Arturo Pérez-Reverte y las esquirlas inevitables en territorio comanche

Arturo Pérez-Reverte y las esquirlas inevitables en territorio comanche

Por Loreley Gaffoglio
Septiembre de 1991. Arturo Pérez-Reverte tenía 39 años y descollaba como corresponsal de guerra en la Televisión Española (TVE) cuando los conflictos en la ex Yugoslavia enmudecieron a Europa. Inicialmente, la Guerra de Croacia impactaba por sus excesos criminales. Junto a su compañero, el legendario cameraman José Luis Márquez (a quien el escritor le dedicó su racconto bélico, Territorio comanche), el equipo de reporteros introducía en los hogares las secuencias de esa brutalidad; los relatos descarnados, sin censuras, de combates asimétricos.
Desde la Segunda Guerra Mundial que Europa no sucumbía a ofensivas tan sangrientas en su propio suelo. La desmesura de los “daños colaterales” perfilaban el terror que Slodoban Milosevic había elegido como táctica. Ese era el arma de guerra serbia.
Con poca experiencia militar, apoyados solo por armamento ligero, los croatas luchaban al principio por autonomía; más tarde por su independencia. “La desproporción de fuerzas en los Balcanes era abrumadora: los rebeldes serbios, apoyados por el Ejército Federal yugoslavo, desplegaban tanques, aviones y artillería pesada. Los croatas resistían con ametralladoras y combatían cuando podían. El resto huía”, relata Pérez-Reverte del otro lado de la línea, el día del estreno de Zendalibros.com, el proyecto colectivo de literatura y pensamiento que coordina en Internet.

49C8F116-E106-4F6A-AF6A-673A4C5F368C_mw1024_mh1024_s

La desolación en Petrinja
Los corresponsales de TVE cubrieron esa primera guerra desde territorio croata, en una Yugoslavia que comenzaba a desmembrase. “Los serbios mataban a todo niño con vello púbico, a todo hombre en edad de combatir. Y a las mujeres las violaban”, describe el autor como preámbulo de una derrota cuya lectura difícilmente cambie con el tiempo.
En el auto blindado en el que se movían, el equipo llegó a la ciudad de Petrinja. Sepultada por el polvo y los escombros, la localidad en el noreste de Croacia lucía desierta y lúgubre. Había sido bombardeada y abandonada. Era ahora un pueblo gris y fantasmal. Un rumor lejano de artillería advertía que cesado el poder de fuego en Petrinja, el combate se trasladaba a una ciudad vecina.
Si los periodistas se movían con cautela (esquivando incluso a algún franco tirador rezagado), la oportunidad era inmejorable: podían obtener imágenes inéditas. Mostrar en un gran reportaje una ciudad doblegada por las bombas. Había que actuar rápido y retirarse antes del ingreso de los serbios que, seguramente, avanzarían con tanques desde el lugar opuesto a la huida de los croatas.
“Estacionamos el auto cerca de una plaza y vimos que los supermercados habían sido saqueados. Los negocios, despojados. Con Márquez entrábamos en las tiendas y a pesar de lo funesto que era todo, había algo lúdico”, dice. “Recuerdo que mi compañero se puso una pajarita de smoking que había tomado de un negocio y yo una chaqueta cazadora. Fuimos luego a una despensa, también rapiñada, y nos llevamos chocolates, latas de comida, botellas de agua y agua ardiente. En medio de esa impunidad, el trabajo tenía un sabor paradojal: era como una travesura de niños de dos reporteros que caminaban y registraban un pueblo abandonado a su suerte”, describe el ex corresponsal.
Mientras recorrían esas calles infaustas, Márquez alertó a su compañero sobre un ruido. “Allí hay alguien”, dijo y señaló un edificio grande que parecía un colegio. Ingresaron con sigilo y vieron que el recinto estaba en ruinas: polvo, algunos escombros, y más polvo. En una habitación se toparon con uno de los horrores habituales de la guerra: el cadáver sentado de un anciano. Entendieron dónde estaban cuando escucharon otro ruido. Era como un sollozo. Provenía de un sótano. Pérez Reverte se adelantó. Extrajo su linterna y mientras descendía por una escalera estrecha y en penumbras, un fuerte hedor impregnaba el ambiente. La pestilencia se intensificaba en cada escalón.

