Viajes transformadores: vacaciones que cambiaron el rumbo de sus vidas

Viajes transformadores: vacaciones que cambiaron el rumbo de sus vidas

Por Teresa Zolezzi
Ellos se arriesgaron a empezar de cero, lejos de sus familias y hogares, para sumergirse en distintas comunidades vulnerables donde su presencia hoy marca una diferencia y mejora la calidad de vida de muchas personas.
Valeria Aguilar es una joven maestra que se trasladó a Cholila, en Chubut, para enseñar en una escuela agrotécnica adonde impulsa el crecimiento de jóvenes del ámbito rural con ganas de superarse. A sus 27 años trabaja con inmensa vocación para mejorar la calidad educativa de sus alumnos y combatir el abandono escolar que amenaza el futuro de numerosos chicos en la zona.
También se destaca la historia de Pierre Horrouët, un agrónomo francés que en su paso por la Argentina conoció las condiciones de extrema pobreza que atraviesan muchas poblaciones del norte de nuestro país y se quedó para empezar un proyecto social mediante el cual brinda talleres de capacitación para enseñar a fabricar cocinas solares y ecológicas a familias humildes, instituciones educativas y comedores infantiles. Así los ayuda a reducir entre un 80 y 90% el consumo de leña, colabora a disminuir las enfermedades pulmonares e impulsa las economías familiares.
Rodolfo Franco, por su lado, tiene 61 años y luego de quedar viudo cumplió un sueño pendiente: se mudó a Salta para trabajar como médico en una sala sanitaria donde es responsable de cuidar la salud de los 2800 habitantes de la comunidad wichi en la localidad de Misión Chaqueña.

De Buenos Aires a Chubut, en el camino de una corazonada
“Es como cuando te tirás a la pileta: sabés que el agua va a estar fría, pero te zambullís igual. Si lo pensaba demasiado iban a aparecer todos los miedos e inseguridades.” Así describe Valeria Aguilar la decisión que la llevó a mudarse a Cholila, al noroeste de Chubut, a 1800 kilómetros de su familia, amigos y el barrio que la vio crecer en Lomas de Zamora. “Me vine absolutamente sola, fue difícil el cambio”, cuenta esta joven de 27 años que hoy disfruta al ejercer su vocación como docente de biología en el Centro Educativo Agrotécnico de la Fundación Cruzada Patagónica, que brinda oportunidades para una mejor educación a jóvenes de sectores vulnerables del ámbito rural.
El disparador fue el aburrimiento. Todo surgió durante las vacaciones de verano de 2015, antes del comienzo de clases de las escuelas donde Valeria trabajaba hasta ese momento en Buenos Aires. Para aprovechar el tiempo libre su mamá la alentó: “Mientras tanto, ¿por qué no te buscás algo para ayudar a la gente?” Así fue como se contactó con la Fundación Cruzada Patagónica que le dio la posibilidad de viajar a Junín de los Andes (Neuquén) por unos días para sumarse a actividades de voluntariado, como pintar la escuela, participar en tareas de cocina, ordenar donaciones y colaborar con la comunidad mapuche.

