esa vez que se me ocurrió desarmar una máquina de escribir eléctrica que no andaba; el equipo era parte del inventario de la sección en la que oficiaba de escribiente durante el servicio militar. Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando ya era tarde y pasé dos horas terroríficas intentando volver a ensamblar la maldita cosa. Lo logré, pero casi me agarran con las manos en la masa, y eso podría haberme costado bastante caro. Antes de sacar el primer tornillo conviene tener claro cómo volveremos a armar todo y, de ser posible, contar con el manual de servicio, que a veces puede encontrarse en Internet.
Algo soft. El hardware falla mucho menos que el software. O, para decirlo mejor, es más probable que el origen del inconveniente sea de soft. La razón es que el nivel de complejidad de las tecnologías digitales impide, salvo casos especiales, que los circuitos anden más o menos, como cuando usábamos engranajes y poleas. Estas máquinas o andan bien o no andan para nada. Así que antes de arremangarse y empezar a desarmar (ver regla anterior), es mejor estudiar si no se trata del sistema operativo, los programas, la configuración y otras cosas por el estilo. Sí, concedido, un falso contacto puede hacernos la vida imposible y los circuitos de calidad mediocre nos volvieron locos hace dos décadas. A propósito, si de la máquina sale un ruido chirriante, como si estuviéramos sacándole punta a un lápiz de vidrio, sí, definitivamente es hardware. Pero mi mejor consejo es empezar por el software.
¿Hay algo que no me estés diciendo? Para el final dejo uno de mis principios favoritos, al que que llamo Regla de Doctor House, y dice así: Everybody lies. Te consultan por un problema, pero justo se olvidan de comentarte que el teléfono se les cayó en la piscina (“Pero fue un segundito nomás, ¿eh?”), que la notebook estuvo en manos de ese sobrinito célebre por la cantidad ingente de virus que es capaz de incorporar al sistema en un cuarto de hora, se les pasa contarte que también le preguntaron al “chico del barrio que sabe” y que les hizo cambiar “algunas cositas del Registro de Windows” o, Dios me libre, instalar “una de esas apps para Android que te limpian todo”. No es mala voluntad. En rigor, es culpa nuestra, de los que andamos con esto de las computadoras y, sin darnos cuenta, solemos hablar en un argot casi carcelario. Como consecuencia, las personas se sienten cohibidas y temen una reprimenda, si nos dicen toda la verdad. Otras veces simplemente ocurre que pasan por alto datos sutiles, que sólo tienen sentido para el que conoce del tema.
Pero la regla se cumple, a rajatabla y, como House, hay que diagnosticar sobre la base de que, en principio, podría haber información importante que no nos han facilitado. Ya sé, no es fácil. Pero si lo fuera, no resultaría ni la mitad de divertido.
¿Y ustedes? ¿Qué consejos añadirían? ¿Con qué experiencias extravagantes se han encontrado al resolver problemas? Imagino que deben tener millones de historias.
LA NACION