Pregúntenles a las estrellas

Pregúntenles a las estrellas

En aquel tiempo mi mujer se ganaba la vida echándoles las cartas a las vecinas del barrio. Se hacía llamar Madame Vera y cobraba a 50 duros la consulta. Había comenzado a aficionarse a ese tipo de cosas leyendo los horóscopos de los periódicos y de las revistas del corazón (…) Por último, una sofocante noche de agosto decidió que podía leer el futuro.”
En estos tiempos turbulentos, muchos querríamos tener la certeza de este personaje de La rubia del bar (Anagrama), novela de culto del argentino Raúl Nuñez, para anticiparnos a lo que nos depararán los próximos meses. Ocurre que la atracción por la astrología, esa seudociencia que carece de sustento teórico o evidencias que la respalden, se mantiene incólume a pesar de todo. Más de uno podría decir, como Arthur Clarke: “No creo en la astrología, soy un sagitariano escéptico”. Incluso hoy, mientras se exploran los confines del sistema solar, se escudriña el origen del universo, se manipulan los átomos y se practica la ingeniería genética, los horóscopos ocupan un lugar prominente en las listas de best sellers, en programas de TV y en el kiosco de la esquina.
Al parecer, sus orígenes pueden rastrearse hasta las antiguas civilizaciones egipcias y mesopotámicas, donde los arqueólogos desenterraron documentos astrológicos de hace 60 siglos. Habrían sido los sacerdotes asirios los que inventaron el Zodíaco y sus doce divisiones: los “signos”. En aquellos tiempos, ese conocimiento secreto estaba reservado al rey, y a ricos y poderosos (los pobres dilucidaban su destino en base a elementos menos celestiales: las vísceras de animales sacrificados, las formas de las nubes, el vuelo de las aves).
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Dominar la astrología otorgaba un status especial, pero tenía sus riesgos: los que se equivocaban o leían en las estrellas secretos “inconvenientes” ¡sufrían horrorosas mutilaciones y hasta eran decapitados!
A comienzos del siglo XX empezaron a difundirse los horóscopos masivos, cuyo éxito se basa, mayormente, en que anticipan vaguedades que pueden aplicarse a casi cualquier cosa. Como cuando Carroll Righter, que era conocido como “el astrólogo de Hollywood” y llegó a publicar sus predicciones en 166 diarios norteamericanos, le adviritió a Marlene Dietrich que iba a sufrir un desastre. Para sus seguidores “acertó”, aunque la diva apenas se fracturó un tobillo.
Hace un par de días, hubo un interesante intercambio sobre la astrología en la Red Argentina de Periodismo Científico (www.radpc.org). Una colega e investigadora, Ana María Vara, hizo notar algo singular: según una encuesta realizada a lo largo de 20 años a 10.000 estudiantes de los primeros cursos de universidades norteamericanas, la creencia en los mensajes de los astros no depende del grado de conocimiento científico que poseemos.
Tampoco de la formación cultural. Es conocido el caso del poeta portugués Fernando Pessoa, del que se dice que el 10% de su producción está dedicada a este tema, y que realizó cientos de cartas astrológicas durante la Primera Guerra Mundial. (Un personaje cardinal de Los siete locos, el clásico de Roberto Arlt sobre el vacío, el desamparo y la inutilidad de la vida es, precisamente, el Astrólogo.)
Como se lee en un reciente artículo de la revista del Museo Smithsoniano de Washington, más allá de la lógica y de que hasta hay investigaciones que dan por tierra con las afirmaciones de la astrología (un trabajo de 2003 analizó las vidas de 2000 personas nacidas a minutos unas de otras a lo largo de décadas y no pudo encontrar ninguna similitud de personalidad entre ellos), “muchos aceptan reordenar sus vidas amorosas, comprar un billete de lotería o tomar un nuevo empleo basándose en el consejo de alguien que no sabe de ellos más que el día de nacimiento”.
Pero aunque no tenga validez científica, es innegable la emoción que produce entre los espectadores de Claroscuro, film basado en la vida del pianista David Helfgott, dañado de por vida por un padre siniestro. Tras muchos años en una institución psiquiátrica, el talento australiano conoce a una astróloga capaz de vislumbrar su verdadero ser a través de las perturbaciones de su mente. Un día, David, balbuceante, le propone matrimonio. Al advertir el desconcierto de la mujer que lo acompañaría hasta hoy, le sugiere con una inocencia que nos conmueve: “Pregúntale a las estrellas”.
LA NACION