Collor de Mello: entre la gloria y el ocaso, un histórico impeachment

Collor de Mello: entre la gloria y el ocaso, un histórico impeachment

Por Carlos M. Reymundo Roberts
Brasil fue una fiesta. El Brasil de septiembre de 1992 que mediante un impeachment se sacó de encima al presidente Fernando Collor de Mello, bajo graves cargos de corrupción, saludó aquella decisión con ovaciones en el Congreso, manifiesta euforia en los medios -todo había empezado con una investigación periodística- y algarabía en las calles. La corporación política y la gente, tantas veces distanciados y enfrentados, se unían para celebrar. Collor había caído. Las instituciones se habían puesto de pie.
Ése fue el final. El final de un proceso zigzagueante, contaminado, tortuoso; por momentos, dramático. La biografía del presidente no parecía deparar ese destino. Hijo de una rica familia de la región más pobre del país -el estado de Alagoas, en el Nordeste-, su vida era una sucesión de triunfos. Ganaba en los deportes, ganaba en la conducción de los negocios familiares (una vasta red de medios de comunicación), ganaba con las mujeres y ganaba en la política. Fue diputado, alcalde de Maceió (capital de Alagoas) y, a los 36 años, gobernador.
file_20150714193901
Cuando decidió postularse a la presidencia, en 1988, en el resto del país era virtualmente un desconocido. Pero tuvo fortuna, en las dos acepciones de la palabra. Se necesitaba con urgencia alguien que pudiera oponerse al ascendente, y temido, líder de la izquierda: Luiz Inacio Lula da Silva.
Joven, simpático, pintón, Collor logró que un poderoso grupo empresarial, la gigantesca red Globo, lo hiciera su candidato al cabo de un rápido casting. Se conocían bien. En Alagoas, Globo estaba asociada a la cadena de la familia Collor de Mello. No tardó nada en instalar al impetuoso joven, convertido de la noche a la mañana en un producto que compraron la gente y los mercados. Pocos se resistían al encanto de una figura nueva, distinta, prometedora. Alcanzó la presidencia con 39 años y 35 millones de votos, por entonces un récord en la historia de Brasil.
Esa fulgurante irrupción dejó heridos. Desde el Partido de la Reconstrucción Nacional, una agrupación de derecha casi inexistente, un don nadie había barrido a los grandes partidos nacionales. Collor, que en la campaña había prometido fulminar la inflación (índices mensuales de hasta 25%) y perseguir a los corruptos, empezó a gobernar con aires imperiales. Se había subido a lo más alto de su fama. “Es el Indiana Jones de América latina”, lo ensalzó el entonces presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush.
Pronto empezaron los problemas. Disputas con un hermano tan indócil como él por inversiones de la familia, filtraciones y la revelación, mediante una investigación de la revista Veja, la más prestigiosa del país, de un descomunal esquema de corrupción a la cabeza del cual estaba su tesorero de campaña y su testaferro, el empresario Paulo César Farías, el PC Farías que pasó a la historia como la esencia misma de lo peor de la política y los negocios.
Casi no había semana en la que no se conocieran nuevos escándalos, seguidos siempre por desmentidas inverosímiles, por intentos del presidente de explicar lo inexplicable, por engaños y mentiras.
Collor ya no gobernaba para salvar al país, sino para salvarse él. Al abanderado de la lucha contra la corrupción la gente le había puesto el cartel de culpable. No se lo sacó más. Sus alianzas y apoyos en el Congreso fueron cayendo uno tras otro. Pero no era un proceso lineal. Encaminado el mecanismo de juicio político, la compra de adhesiones en el Congreso, donde se iba a votar la suerte de Collor, se volvió trepidante y descarada.
“Lo dice la Biblia: es dando como se recibe”, llegó a admitir el principal operador del gobierno, Ricardo Fiuza, que a la luz del día iba por los despachos de los legisladores ofreciendo cargos, prebendas, dinero. Para contrarrestarlo, el primer gran triunfo de la oposición fue conseguir que el voto fuera abierto, no secreto. Por aquellos días, votar en favor de Collor era incinerarse de allí hasta la eternidad.
La histórica sesión por el sí o por el no en la Cámara de Diputados, de 503 miembros, tuvo lugar el martes 29 de septiembre. La guerra en el Congreso era la guerra del país. De un lado, el gobierno, con todo el poder del dinero, pero cada vez más aislado. Del otro, los partidos opositores, la opinión pública (las encuestas hablaban de 70 u 80% de la población favorable a la destitución), la Justicia, los medios, el sector empresarial.
Brasil literalmente se paralizó. Cada sí al impeachment era festejado como un gol en el recinto, en las casas, en las calles. Cuando, poco después de la 6 de la tarde el diputado Paulo Romano aportó el voto 336, que decidió la contienda en favor del juicio político, el Congreso estalló. Y estallaron las 50.000 personas que se habían congregado afuera. Esa noche el país lo celebró con ritmo de samba y sabor a carnaval.
“Han caído la prepotencia y la soberbia de un hombre que traicionó a su pueblo, a la ética y al decoro”, declaró a LA NACION en esas horas la diputada Roseana Sarney (hija del ex presidente José Sarney), una de las más activas promotoras del impeachment.
El 2 de octubre, Collor dejó el poder. Salió del Palacio del Planalto tomado de la mano de su mujer en medio de silbidos, abucheos e insultos. A 200 metros lo esperaba el símbolo del mismo final ominoso de tantos presidentes de la región. Un helicóptero.
LA NACION