Sobre la huelga como un estilo de vida

Sobre la huelga como un estilo de vida

Por Mathalie Kantt
El Museo Picasso, en el Marais, empezó la segunda semana de marzo en huelga. La retrospectiva sobre las esculturas del artista malagueño, que después del MoMA de Nueva York tenía que inaugurarse el martes 8 en París, no abrió sus puertas por la medida de fuerza que votaron los agentes de seguridad, en reclamo de mayor personal. La vernissage del lunes también fue cancelada, ante la mirada desorientada de los invitados internacionales y la resignación de los franceses, en un país donde la opinión pública tolera las manifestaciones como ninguna.
El miércoles, el ritmo de París se detuvo por un paro general que perturbó los transportes, en particular los trenes que todas las mañanas llegan desde las afueras de la ciudad. En protesta contra las reformas laborales que quiere hacer el gobierno, unas 300.000 personas salieron a las calles de todo el país, de las cuales 60.000 (promedio de las estimaciones de la policía y de los sindicatos) en París. Los siete sindicatos tuvieron el apoyo de varias organizaciones estudiantiles, con particular presencia del secundario.
Modo francés de expresión por excelencia, las manifestaciones en la calle son heterogéneas y revelan el gran compromiso de este pueblo con un modelo por el que lucharon y que no están preparados a modificar. No importa que las cuentas no cierren y que el mundo ya no sea el mismo, reformar este país es increíblemente difícil. No importa que haya abusos de todos lados, modificar algo es como querer empujar un elefante.
Si bien ese compromiso social es en parte un ejemplo y tiene algo de poético, también revela un costado incomprensible. Los 35.000 franceses -en su mayoría, jóvenes- que se fueron a vivir a Londres suelen explicar que el mercado laboral es más práctico y menos burocrático que el francés, que allí tienen mayores posibilidades de crecimiento, y que escapan del inmovilismo de este país. Aunque la alcaldesa de París no se cansa de inaugurar nuevos espacios para startups y artistas, lo cierto es que esta ciudad es percibida como complicada cuando se trata de llevar adelante un nuevo proyecto. Las cargas sociales y los límites laborales frenan esos sueños, y los franceses prefieren ir a crear algo bajo la llovizna británica, mirando el Big Ben y degustando un Victoria Sponge Cake.
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Más allá de la pertinencia o no de las últimas reformas propuestas, lo cierto es que hay algo que debe cambiar. Los franceses crecen aprendiendo que lo más importante y a lo que deben aspirar es un CDI, ese contrato de duración indeterminada que permite formar parte de la planta permanente de una empresa y acceder a enormes beneficios, como cinco semanas de vacaciones remuneradas y un límite legal de 35 horas semanales de trabajo. Viven soñando con ese añorado CDI porque este estatus les abre puertas: para alquilar un departamento o sacar un crédito, el CDI es indispensable. Por más que se presenten varias garantías, un banco o un propietario siempre preferirá tener como cliente o inquilino a un empleado fijo del correo (en Francia no está privatizado) que cobra 1800 euros al mes antes que a un director de publicidad, bailarín o arquitecto que cobra el doble como freelance, con trabajos temporales o por proyecto. Quizá sea eso lo que debe cambiar.
LA NACION