Los periodistas deben salir más

Los periodistas deben salir más

Por Simon Kuper
Cuando Spotlight ganó el Óscar a la mejor película, todos los periodistas de prensa escrita festejaron. Pero la celebración de los valientes reporteros de Boston Globe que investigaron a sacerdotes pedófilos halaga a nuestra agonizante industria. La mayoría de la gente descree de nosotros y ha dejado de comprar nuestros productos. Los populistas en particular, desde Marine Le Pen hasta Donald Trump, viven de insultarnos a nosotros. Y lo que es peor, tienen un propósito. Nos desconcierta el ascenso de esos políticos en gran parte porque rara vez hacemos informes desde lugares –mayormente de zonas poco habitadas y pueblos pobres– donde viven sus votantes. Los periodistas de países occidentales (incluyéndome a mí) tienden a amontonarse en unas pocas ciudades grandes, y a hablar con gente como nosotros. No sorprende que las personas a las que excluimos estén enojadas.
Cuando una clase gobernante inteligente se topa con el enojo popular, sabe qué hacer: cambia un poco para que todo se mantenga igual. El caso clásico es el de Gran Bretaña del siglo XIX: los ricachones evitaron la revolución y se aferraron al poder permitiendo gradualmente que vote más gente común y corriente. Hoy, los medios –al igual que todos los grupos del establishment– deben cambiar. Los periodistas deberíamos distribuirnos por las provincias y escuchar a la gente común.
Los medios nacionales probablemente siempre han hecho una cobertura exagerada de la metrópolis. Cuando empecé a leer diarios británicos mientras era adolescente en Londres, supuse que estaba leyendo ediciones locales de Londres porque casi todas las noticias eran sobre esa ciudad (al norte del río). La primera vez que fui a otro lugar de Gran Bretaña y compré un diario nacional, lo noté: es un diario de Londres. Sólo que lo llaman diario nacional. Hasta principios del S.XXI, los países occidentales también tenían diarios locales fuertes, desde el Boston Globe hasta el Yorkshire Evening Post. Y las provincias recibían cobertura.
Luego, Internet destruyó a los diarios locales. Hasta la redacción de Globe se achicó, mientras su circulación disminuye. Hoy, la mayoría de los periodistas que quedan viven en enclaves metropolitanos como en Brooklyn, el norte de Londres y el centro de París, y se parecen a las élites que cubren en sus notas. “Gran Bretaña Elitista”, el informe elaborado en 2014 por una comisión designada por el gobierno, señala que 54 de los “mejores 100 profesionales de los medios” del país fueron a escuelas privadas. Los periodistas, políticos, altos funcionarios públicos y empresarios fueron compañeros de clase, se casan entre ellos y se vuelven vecinos.

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Es cierto que se necesitan muchos periodistas en las ciudades capitales, porque es ahí donde está el poder. Sin embargo, hoy hay demasiados. El resultado de eso son los informes que se centran en la posición de Boris Johnson sobre la salida de Gran Bretaña de la UE, en vez de penetrar en el interior del país para escribir sobre qué piensan los votantes. Es peor en Francia: el diario Le Monde con frecuencia se parece a una gaceta del palacio de Versailles de 1788, que ofrece una crónica sobre qué cortesanos están a favor. Éstos son tres titulares de páginas colindantes de la edición del 21 de febrero: “Cómo Montebourg [ex ministro de Economía] se preparara para volver”, “En el partido republicano, dos partidas que dañan a Nicolas Sarkozy”, y “François Hollande: Podría ser candidato, podría no ser candidato”.
Una vez cada cuatro años, durante las primarias norteamericanas, los medios estadounidenses descubren el interior del país. Evan Osnos, que cubre la campaña 2016 para The New Yorker, se asombra: “Veinticuatro horas en Dakota del Sur valen como seis semanas en tu oficina de Washington”. Contó que se aprende más escuchando a “toda esa gente allá afuera”.
La solución evidente está en colocar más periodistas “allá afuera”. Eso evitaría a los reporteros la molestia de circular por la metrópolis cubriendo lo que el historiador Daniel Boorstin llamó “seudo-eventos fabricados”, como conferencias de prensas mentirosas que, de todos modos, ahora se transmiten online. Pondría fin al absurdo de tener comentaristas norteamericanos tomándole el pulso a la nación desde Brooklyn. Demostraría a la gente de “allá afuera” que los medios saben que ellos existen. Y lo mejor, un periodista que se muda de una metrópolis cara al interior del país recibirá un tipo de aumento salarial de facto de los que ahora casi no se escuchan en nuestra industria.
Enviar al interior jóvenes instruidos puede sonar como una campaña de reeducación maoísta, pero los medios necesitan un cambio radical. Sólo 43% de los europeos ahora confía en la prensa escrita, informa la Comisión Europea. Cuatro de cada diez norteamericanos, un piso histórico, tienen “mucha” o “bastante” confianza en los medios de comunicación masiva, según la encuestadora Gallup. Trump sabe exactamente lo que está haciendo cuando critica a los periodistas y a los políticos. Pensemos en su arremetida misógena contra la presentadora de Fox Megyn Kelly, o su amenaza el lunes pasado de cambiar las leyes “para que la prensa tenga que ser honesta”.
Cada sección del establishment occidental tiene que llegar a los oprimidos sin imitar el racismo “trumpista”. Los futuros candidatos políticos podrían aprender de los esfuerzos de Hillary Clinton y no meterse en la cama con los bancos. Harvard podría ya no cobrar la matrícula y los aranceles. Los bancos pueden aceptar un poco más de regulación. Un gran empujón del establishment y quizás no será 1789 otra vez.
EL CRONISTA