14 Apr Yuri Gagarin, el hombre que cumplió el sueño de conquistar el espacio
Por Alberto Amato
Fue el Cristóbal Colón del espacio. Hace 55 años, y cuando el mundo era otro mundo, Yuri Alexeievitch Gagarin, que con esos nombres y ese apellido bien pudo ser un personaje de Dostoievsky, se convirtió en cambio en el primer hombre en orbitar la Tierra, en salir de la atmósfera, en adentrarse en una inmensidad todavía no develada. Fue el primer hombre en el espacio, el pionero, el adelantado, el colonizador, si aquello se hubiese colonizado.
Todo duró 108 minutos: sólo una órbita a la Tierra. Gagarin, que era un chico de 27 años recién cumplidos, casado y con dos hijas, mayor de la fuerza aérea de la entonces Unión Soviética, tripuló, como único piloto y tripulante, la nave espacial Vostok 1, trepó 302 kilómetros de altura a una velocidad de 20 mil kilómetros por hora y dejó atrás la gravedad de la Tierra, en un cachivache con una consola inferior a la de un videojuego y menos memoria en su cabina de mandos que la que tiene hoy el celular de todos los días.
Fue parco, muy soviético, no dejó ningún mensaje para la historia, como haría ocho años después el primer hombre en pisar la Luna, Neil Armstrong. A Gagarin le computan una frase en la hora y 48 minutos de su hazaña: “El vuelo se desarrolla con normalidad y yo estoy bien”.
Al llegar a la Tierra sano y salvo, obró como lo que se suponía era un buen comunista. Dijo: “Informen al partido, al Gobierno y personalmente a Khruschev que el aterrizaje del navío cósmico en el que me encontraba se efectuó normalmente”. Después fue menos formal y más preciso: “El cielo es totalmente oscuro y la Tierra tiene un color azul muy claro”.
Había empezado una nueva era en el mundo. El periodista anónimo que tituló la portada de Clarín del 13 de abril, lo puso con esas palabras “12-IV-1961: Comienza una nueva Era. El Hombre Invade el Espacio”. Era sólo una muestra del júbilo mundial que desató la hazaña.
Pionero. Gagarin orbitó la Tierra en 108 minutos en 1961. Tenía 27 años. ap
Aquel mundo de entonces estaba metido en los pantanales de la Guerra Fría. El Khruschev al que quería Gagarin que le informaran de su aterrizaje, era el líder del comunismo mundial y estaba enfrascado en derrotar a los Estados Unidos en la carrera espacial que apenas había empezado y que no tuvo como origen, al menos en el alma de los soviéticos, conquistar un mundo nuevo, sino espiar desde el espacio a los Estados Unidos, que a su vez espiaban desde el aire a la URSS con sus aviones asentados en bases aéreas instaladas en Turquía y Afganistán. Así lo cuenta en un libro fantástico Serguei, el hijo de Khruschev que vive en Rhode Island.
La verdad era que la URSS aventajaba entonces a los Estados Unidos. En 1957 había lanzado el primer satélite artificial, “Sputnik”, y en noviembre de ese año otra nave tripulada por una perrita, “Laika”, que murió al llegar a Tierra: la primera mártir del espacio. La osadía soviética hizo que un periodista le preguntara a un prestigioso científico estadounidense qué pensaba la ciencia americana que hallarían en la Luna. Y el tipo contestó “Rusos”.
La tapa de Clarín del 13 de abril de 1961 muestra la vuelta a la Tierra realizada por Yuri Gagarin un día antes.
La hazaña de Gagarin hizo que Estados Unidos impulsara a la NASA como la nave madre de la batalla por la conquista del espacio. El entonces presidente John Kennedy anunció en septiembre de 1962 la decisión de su gobierno de enviar un hombre a la Luna antes del final de esa década fantástica que fueron los ’60. Así empezó la conquista espacial, que aún no terminó de empezar.
Para Gagarin fue toda la gloria. Fue ascendido, condecorado y declarado “Héroe de la Unión Soviética”, lo alabaron los políticos, le cantaron los poetas, el Vaticano dijo de su aventura: “Un momento memorable”, viajó por todo el mundo para promocionar su hazaña y a la URSS, escribió un libro, “Veo la Tierra” y, fugaz como su viaje al espacio, se mató el 27 de marzo de 1968, a los 34 años, al mando de un MiG-15UTI que se estrelló en Novosyolovo, cerca de Moscú. Sus cenizas descansan en las murallas del Kremlin.
CLARIN