24 May Animales que ayudan: cada vez más caballos y perros son usados en terapias
El 7 de agosto de 2013, mientras vivía en Singapur, a María Masino le diagnosticaron, por una colonoscopía, cáncer de colon en fase cuatro, con metástasis en el hígado y pulmón. Tenía 38 años. “En una carrera contra la muerte, me operaron desde las 12 de la noche hasta las cinco de la mañana”, recuerda.
Tras el post-operatorio, volvió a instalarse en Buenos Aires luego de trece años en el exterior, para comenzar con su tratamiento oncológico. “Cuando llegué, no tenía posibilidades de sobrevivir: ni siquiera un 1% de chances de llegar a una segunda cirugía. Los primeros tres meses de la enfermedad fueron muy oscuros, no había ningún vínculo social que me pudiese sacar del pozo”, cuenta María, que hoy tiene 40 años y es mamá de Sophia, de cuatro. “De a poco, fui escuchándome, haciendo una purgación entre lo que me hacía bien y mal. Y una de las cosas que siempre me hizo mucho bien, fue el contacto con los caballos”. Su papá, Anselmo, había sido veterinario de caballos de carrera; y, desde muy chica, ella lo acompañó en su trabajo. Aunque era una amazona experimentada, su enfermedad le impedía volver a saltar (su gran pasión), y decidió empezar con equinoterapia en el Hipódromo de Palermo. “Desde ese momento, los caballos fueron mi pulsión de vida”, asegura con voz firme.
Las intervenciones asistidas con animales (IACA) – aquellas que intencionalmente incluyen o incorporan animales como parte de un proceso terapéutico, paliativo, psicoeducativo, pedagógico, lúdico o ambiental- son una tendencia que, en los últimos años, creció de forma notable, abarcando diversos ámbitos. Así lo explica Susana Underwood, veterinaria, coordinadora del Programa Discapacidad y Universidad de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y docente responsable de la cátedra de IACA en la Facultad de Veterinaria.
Según la especialista, si bien el registro de los efectos benéficos que el trabajo con animales tiene para el ser humano, tanto en su salud física como en la calidad de vida, se remonta a la antigüedad, en las últimas décadas se incrementó notablemente la implementación de este tipo de intervenciones. “En nuestro país, las IACA tienen unos 30 años, pero actualmente se está produciendo un aumento incesante de las mismas”, dice. Advierte que no existe una legislación a nivel nacional que las regule, estableciendo requisitos tanto para las personas que las llevan adelante, como para los animales que se utilizan: “Esto hace que, muchas veces, sean realizadas por gente sin formación, con los riesgos que esto conlleva”.
Con respecto al número de organizaciones e instituciones que ofrecen este tipo de actividades, sostiene que “lamentablemente, se desconoce siquiera un número aproximado. Algunas estimaciones, dicen que habría más de 700 centros que se dedican a intervenciones con caballos en todo el país, pero no existen registros”.
Múltiples beneficios
Las IACA incluyen, entre otras áreas, las terapias (son dirigidas por un profesional de la salud, con objetivos y registro de la evolución del proceso: por ejemplo, la equinoterapia) y las actividades (interacciones con fines recreacionales, motivacionales o lúdicos). Underwood destaca que los animales que participan de estas prácticas (principalmente, caballos y perros) actúan siempre como “facilitadores”, pero “es importante remarcar que no curan”. “No estoy de acuerdo con quienes dicen que el animal es un co-terapeuta”, opina. Además, afirma que la base de estas intervenciones es el vínculo con los animales, por lo que no deben imponerse a personas que no están interesadas o no sienten empatía con aquellos.
Otra característica, es su condición de interdisciplinarias: “Es clave que haya una relación permanente entre los distintos profesionales involucrados, desde kinesiólogos y psicólogos, hasta veterinarios y terapistas ocupacionales”, dice Underwood. Y remarca que no hay una raza que sea ideal para este tipo de intervenciones: “Lo que se selecciona es el individuo: debe tener características que lo hagan apto (ser dócil, confiable, predecible y que le guste trabajar con las personas) y estar adecuadamente adiestrado para desarrollar determinadas habilidades”.