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Durante su estada en Junín de los Andes se movilizó hasta Cholila para conocer otra de las escuelas de la fundación. Allí se sintió cautivada por este lugar, la energía de su gente y la paz de la naturaleza. A las pocas semanas de su regreso a Buenos Aires recibió la llamada inesperada del director de esta institución con una buena noticia: la profesora de biología se había jubilado y quedaba vacante ese puesto para ella, la decisión estaba en sus manos. Acto seguido, Valeria renunció a las seis escuelas privadas adonde trabajaba y armó su bolso para hacer frente a este desafío.
“Yo estaba trabajando muy bien, no tenía necesidad de cambiar. Tuve que renunciar seis veces, presentarme delante de seis directoras y decirles: en 15 días me voy y tenés que conseguir un reemplazo”, se ríe. “Y para mi sorpresa, la respuesta que recibí fue muy linda, todas me abrazaron y me desearon la mejor suerte.”
Los primeros meses en Cholila vivió junto a las jóvenes del albergue estudiantil de la fundación porque todavía no tenía un sitio donde instalarse. Como ésta, muchas otras experiencias le sirvieron para crecer a nivel personal y profesional. “Aprendo muchos de mis alumnos, de sus historias de vida, del esfuerzo que hacen por superarse a pesar de las dificultades. Acá siento que puedo aportar mi entusiasmo por emprender nuevos proyectos, mis herramientas pedagógicas y, sobre todo, dejar una huella en el crecimiento del colegio y en el objetivo de la fundación, que es incluir cada vez a más chicos y combatir el fracaso escolar que se vive mucho en la zona”, dice Valeria.
Esta joven docente, que ya se ganó el cariño de sus alumnos -con quienes muchas veces sale a caminar por el lago, a juntar manzanas o incluso les cocina algo rico para compartir en clase-, concluye: “Disfruto ir a trabajar todos los días porque creo que la docencia es un servicio, como un médico: tenés la vida y el futuro de un chico en tus manos. Si lo hacés sentir que fracasa, lo podés marcar mucho, pero si lo acompañás con afecto y empatía podés generar un impacto positivo en su vida”.

Un francés que construye cocinas solares en el Norte
Seducido por las ganas de viajar por el mundo y abrirse al encuentro con otros, Pierre Horrouët dejó su Francia natal para tomarse un año sabático. Con mapa en mano, obedeciendo a su instinto curioso, marcó aquellos países que formarían parte de la aventura, como Rusia, Mongolia, Corea del Sur, China, Japón, Vietnam, Camboya, Tailandia, Nueva Zelanda y Chile. La Argentina no figuraba en el listado, sin embargo, un cambio de planes lo llevó hasta Salta donde se instaló definitivamente hace 12 años, formó una familia y creó una organización social llamada Solar Inti, dedicada a la construcción de cocinas solares y ecológicas para comunidades vulnerables: familias humildes, escuelas y comedores infantiles.
“Dejé mi trabajo en Francia donde me iba muy bien y vendí el auto, la heladera, la cama, mi ropa. Me arriesgué porque siempre pensé que cuanto más diferentes son las personas y las culturas, más interesantes resultan”, cuenta Pierre, un agrónomo de 40 años cuya infancia estuvo ligada al campo, la pesca y pasar tiempo con su familia. “En mi juventud eché raíces sólidas y eso me sirvió después, porque cuando viajás tenés que tener esa raíz fuerte para no perderte y encontrar sentido profundo a lo que estás haciendo”, aclara.
Cuando estaba recorriendo Chile sintió el deseo de visitar la Argentina para aprender a bailar tango. “En Salta me gustó mucho cómo me recibieron y enseguida me inscribí en clases de coro y de baile. Porque aprendí que si como turista sólo conocés los lugares típicos, no ves nada. Pero si empezás a anotarte en actividades propias de cada sitio, descubrís ese lugar de verdad”, sostiene.
En Salta se cruzó con la Fundación Siwok, enfocada en el desarrollo comunitario de pueblos originarios. Le contaron que estaban haciendo un proyecto para revalorizar la cultura aborigen y Pierre quiso ayudar. A la iniciativa se sumó Josefina, una salteña con quien se casó tiempo después y formó una familia. “Pudimos entrar a las casas de la gente y vimos cómo cocinaban, el humo tóxico que inhalaban, la cantidad de hollín y cómo ellos cargaban 30 kilos de leña al hombro”, recuerda.
Pierre se puso en contacto con su ex profesor de física y comenzó a buscar financiamiento para construir las primeras diez cocinas solares para una comunidad colla en las Salinas Grandes de Jujuy. En vez de regalárselas, les dieron los materiales y organizaron talleres participativos donde les enseñaron a fabricarlas. La prueba piloto resultó un éxito y, al concluir la capacitación, se presentaron 80 nuevas familias con la misma necesidad, lo cual dio surgimiento a la organización social Solar Inti, que en estos ocho años lleva construidas más de 3000 cocinas solares en Salta y Jujuy. Además desarrollaron nuevos modelos sustentables, como las cocinas de bajo consumo de leña y el horno panadero ecológico.
Así Solar Inti ayuda a mejorar la calidad de vida de aquellas familias que viven en zonas vulnerables y aisladas y no tienen acceso a redes eléctricas y líneas de gas natural; contribuye a reducir las enfermedades pulmonares vinculadas a la inhalación de humo producido por la quema de leña y promueve una mejora en la economía familiar gracias a la venta de alimentos cocinados con estos artefactos. “Notamos la felicidad de la gente al ver transformada su realidad cotidiana. La comunidad se fortalece gracias a la realización del taller y se sienten capaces de emprender otros proyectos. Eso es empoderamiento”, sonríe Pierre.

