Héroes de la Guerra Fría

Héroes de la Guerra Fría

Por Ezequiel Fernández Moores
El FBI espía a Bobby Fischer al menos desde los 12 años. Desde que frecuenta la librería Four Continents, en el Greenwich Village, que tiene publicaciones en ruso. Al FBI, que busca posibles simpatizantes comunistas o agentes soviéticos, no le importa que el niño, en realidad, se fascine con el mensuario Shakhmatny Bulletin, que ofrece los mejores artículos teóricos sobre el ajedrez ruso. Su madre, Regina Wender, cubre con cuero las tapas de los libros de ajedrez ruso para que su hijo lea tranquilo en el subte. Casi lo tortura implorándole que, si el FBI llega a casa y él está solo, responda “no tengo nada que decir”. Regina, de simpatía comunista, es espiada desde mucho antes. El teléfono de la casa está intervenido. Son años de macartismo. Así escuchan que el niño, ya de 15 años y campeón nacional de ajedrez, viajará a Rusia. El FBI avisa a su contacto en Moscú. La investigación dura casi medio siglo, 750 páginas. La familia, concluye el FBI, no afecta la seguridad de Estados Unidos.
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La jugada maestra, la película estrenada la semana pasada en Buenos Aires, comienza con Bobby Fischer (Tobby Maguire) desquiciado, abriendo teléfonos, cajones y paredes de su habitación en Reykjavik porque cree que la KGB lo escucha. Más vigilante parece el gobierno de Estados Unidos. Joan, su hermana, ve a Bobby en crisis y dice que hay que internarlo, que así no puede viajar a Islandia. Paul Marshall, su abogado, no le hace caso. Pone a Fischer en comunicación con Henry Kissinger. “El presidente (Richard Nixon) y yo -le dice Kissinger en el filme- estamos encantados de que viajes a Islandia”. Hay que ganarle a Boris Spassky. “La Tercera Guerra Mundial -se justifica Marshall- es un tablero de ajedrez. Perdimos China, perdemos Vietnam, tenemos que ganar esta vez”. Días después, Fischer amaga con abandonar la serie. “Nixon -vuelve a intervenir Marshall- llamó tres veces y Leonid Brezhnev (presidente de la URSS) abrió una botella de Louis Rederer 1868. Mucha gente está dando su vida en Vietnam, tú -le exige el abogado a Fischer- sólo debes jugar ajedrez”.
Muchos han preferido ver a “La jugada maestra” como la épica del hombre que le ganó él solo a “la maquinaria del ajedrez soviético”. La ex URSS, claro, puso todo su aparato para mantener su hegemonía en el ajedrez mundial, demostración supuesta de que el pueblo comunista era más culto e inteligente que el de Estados Unidos capitalista. Fischer, más allá de su anticomunismo visceral, denuncia (con razón, según demostraron documentos posteriores) que los jugadores soviéticos complotan y arreglan partidas. Había que impedir el avance del niño pobre y sin padre, que aprendió ajedrez en un tablero de un dólar e instrucciones básicas. Que a los 6 años ya le gana a su hermana de 36. Y que a los 7 enfrenta a ex campeones, juega en la cama y en la bañera, debate sobre el infinito, lee a Alexander Alekhine y estudia las partidas de Paul Morphy, un niño genio y rico del siglo 19 que a los 20 es el mejor del mundo y que termina vagabundeando y hablando en francés, hasta que a los 47 años es encontrado muerto en una bañera llena de zapatos de mujer.