La caja de Pandora
Arturo alumbró al voleo y en ese haz continuo de luz asomó la otra cara de la guerra: “Habían unos 35, 40 ancianos enloquecidos del terror. No tenían ni agua ni alimentos. Cinco o seis ya estaban muertos. Entre excrementos, unos yacían en el suelo; otros en camillas o en camas improvisadas. Los vivos temblaban. Deduje que los habían bajado al sótano para resguardarlos de los bombardeos. Pero en su huida, los croatas los habían abandonado a su suerte”.
Al ver a los periodistas con cascos y chalecos antibalas, los ancianos los confundieron con soldados serbios. “Pensaron que los íbamos a matar. Querían gritar pero no podían: emitían un lamento ahogado. Estaban como enloquecidos del terror”, cuenta Pérez-Reverte. El ex corresponsal de guerra, curtido durante 21 años en los escenarios más cruentos (desde la invasión turca a Chipre, El Salvador, Malvinas y hasta la Guerra del Golfo) confiesa que volver sobre ese suceso le eriza la piel.
“Lógicamente -continúa-, quedamos perplejos. Pero la escena ni siquiera era dramática. Era gris. Era triste, oscura, sucia. Cuando los ancianos se asustaban, gemían. Era desolador. No sabíamos qué hacer. El reflejo profesional hizo que Márquez encendiera la cámara. Puso la luz y los grabamos a todos para el telediario de las tres. Salimos de allí para ver si encontrábamos alguien que los socorriera y evacuara. Recorrimos una hora la cuidad. Golpeamos puertas. Buscamos. Rastrillamos pero no encontramos a nadie. Nada podíamos hacer por ellos. Teníamos que abandonarlos.”

El ritmo de la huida
Los rebeldes serbios ingresarían en Petrinja en cualquier momento. Sin respeto a las convenciones de guerra, sin garantías para la prensa, ni para las personas, había que huir. Como se huye en una guerra. Pérez-Reverte y Márquez fueron a su auto. Manotearon el agua y la comida que habían acopiado y la pusieron junto a los ancianos. “Estaban tan alterados por el terror, que ni siquiera sé si la vieron”, dice. “Pero no podía hacer nada. No tenía medios para llevármelos conmigo. Tampoco era médico. Y debía transmitir. Apenas nos marchamos, comenzaron de nuevo los bombardeos”.
Pérez-Reverte es enfático al catalogar ese suceso como un fracaso moral. Uno mayúsculo. La capitulación de toda ética. La derrota de toda posible solidaridad junto a la victoria de la impotencia. Fue -él mismo deja entrever- la resignación individual ante un fracaso moral tan inapelable que ese episodio asume una doble entidad: fue un fracaso y es hoy una espina en la memoria. “Una más entre muchas otras”, dirá.
“Esa noche el telediario mostró la imagen de los ancianos de Petrinja. Y mostró también que en la batalla, en la destrucción y en la retirada, esos viejos -(¿y cuánta otra gente cuya existencia desconocemos?)- no les importaban a nadie. Y eso fue todo. Nunca más volví a saber de ellos”.
Cuando se juntan a tomar una copa, Márquez y Pérez-Reverte no suelen repasar viejas batallas. No hay evocaciones nostálgicas. No asoman traumas de guerra. Hay más bien silencio. Un silencio que solo puede compartirse en la intimidad de una amistad y que se interrumpe (a veces) con alguna certeza: “Siempre hay algo peor que te puede pasar en la vida -recitarán como un mantra ambos-, pero difícilmente pocas peor que Petrinja”.
LA NACION