Entre los beneficios, las prácticas con animales pueden generar interés por actividades grupales y oportunidades de intercambio, reducir la ansiedad o el estrés, mejorar el manejo de la persona en medios no convencionales y aumentar la motivación para realizar tareas cotidianas o cumplir tratamientos, acortando sus tiempos. Además, incentivan la estimulación multisensorial (táctil, olfatoria, auditiva, cenestésica, propioceptiva y laberíntica que actúan a nivel psico-neuro-inmuno-endocrinológico), y cambian de lugar a quien tiene una discapacidad o enfermedad: pasando del rol del que es cuidado (destinatario de varios tratamientos) al de cuidador.
Uno de los principales objetivos que se propuso María al comenzar equinoterapia, fue llegar física y mentalmente fuerte a la segunda cirugía de alta complejidad que debió afrontar. Y lo consiguió. “Una tarde, cuando el profesor nos sacó a la pista, vi con absoluta claridad, en esa inmensidad, que tenía que volver a tomar las riendas de mi vida, por más duro y doloroso que fuese el desafío”, confiesa. Esa experiencia, fue definitiva: “Salir de una cirugía o de una quimioterapia y poder subirte a una bestia de 700 kilos, te empodera como persona y paciente. Es como decirle a la enfermedad: `Yo puedo con vos. Y sino puedo vencerte, puedo cohabitar, te puedo direccionar´. Fue la primera vez en mucho tiempo que empecé a sentirme bien”.
Según María, aprender a cohabitar con el cáncer de colon es un trabajo de todos los días. “La actividad ecuestre te saca de tu zona de confort, te empuja a superar los obstáculos, a intentar todo el tiempo, a concentrarte en el desafío”, cuenta. “Es toda una escuela: las dos primeras cosas que aprendes, son que montar implica en algún punto un riesgo de vida y que si te caes, tenés que volver a levantarte”.
Juan Manuel O’connor, jefe de Tumores Gastrointestinales del Instituto Fleming y médico de Masino, apunta que la actitud de su paciente cambió “totalmente” desde que retomó el contacto con los caballos: “Se nota un posicionamiento diferente en cuanto a la enfermedad. Es mucho más positiva, emprendedora, y modificó su visión de lo que implica un tratamiento crónico: lo asume de otra manera”. Agrega que realizando actividades de ese tipo, los pacientes se olvidan por un rato de la enfermedad, y esa recreación les permite que mejore su estado psicofísico. Además, son como una “compensación placentera” a todo lo que deben atravesar.
Tras un año de equinoterapia y habiendo respondido a su tratamiento de forma positiva, María quiso volver a saltar. Así llegó al Centro Ecuestre Palermo donde, junto con el equipo de profesionales de la institución, se encuentra sumergida en un nuevo desafío: el desarrollo de “Caballos por la vida”, un programa de soporte al paciente con cáncer. “Si bien hay muchos programas de equinoterapia, el cáncer es muy particular: por la lucha permanente contra la muerte. El desafío más grande no es el biológico, sino el mental”, sostiene. “El programa es pago, pero estamos buscando activamente sponsors para hacerlo accesible a través de un sistema de becas”.
María Paz Pinto, coordinadora de equinoterapia del centro, explica que esta disciplina se propone contribuir al desarrollo cognitivo, físico, emocional, social y ocupacional, de quienes tienen algún tipo de discapacidad, enfermedad o necesidad especial. Para ella, los caballos generan múltiples beneficios: “Su temperatura corporal es de 38 grados. Cuando empiezan a hacer ejercicio, ese calor corporal aumenta y se trasmite al jinete, provocándole una relajación”, dice. “Además, sus movimientos rítmicos hacen que la persona gane tono muscular; mientras que su paso tridimensional, muy similar al del ser humano, ayuda en el equilibrio y la concentración”. Por otro lado, se trata de animales “muy sociales, que logran establecer un vínculo con la persona”, permitiéndole a ésta aumentar la autoestima y confianza en uno mismo.
