Entrar al mundo de los sueños, siguiendo al conejo negro

Entrar al mundo de los sueños, siguiendo al conejo negro

Por Delfina Krüsemann
La cita es un miércoles a la tarde en San Telmo. Toco el timbre y al rato aparece una mujer joven y sonriente. Se llama Virginia y me conduce hasta su casa-taller, en el segundo piso del edificio. “Bienvenida a nuestra tienda de máscaras”, dice y abre la puerta. El lugar huele a mezcla de palosanto y pan tostado, hay cuadros y atriles en cada rincón y me siento transportada a una buhardilla parisina. Pero lo que enseguida me llama la atención es la pared abarrotada de máscaras.
Algunas llevan pequeños cuernos rojos, largas narices puntiagudas o cicatrices sangrantes. Las hay peludas, dientudas, redondas, alargadas, rasposas. Así son las creaciones de Sigue Al Conejo Negro, el colectivo creativo que formaron Virginia Rivero y Hernán Ferrari en 2014. “Fue pasando el tiempo y un día empezamos a sentir que estas máscaras tenían vida propia. Ése fue el origen de REM”, explica ella. Algo me dice que es mejor no indagar demasiado, para poder vivir sin preconceptos esta experiencia teatral performática que invita al público “a adentrarse en el mundo de los sueños”. REM son las siglas de Rapid Eye Movement, o movimientos oculares rápidos, y refiere a ese estadio en el que soñamos más intensamente-. Me aboco entonces a lo que vine a hacer hoy: retirar mi “entrada”, que no es un clásico rectángulo de papel con código de barras electrónico, sino una máscara artesanal que voy a tener que usar durante toda la función. En la pared de mil rostros, también cuelgan las entradas para REM: todas pintadas en blanco y negro, pero cada una con un diseño único e irrepetible. Algunas me hacen pensar en los antifaces con forma de ave siniestra del Carnaval de Venecia. Al final, elijo una de curvas hipnóticas que esconde la mitad de mi cara, desde la frente alta hasta los pómulos; es rugosa al tacto y concluyo que, por sus cejas bien marcadas, tiene expresión como enojada, o quizás sea de sorpresa.
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Dos días después, ya es noche cerrada cuando atravieso (algo aprensiva) el semi descampado aledaño a la estación de Retiro, ahí donde la coqueta Suipacha muere sobre la aún más elegante Avenida del Libertador. Pero no hay nada de sofisticado en este predio de barro y charcos de lluvia, donde confluyen vagones de tren en desuso, vías ferroviarias que ya no llevan a ningún lado y el inmenso galpón-atelier del genial Carlos Regazzoni, quien a partir de chatarra dio vida a una prolífica obra artística. Acá funciona su bodegón El Gato Viejo (muchas veces definido como “el restaurante más excéntrico de Buenos Aires”), y hace un tiempo inauguró también su teatro. Quizás para emular esa sensación de que, cuando soñamos, no sabemos bien dónde estamos, REM se define como una experiencia itinerante. Pero, al menos por las próximas semanas, el teatro Regazzoni es su hogar.
Esquivo el último charco de un salto y golpeo la entrada de chapa. Criiiiiiiic hace la puerta corrediza, y me recibe un hombre-conejo que gentilmente me pide que ya mismo me ponga mi máscara. Obedezco y, ahora sí, me deja pasar. Una luz blanca me enceguece y de repente estoy rodeada de tiras y más tiras de papel de diario, que cuelgan del techo hasta el suelo en prolija procesión. No soy la primera en llegar: hay una pareja joven que no para de sacarse selfies y una mujer-gato me saluda con risa tímida. Pasan los minutos y entran otros participantes, todos con la cara cubierta. Mientras esperamos, recuerdo que siempre odié Alicia en el País de las Maravillas. Para mí, es la historia de una pobre nena, sola y perdida, que en vano intenta buscar ayuda y encajar en un mundo demasiado diferente: es o demasiado grande o demasiado chica. ¿Qué pasará hoy, que me dispongo a seguir al conejo negro y no al blanco como Alicia? Comienza el espectáculo. Sentados en unas banquetas con frazadas para hacer frente al frío del galpón, siento que la expectativa de la audiencia crece. La música electrónica en vivo, a cargo de Myte y sus Linternas Verdes, y las proyecciones psicodélicas de video nos empiezan a poner en clima. Hasta que se escucha una voz en off: “Ya estás acá. A este mundo se ingresa con máscara. Respirá y, cuando diga ?diez’, vas a abrir los ojos y vas a estar dentro. Uno… Dos? No quiero que pienses, estamos cerca, muy cerca de entrar a REM. Tres, cuatro? Tus ojos pesan un poco más. Cuando llegue al número diez, vas a abrir los ojos y vas a estar en REM”. Me resulta increíble, pero admito que esta introducción cuasi hipnótica funciona.
Termina la cuenta regresiva y hace su gran aparición el conejo negro. No estará solo: a lo largo de la experiencia, irán presentándose la mayoría de esas máscaras que conocí primero colgadas y estáticas en la pared, pero que ahora se transforman en criaturas completas, poseyendo unos cuerpos vivos, maleables, vulnerables, retorcidos. Y también desnudos.
Víctimas y victimarios, manipuladores y manipulados. REM trabaja con máscaras, pero no deja títere con cabeza: es una crítica al sistema educativo, al entretenimiento chatarra, a los medios de información, a Internet y a la política. Más que introducirme en el mundo de los sueños, siento que me quiere hablar de una realidad cotidiana que se representa como lo más cercano a una pesadilla. Por momentos, los seres oníricos nos invitan a seguirlos hacia distintos puntos del espacio, a ser cómplices de sus acciones e incluso a terminar en un gran baile con mucho de catártico. Y ahí vamos, un poco envalentonados con esto de tener los rostros escondidos y no poder reconocernos demasiado.
Revelar el desarrollo paso a paso de la obra sería arruinar la experiencia para quienes se sientan seducidos por su propuesta. Quizás sí haya que aclarar que REM no es para cualquiera o, mejor dicho, que no es para un público que se impresione fácilmente. Última escena. Los artistas aparecen desenmascarados y sonrientes, primero nos hacen bailar y luego quieren charlar con el público. Saludo a Virginia y le empiezo a contar cómo me fui sintiendo a lo largo del espectáculo. Sigue la música y las proyecciones en continuo mantienen la atmósfera del show, pero en un momento me doy cuenta de que soy la única que sigue con la cara escondida. Cuando me saco al antifaz, me siento vulnerable, como desnuda. Ahora sí, la función terminó.
LA NACION