22 May Pepe Fechoría, el inventor del restaurante de las estrellas
Por Horacio Pagani
Siempre lucía camisas de seda, coloridas, pero bien combinadas, Pepe Fechoría. José Alberte, en realidad. Gallego de Galicia, de un pueblito cercano a Ferrol del Caudillo. El fue el inventor del restaurante de las estrellas, en Córdoba casi esquina Acuña Figueroa, allá por los 70’. Solito. Todos creíamos que era el dueño absoluto del local. Ni sospechábamos que se trataba de una sociedad multitudinaria, y que Pepe era la cara visible, algo así como el gerente. Pero era el trompa.
Pepe recorría el negocio de punta a punta después de las 10 de la noche. Y se sentaba a la mesa de quienes consideraba sus amigos para compartir un vaso de vino. Una a una. Pero casi siempre estaba bien sobrio, controlando el movimiento sincronizado de los mozos. Balbuena era uno de ellos. En la caja mandaba Leandro, su segundo. Locuaz y amable, con nuevos fundamentos religiosos. La fiesta empezaba cerca de las 23. Todas las noches. Sin excepciones.
Nosotros, un grupito de Clarín, empezamos a visitar el “templo” a fines de la década. Después del trabajoso cierre en el taller de armado. El boliche ya estaba repleto, aunque algunas mesas esperaban a sus huéspedes titulares. La del fondo, especialmente, adelante de la caja. Desde allí se dominaba toda la geografía. Era la de Gerardo Sofovich, en los tiempos en que Polémica del Bar arrasaba en las mediciones. Mesa inviolable. Aunque desbordara el local y aunque el Ruso algunas veces no llegara, con su comitiva variada. “No se toca”, decía Pepe, cuando cualquier despistado quería ocuparla cuando ya era de madrugada.
El lío se armó cuando Pepe Parada, otro de los “adelantados” de los clientes, quiso discutir la propiedad de esa mesa. Porque él también la había ocupado en los comienzos de la corriente farandulera. Pepe lo quería a Pepe, el hermano de Emilio Disi. Pero Gerardo era algo así como el padrino. Si hasta Carlos Menem, gobernador o presidente, se sentaba a su lado muchas veces, con Rolo Puente como testigo inamovible.
El ambiente artístico entero lo frecuentaba. Y el político, también. Pero las preferencias de Fechoría pasaban por Miguel de Molina, un bailaor y cantor andaluz, inspirador de “Las cosas del querer”, ya en el otoño de su existencia. Y hasta la mitológica Nélida Roca, la vedette máxima de la historia, se refugiaba en un rincón cerca de uno de los dos ventanales poblados de ojos curiosos y suplicantes.
“Algunos son verduleros de cuarta” que vienen con pretensiones porque aquí están todos los famosos. Y estaban todos, verdaderamente. La cola, afuera, se extendía hasta después de la una de la madrugada. Había que probar los “ñoquis al gauchito”, la especialidad de la casa, y terminar con el Fernandito, el postre fundamental.
El gran amigo de Pepe era Alberto Cortez, infaltable en cada visita al país. Pero también asistían religiosamente un Serrat joven y avasallante y Paco de Lucía, el guitarrista exquisito, que una noche emocionó fuerte a Amelita Baltar. Moria Casán entraba arrolladora, cada noche. Y el Negro Olmedo mostraba la otra cara de su perfil de cómico incomparable. Serio, distante, comandaba una mesa de afectos íntimos, con cara de pocos amigos. Una noche el Turco Asís me apostó que iría con Graciela Borges. No le creí, claro. Pero cuando llegué estaban en mesas contiguas y luego entre todos compartimos un champán.
Mi socio de las rutinarias visitas gastronómicas era Juancito Bairo, el jefe de Fotografía de Clarín. Y otro contertulio habitual era Juan de Biase, mi jefe y maestro. Cuando venía el cubano Silvio Rodríguez Pepe me decía: “Mirá esto”. Sacaba un carnet de la Falange española, trucho claro, y se lo iba a mostrar al cantor revolucionario. Se reía Rodríguez, pero volvía. Luis Miguel, de pantalones cortos, iba con su padre argentino. Ricky Martin, también pibe. Julio de Grazia era cliente infaltable. El Gordo Porcel, Calabró (con su inseparable Coca), Luppi, Alterio, Carlos Monzón con Susana Giménez, Leonor Benedetto, Susana Traverso, Angelo Milano, el peluquero, Solita Silveyra, Ana María Picchio, Cecilia Di Carlo… Imposible enumerar porque cualquiera que tuviera curiosidad o buscara promoción daba el presente.
No existían las redes sociales, por supuesto. Una trasnoche, cuando ya empezaba la decadencia, en el albor de los 90’, la Negra Marisa, incansable fotógrafa de la noche, buscadora de estrellas, lo invitó a Alberto de Mendoza, porteño de alma, aunque criado en Madrid, pintón, ganador, ya grande, a sentarse a la mesa con nosotros y contó historias de su paso impresionante por la televisión. Eramos pocos. Y le recordé una famosa escena de “Yo y un millón”, cuando yo era muchacho, allá por 1960. Se llamaba Fernando de Madariaga en la ficción de cada noche en la tele. Tenía que actuar una caída desde lo alto del Albergue Warnes, en La Paternal. Tiraban un muñeco, lógicamente. Pero cuando cayó los que se acercaron gritaron “Alberto… Alberto”, en lugar de “Fernando”. Se armó un alboroto fenomenal. Porque se lo creyó muerto de verdad. Se hizo para probar la repercusión, dijo el director. “Fue un truco como el de Orson Wells cuando dio como cierta, por radio, la llegada de los marcianos. Creí que nos echaban a todos. Pero seguimos dos años más”. Después siguieron “El Jefe”, “El Oriental” y “El Rafa”, tres éxitos bárbaros”. Alberto había sido el Gardel de las telenovelas. Y me contó el secreto de su bisoñé, imperceptible. “Me lo hicieron en España… No lo difundas…” Ya prescribió el pacto.
Pero todo fenómeno termina. Y el famoso y entrañable Fechoría fue cayendo hasta desaparecer. Pepe aportó su nombre a un nuevo restaurante en Puerto Madero. Ofició de “llamador”. Y a otro en Juramento, cerca de Cabildo. Pero ya nada fue igual. José Alberte volvió a su pueblo de Galicia para vivir sus últimos años. Y hace pocos días murió a los 85. Se llevó con él un pedazo grande de la bohemia de la noche porteña.
CLARIN