Encontró la paz como médico de las comunidades wichi
“Siento que estoy cumpliendo el sueño del pibe”, asegura convencido Rodolfo Franco a sus 65 años desde Misión Chaqueña, en Salta, durante sus horas de receso laboral en la salita sanitaria donde atiende a los habitantes de esta comunidad wichi. Allí trabaja cuidando la salud de quienes se acercan. “Soy el único médico del lugar y tengo 2800 personas que dependen de mí”, dice este hombre cuya vida dio un giro inesperado cuando, hace cuatro años, falleció quien era su mujer. Dejó atrás su empleo y su casa en San Fernando, Buenos Aires, para hacer lo que deseaba desde que tenía 7 años: mudarse al interior y ayudar a los pueblos originarios.
“Fue muy mágico cómo se dieron las cosas, es como si estuviera recorriendo un destino que tenía marcado”, reflexiona Rodolfo y cuenta que, cuando era chico, un día su abuela le mostró una nota periodística sobre Albert Schweitzer, un médico alemán que ganó el Premio Nobel de la Paz por su valioso trabajo con las poblaciones marginadas de África. Entonces, Rodolfo le dijo que cuando fuera grande él quería hacer lo mismo en el continente africano. Sin embargo, ella le respondió: “No hace falta que vayas tan lejos, acá en la Argentina también tenemos personas que viven en la pobreza y necesitan ayuda”. Hoy, varios años más tarde, él sigue sus consejos.
Rodolfo conoció Misión Chaqueña por primera vez a través de la organización Kajtus, que lo invitó a sumarse durante sus vacaciones para compartir la vida cotidiana con familias de la comunidad wichi. Así se acercó a la cultura de sus habitantes, realizó paseos por el monte, compartió sus comidas y conversó con ellos alrededor de los fogones. Tiempo después, cuando quedó viudo, recordó que en uno de los viajes le habían comentado que necesitaban un médico y, con una dosis de broma y otra de verdad, lo habían desafiado: ¿por qué no te quedás?
“Es como si te llamaran a jugar a la primera de Boca, no lo pensás dos veces, te ponés los cortos y vas. La decisión para mí fue rápida”, dice este hombre que además volvió a enamorarse y se casó con Anastasia, una mujer de la comunidad wichi con quien actualmente comparte su casa, donde vive con cuatro de sus seis hijos. Trabaja ocho horas por día en la salita y pone su máximo esfuerzo para mejorar la realidad de esta comunidad.
Choque de culturas
“La gente que atiendo es muy pobre, a veces no tenemos agua y a veces sí. Hay dificultades de todo tipo. Al que viene lo recibo aunque no tenga turno. Creo que mi presencia ayuda porque los médicos del hospital más cercano -que queda a 50 kilómetros- muchas veces tratan a los wichis como si fueran números. Yo intento amortiguar ese choque de culturas entre los blancos y los aborígenes, conversando en un lenguaje sencillo y claro, y explicándoles mejor las cosas. Porque si el médico les habla de una forma difícil de comprender, los deja descolocados”, apunta Rodolfo.
Finalmente confiesa: “En este lugar hay gente buena y lo que más valoro de la cultura wichi es su calma. Desde que estoy acá se mejoraron la diabetes y la presión que padecía, hago una vida más sana. Estoy tan seguro de que mi destino tiene que ser junto a los pueblos originarios que cuando algún amigo me pregunta qué hago tan lejos, yo le contesto que mi vida ahora está acá”.
LA NACION