Alma errante y milagrera

Alma errante y milagrera

Por Malele Penchansky
Dice la historia que su nombre de bautismo era Telésfora. O Teresa. De su apellido no hay demasiadas certezas. Hay quie¬nes aseguran que pudo haber sido Santillán. O Del Barco. Que sus padres eran ricos y tenían una estancia en la ladera de las sierras de Guasayán, al oeste de la provincia de Santiago del Estero. Lo que sí se sabe es que la Telesita, como se la llamó desde que se convirtió en leyenda, era una muchacha inocente, genero¬sa y muy linda, de pelo negro y ojos azules.
Creció acompañada por los pájaros yungueños, como el picaflor de vientre blanco, el fio fio corona dorada, el suirirí y la urraca azul, melodiosos canto¬res de amaneceres y puestas de sol intensas. Cuentan que la cabeza “se le fue” tras el canto infinito de los pájaros y terminó de perderse en la bruma de los tiempos cuando quedó huérfana. Habrá conocido el amor quizás, pero su alma y su cuerpo siguieron en estado de inocencia cuando las llamas la devoraron, una noche de vientos de miedo. A la Telesita, le gustaba bailar. Dicen los que saben que bailaba locamente para olvidar el dolor, porque no podía llorar. Danzaba chacareras hasta caer rendida, y corría descalza por el monte.
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Un día, en uno de esos bailes interminables, desesperados por una pasión que ella no podía explicar, tuvo frío. Prendió unos leños y la pollera se le enredó en el fuego. Su cuerpo aterido se consumió entre las llamas. Pero su espíritu danzarín quedó vagando por los bosques como alma en pena. Le gustaba bailar chacareras y tomarse unas cañas, dicen los lugareños.
Los que creen en ella y la ven con ojos esperanzados por las noches, le piden a su espíritu andariego: por un niño enfermo, por trabajo, por un caballo perdido o un desengaño amoroso. La Telesita otorga el pedido… sólo si le arman una fiesta. El gran historiador de El país de la selva, Ricardo Rojas, cuenta que él estuvo en uno de esos bailes llamados telesíadas, que describe asimilándolos a las fiestas dionisíacas, aquellas de la Grecia antigua, cuna de libaciones y danzas. El promesante debe tomar siete copas por la Telesita y bailar siete chacareras seguidas sin cambiar de pareja. Y ella les cumple. También hay que prenderle velas y bañar hasta que se apaguen. A veces, le hacen un ángel de pan cocido en homo de barro, que se reparte entre los asistentes al final de la fiesta. Y es entonces, en el amanecer brumoso de cansancio, de alcohol fragante y pasiones encendidas cuando entre los árboles se ve pasar a la Telesita, esa alma errante y mñagrera que se escapa volando casi en un paso de chacarera. “Ella era un alma bondadosa”, la recuerdan sus segui¬dores, porque era inocente. Por virginal. Por loca buena. Las ninfas de la mitología griega eran vírgenes sabias. Telfusa se llamaba la primera ninfa que encontró el dios Apolo en Delfos. Y ella le indicó que levantara su templo en otro lugar. Porque el bosque le pertenecía a ella y a las otras ninfas, dueñas de un saber ancestral, intuitivo, lejos de toda razón, tan sagrado como el agua, la tierra y el aire. Esto es lo encantador de las leyendas: Santiago del Estero tiene su propia ninfa, Telesita, alma en pena regaladora de mñagros. Y así se la recuerda: “Telesita, Telesita/ se baña tu tradición/ son siete las chacareras/ regaditas con alcohol”.
REVISTA ALTA