“La jugada maestra” se regodea con los demonios internos que persiguen a Fischer. Posteriores diatribas incendiarias y exigencias inesperadas obedecían a su paranoia. No los reclamos económicos. Logró subir el premio al campeón mundial de 1400 dólares (eso ganó Spassky en 1969) a 250.000. Y a Zaire, que acababa de ser sede de la mítica pelea Alí-Foreman, le rechazó una propuesta de 5 millones de dólares por cabeza para un duelo contra Anatoly Karpov, una serie mundial de un mes. “Alí -se quejó- recibió el doble por una sola noche”. Rechazó muchas otras ofertas porque cada vez lo perseguían más fantasmas, la CIA, el FBI o la KGB, y, en su creciente furia antisemita y fanatismo religioso, también los judíos. En 2004, en el aeropuerto de Tokio, cerca de 15 guardias de seguridad lo golpean con palos y puños, le rompen dientes, lo levantan en el aire, cubren su cabeza con una capucha negra, le quitan zapatos, cinturón y cartera y lo encarcelan. Había violado un embargo económico jugando en la ex Yugoslavia otra vez contra Spassky y Estados Unidos pedía su captura. La escena, igual que la persecución histórica del FBI, aparece en “Endgame”, la fabulosa biografía de Bobby Fischer escrita en 2011 por Frank Brady. “Fischer -escribe el periodista español Leontxo García en el prólogo- es un ejemplo perfecto de cómo los gobiernos pueden utilizar a los genios de manera infame”.
“Endgame” defiende a Regina, la cuestionada madre soltera de Fischer, pobre, culta y políglota, judía y comunista, que es arrestada, escribe a Nikita Kruschev y hasta hace huelgas de hambre para que Bobby, ya campeón nacional, reciba ayuda económica. Que también consulta psiquiatras y hace lo que puede para que su hijo saque la vista del tablero y se conecte mejor con el mundo. Que hace de abogada, manager y agente de prensa de Bobby. Y que lo ayuda girándole sus cheques de seguridad social aún cuando su hijo en crisis es campeón mundial y ella médica voluntaria en Nicaragua.
“Miren lo que hice para Estados Unidos, pero ahora ya no les sirvo. La Guerra Fría terminó y ahora quieren encerrarme”. Lo dice Fischer sobre el final de “La jugada maestra”. “¿Fue Fischer el Donald Trump de 1972?”, le preguntó Jimmy Kimmel en su talkshow de la cadena ABC al actor Tobey Maguire. El político xenófobo destaca una frase de Fischer en su libro de 2010 “Think like a champion” (Piensa como un campeón): “No creo en la psicología, creo en las buenas jugadas”. Pero el campeón, que no recibió votos sino desprecio, fue mucho más que un lunático de caricatura. “Su juego -graficó una vez el ajedrecista indio Viswanathan Anand- era como el fútbol total de Holanda en el 74”. Sus dedos iban más rápido que el pensamiento y jugar contra él, dice uno de sus rivales en “Endgame”, era como “leer poesía, salías sintiéndote mejor”. Lo reconoce Spassky (un genial Liev Schreiber) cuando, como sucede en la realidad, se ríe de la Guerra Fría y lo aplaude de pie tras una “jugada maestra” que permite a Fischer ganar la sexta partida en el histórico duelo de 1972 en Islandia. Es un momento clave de la película. Dicen que fue más maestra una jugada de 1956, ante Robert Byrne, cuando tenía apenas 16 años. Y prefiero el título inglés de la película. “Pawn Sacrifice” (El sacrificio del peón), porque avisa acaso sobre el sacrificio táctico no de una pieza, sino al que fue sometido un ser humano.
La Federación de Ajedrez de Estados Unidos le pidió a Islandia, sin éxito, el cuerpo de Fischer tras su muerte en 2008, por insuficiencia renal. Estuve apenas dos meses antes en Reykjavik. No sé jugar ajedrez, pero siempre me fascinó la historia de Fischer, que nos revolucionó en 1971 cuando le ganó a Tigran Petrosian en el Teatro San Martín. Buenos Aires, cuenta “Endgame”, era acaso la ciudad que más le fascinaba. Antonio Carrizo llegó a contar que se aprendió de memoria las canciones de Leonardo Favio, Sabú y Sandro. Cuando quise verlo en 2007 en Reykjavik, me enteré de que Bobby ya estaba grave en el hospital. “Como Mozart -lo despidió el sacerdote católico Jacob Rolland, en un entierro íntimo que duró apenas 12 minutos- veía lo que los demás no empezaban ni a entender”. “Hvil i friol”, dice la placa en islandés nórdico antiguo. “Descanse en paz”.
LA NACION