07 May Los editores que amaban a los perros
Por Hinde Pomeraniec
Alfred A. Knopf tenía 23 años en 1915, cuando su padre le prestó los 5000 dólares con los que se lanzó al negocio. Junto con Blanche Wolf, su novia, que por entonces tenía 21 años -ambos judíos neoyorquinos, hijos de inmigrantes-, decidieron que su futuro estaba en los libros y que esa pasión común por la lectura, que había sido una de las grandes coincidencias entre ambos, además podía ser un próspero negocio. Decidieron también que para su catálogo, la forma y la excelencia de la edición serían tan importantes como el contenido de sus libros y el nombre de sus autores, y hacia allá fueron, con trabajo y tenacidad.
Blanche pensó que la imagen de un borzoi, ese tradicional galgo ruso al que amaba Trotsky y al que homenajea Leonardo Padura en su famosa novela, podía darle un potente rasgo de identidad al sello. Blanche se convirtió en la única empleada de la firma, mientras él salía personalmente a vender sus obras. Le creyó cuando él le dijo que el mundo editorial no estaba preparado aún para aceptar a una mujer como editora, pero que después de un tiempo iba a añadir su nombre al logo de la marca. Con el correr de los años, no dejó de lamentar que su marido no cumpliera su promesa, pero eso no la hizo abandonar la empresa. En realidad, no abandonó ninguna de las empresas que fundaron juntos, pese a la decepción y el desengaño: hasta su muerte, en 1966, siguió siendo el alma de la editorial y también la esposa del gran editor estadounidense.
Una biografía de reciente aparición y título extenso y algo redundante (The Lady with the Borzoi: Blanche Knopf, Literary Tastemaker Extraordinaire, de Laura Claridge) intenta ubicar en la historia a la señora Knopf como la verdadera hacedora de los éxitos de la editorial. Ella se inclinaba por la ficción y la poesía, a él le interesaban los libros de no ficción. Fue por ella que se firmaron los contratos con los maestros de la novela negra Dashiell Hammett, Raymond Chandler y James M. Cain. Cuando advirtieron que les iba a ser difícil competir por más talentos locales, comenzaron a viajar en busca de textos y firmas a Europa y América latina, y así incorporaron al catálogo autores como Thomas Mann, Camus, Gide, Sartre, Simone de Beauvoir y Jorge Amado.
Hay que ser justos: para la época en que Blanche tejía contratos, seducía autores y leía manuscritos, el trabajo de una mujer en el mundo editorial pasaba por invisible, más allá de la voluntad de su esposo. Tanto es así que en 1965 no se le permitió ingresar al Publisher’s Lunch Club por ser mujer y que cuando Brasil la condecoró, la prensa tituló que habían premiado a “la esposa de un editor”. Si a esto se suma la necesidad imperiosa de Alfred por figurar y su poca disposición a otorgarles créditos a los demás, el espacio para ella estaba definido y, así, su resentimiento de por vida.
Aunque nunca se divorciaron, hacían vidas separadas. Mientras Blanche vivía en su departamento de Manhattan, Alfred se había instalado en la residencia que tenían en Purchase, Nueva York. Él no parecía un hombre de pasiones y el sexo representaba apenas una necesidad fisiológica que satisfacía con prostitutas que, a veces, compartía con su único hijo, Pat. Blanche, en cambio, siguió buscando amor, y no sólo en los libros que contrataba. Fueron bien conocidos sus romances con varios músicos de la época -como souvenir, a todos les regalaba un encendedor Dunhill con monograma-, aunque su gran romance parece que fue con un ignoto francés llamado Hubert Hohe, un vividor a quien Blanche llegó a comprarle un departamento pegado al suyo. La ingratitud de Hohe fue tan feroz como la pulsión autodestructiva de Blanche: cuando finalizó el romance, el francés siguió viviendo allí, mientras ella, al otro lado de la puerta secreta que mandó a construir para unir los departamentos, no podía evitar escuchar las escenas de sexo con sus nuevas amantes.
Las discusiones entre Alfred y Blanche en la editorial son legendarias. Sus logros, también. Las novelas de Hammett, los libros de cocina de Julia Child y la aséptica espiritualidad de El profeta, de Khalil Gibran, fueron los grandes éxitos de la editorial que hoy integra el arco de sellos de Penguin Random House. Irónicamente, sobre el final de su vida, Blanche era un fantasmita ciego. Las pastillas para adelgazar la habían convertido en un espectro y un glaucoma la privó de la vista y de la lectura. En 1963, supo que tenía cáncer de hígado, pero siguió yendo a la oficina hasta el último día. Al morir, su editorial había publicado a dieciséis premios Nobel y veintisiete Pulitzer. El sello continuó y las cifras se incrementaron: hoy son sesenta los Pulitzer y veinticinco los Nobel publicados por Knopf. Alfred murió en 1984. El nombre de Blanche sigue ausente del logo.
LA NACION