Compañeros de vida
Francisco Colombo corre a abrir la puerta de su casa en Nordelta, donde vive con sus padres y tres hermanos mayores, con una sonrisa de oreja a oreja. Está acompañado de Pepa, su perra, una labradoodle que lo sigue a todos lados moviendo la cola. “Es mía, pero la comparto”, dice mientras la acaricia. Esa mañana, lleva puesta una camisa azul, como sus ojos, que están protegidos por unos anteojos especiales sujetos a su cabeza con una bandita de goma. Tiene cuatro y una energía desbordarte.
Su mamá, Eugenia, cuenta que cuando tenía seis meses, a Frany le diagnosticaron síndrome de Marfan, una enfermedad poco frecuente: “Se caracteriza por laxitud en el tejido conectivo, que está en todo nuestro cuerpo, incluso en los ojos. La mayor complicación, es que la aorta se dilata, y hay que controlarla para que no sufra un aneurisma”.
El otro gran riesgo, es el de desprendimiento o luxación del cristalino, lo que puede provocar la pérdida de su visión. Frany pasó su primer año de vida a upa. “Teníamos temor de dejarlo gatear, que se golpeara y se desprendiera su cristalino. Hoy usa anteojos especiales”, agrega Eugenia.
A partir de su diagnóstico, el bebe comenzó con una batería de terapias, desde kinesiología, hasta hidroterapia y terapia ocupacional. “Debía pasar por montones de intervenciones, y todo eso lo canalizaba mordiendo, gritando, poniéndose nervioso cuando había mucha gente. No podía dormir y tenía muchos desregulamientos sensoriales”, cuenta su mamá. “Me puse a pensar qué podía hacer para que pudiese sobrellevar de otra forma lo que le estaba pasando. Como a mí siempre me gustaron los perros y a él también, me dije que necesitaba uno que fuese suyo, un compañero de vida”.
En Internet, dio con Patricia Medardi, veterinaria, técnica en terapias con perros, y mamá de tres hijos, entre ellos Mateo, de 12 años y con autismo. En 2010, Patricia había traído a Argentina unos ejemplares de labradoodles para él. “Lo primero que le dije a Euge cuando vino a verme, es que un perro no es un terapista. La clave de estas intervenciones, es que para la persona el animal sea un refuerzo, una herramienta, y para eso es fundamental que tenga empatía con aquel”, dice Patricia. “No toda las personas que tienen una discapacidad o enfermedad precisan el vínculo con un perro”.
Las prácticas con perros se utilizan en diversos ámbitos. Por ejemplo, en escuelas comunes, especiales o inclusivas, permiten plantear objetivos educativos y sociales, como aprender a cruzar la calle. Además, en los niños y jóvenes con dificultades madurativas pueden mejorar la expresión de emociones, deseos y necesidades, aprender a focalizar la atención o incorporar lenguaje.
Medardi esperó a que naciera un cachorro “ideal” para Frany: de temperamento equilibrado, tolerante y con interés en estar con las personas. Una vez que seleccionó a Pepa, comenzaron a crear el vínculo entre la perra y el bebe, buscando que aquella se adaptara a sus necesidades. El flechazo entre los dos fue inmediato. “Al no poder gatear, Frany perdió una etapa fundamental en el desarrollo madurativo de su sensorio”, remarca la veterinaria. “No registraba su propio cuerpo, y eso lo llevaba a no poder dormir por las noches”. Se estimuló el contacto corporal del nene con Pepa, entrenando a ésta para que pudiese dormir de forma paralela a él: así, el bebe logró descansar.
