29 Apr La suma de todos los miedos
Por Diana Fernández Irusta
“¿Qué harías si no tuvieras miedo?” Ya ni recuerdo cuándo fue la primera vez que vi la pintada. Letras en aerosol, sin duda adolescentes, estampadas en un paredón de Boedo donde, desde hace años, nadie osa perturbarlas. Pasa el tiempo, pasan las lluvias, pasan los vecinos, crecen los niños y algunos edificios cambian de fachada. La pregunta, inquisitiva, sigue ahí.
A algunas cuadras, con la misma imperturbable continuidad, similar trazo de aerosol apurado y algún influjo anarquista, aparece otra frase: “Nuestros sueños no caben en sus urnas”. Ignoro -imposible saberlo- si ambos grafitis pertenecen al mismo autor. Por el tiempo que llevan pintados, es probable que quien o quienes los hayan hecho anden ahora ocupados en otros menesteres, lejos de aerosoles y paredes de barrio.
Pero siempre, cuando paso delante de estas pintadas, vuelvo a leerlas. La de los sueños y las urnas la imagino escrita por un grafitero tremendamente joven, tremendamente inundado de poemas exaltados, desmedidos, impacientes. Aunque también me hace pensar en cierto eco “indignado”: el particular modo en que por estas tierras el siglo XXI también viene siendo el siglo de la cíclica repulsa a la clase política tradicional.
La pregunta sobre el miedo, por su parte, siempre logra inquietarme. Porque descubro otra dimensión de enigma en ella. Un dardo lanzado hacia algo bastante más arcaico -contemporáneo, a la vez- que el poético anhelo de absoluto del otro grafiti.
No por nada Joanna Bourke, historiadora de origen neozelandés, profesora del Birbeck College de la Universidad de Londres, publicó hace unos años El miedo: una historia cultural. Convencida de que el miedo es, junto al amor, la más básica de las emociones humanas, la académica se dedicó a estudiarlo no desde el frecuente punto de vista psicológico, sino desde una mirada histórica, política, social.
Llegó a algunas conclusiones inesperadas. En una entrevista publicada en El País aseguraba, por ejemplo, que si bien hoy no tememos a brujas, diablos o la demoledora irrupción de la peste negra, vivimos sumergidos en el mismo clima de terror en que podría haber vivido un aldeano medieval. “Vivimos en un mundo sobrecargado de peligros”, dice Bourke, y enumera: “La alimentación, el cáncer, el cambio climático… estamos sobreexpuestos a información que produce miedo. La sociedad de la información nos bombardea continuamente con horrores. Tenemos la misma cantidad de miedo que en la Edad Media”.
Para Bourke, lo decisivo es diferenciar entre el miedo “externo”, provocado por causas claramente identificables, de la ansiedad frente a una multitud de temores que, más que materializarse, fluyen continuamente. De modo similar al campesino medieval que vivía aterrorizado por difusas presencias demoníacas o las todopoderosas fuerzas naturales, el habitante del siglo XXI, en cierto modo producto del 11-S, vive en permanente inquietud frente a múltiples y dispersas amenazas.
Del otro lado del canal de la Mancha, y en leve sintonía con algunas de las reflexiones de Bourke, el viernes pasado la realizadora y actriz francesa Yolande Moreau declaró al TéléObs: “Quisiera que dejáramos de sentir miedo”. Desde ya, se refería puntualmente a los europeos. Y, más puntualmente, a lo que hoy significan en ese continente palabras como “refugiado”, “migrante” y “campos”. Invitada por una serie documental del canal Arte de la televisión francesa, Moreau llevó sus cámaras a los campos de refugiados de Calais y Grand-Synthe.
Con la certeza de que el temor al terrorismo desató un pánico difuso a todo aquel que parezca diferente, la realizadora les da la palabra a muchos de los sirios, sudaneses, afganos, iraquíes y kurdos que subsisten entre carpas precarias y carencias de todo tipo en Calais y Grand-Synthe. Habla con un joven geólogo sirio; registra los sonidos que otro refugiado arranca a un violín. Se empeña en exhibir su proximidad. Propone, ante los demonios del miedo, el paciente trabajo del lazo colectivo.
“¿Qué harías si no tuvieras miedo?”, insiste el grafiti barrial, lejos de los refugiados sirios y cerca del asfalto porteño. Me digo que nuestra crisis de 2001 fue, como el catastrófico ataque a las Torres, promotora de nuevas formas del pánico, otros modos del trauma social. Y pienso en las “redes benevolentes”, esas que Barthes identificaba con la amistad: espacios liberados de la agresión, permeados de reciprocidad, pródigos en amparo. Como para seguir viviendo juntos, mal que le pese al signo de los tiempos.
LA NACION