“Trabajamos junto con el equipo de profesionales que coordinaban las terapias de Frany, para que pudiese hacer los mismos ejercicios, pero de una forma mucho más placentera y divertida. Se lograron los mismos objetivos, en un tiempo menor”, cuenta Patricia. Por ejemplo, cuando tenía que trabajar su motricidad fina, lo hacía poniendo ganchos de ropa en el pelo de Pepa; y las sesiones de kinesiología se hacían mientras la paseaba. De ese modo, dio sus primeros pasos: “Ella era su apoyo al caminar, ya que la movilidad de Francisco era muy inestable. Cuando la agarraba, él se sentía seguro”.
Frany se sube a su bicicleta, sin pedales, y agarra la correa rosa de Pepa. Mientras corre a toda velocidad por la placita frente a su casa, lo sigue a su lado, sin atravesarse. “Están siempre juntos”, dice Eugenia. “Él no puede hacer actividades como andar a caballo o jugar al rugby, como sus hermanos. Y quien lo acompaña todo el tiempo, estoica, es Pepa. En lo que más le suma, es en lo emocional”.
Romper barreras
Un parto problemático hizo que Yael “Yayu” Mercado llegara al mundo luchando por su vida: la secuela, fue una parálisis cerebral, una cuadriparesia que afecta su motricidad. Quienes la conocen, la definen como muy positiva, aplicada, amiguera. Pero, sobre todo lo demás, una chica que siempre va para adelante. Tiene 11 años, está en sexto grado y es primera escolta de su escuela. Además, estudia inglés y hace teatro. Sentada en sus silla de ruedas, en el cuarto de su casa de Pecheco, donde vive con sus padres, Diana y Guillermo, repasa un apunte sujeto a un atril, sobre una mesita, rodeada de muñecas, peluches y fotos familiares. A su lado, echada sobre el acolchado rosa de la cama, su perra Penélope, una golden retriever, no la pierde de vista.
“Cuando Yael era chiquita, teníamos un perro, pero por los movimientos bruscos de ella, se asustaba y no quería acercarse. Las dos deseábamos que pudiese tener una mascota que la acompañe”, cuenta Diana. Así conoció a María Marta Aguirre Paz, psicóloga, entrenadora de perros de servicio y fundadora de Dogs for Change. Esta organización social, nació hace dos años y lleva diez perros entrenados, entre los que se utilizan para terapias asistidas y los entregados como de servicio.
La nena eligió la raza del animal, y María Marta seleccionó el cachorro que consideró más adecuado. Durante el entrenamiento, se buscó palabras que se adaptaran a las posibilidades de pronunciación de Yayu, que tiene dificultades en el habla. Se eligieron algunas de una sola sílaba, o en inglés. A Penélope, le dice “P”.
“En el caso de las personas con discapacidades motrices, los perros contribuyen sobre todo en el autoestima y ayudan a romper barreras, haciendo que sea menos difícil interactuar con otras personas”, dice María Marta. “Además, está el soporte emocional: lo que significa tener un animal que te hace compañía, te despierta, camina junto a tu silla de ruedas. Es una presencia siempre cálida, dispuesta y amorosa”.
Diana, dice: “Queríamos un perro que la pudiese acompañar a todas partes. Los viajes en auto solían ser muy malos para Yayu: siempre se descomponía. Pero desde que está con P, se distrae y ya no le pasa”. Con un chalequito azul con la inscripción “perro de servicio”, la perra camina junto a Yael, que la lleva de la correa. “Para mí, es una manera de saber que está siempre acompañada, porque no tiene hermanos y no puede estar con nosotros o con amigos todo el tiempo. Cuando está en su silla eléctrica, con P pueden pasear y alejarse un poco solas: a ella le da más independencia y yo me quedo tranquila de que están juntas”.
Entre risas, Yael cuenta: “Si estoy triste, está conmigo. Si hago pijamadas, se queda despierta”. Su mamá agrega: “Les dicen el dúo petardo: hacen todo juntas. P la acompaña a sus terapias y la ayuda en la parte social: cuando sale con la perra, los nenes se le acercan a hablar y le preguntan sobre su situación, pero desde otro lugar”. Mientras se alejan hacia la plaza, la nena aprieta en una sola palabra todo lo que le da P: “Amor”.
LA NACION