Historias en las que la realidad vacila frente a lo hipnótico

Historias en las que la realidad vacila frente a lo hipnótico

La invocación y otras historias, es una selección de cuentos del británico Michael John Harrison, que publica editorial Edhasa. Todos marcados por el sello que lo cotidiano repentinamente es remplazado por lo asombroso. En este adelanto, un fragmento de uno de ellos, Cuesta abajo.
Lyall nunca fue más que un conocido para mí incluso en Cambridge, donde compartíamos habitación y se podría haber dicho que éramos “cercanos”: de hecho, había momentos en que nos costaba disimular nuestro disgusto por el otro. Aun así, nos manteníamos unidos; ninguno de los dos podía relacionar-se con nuestros contemporáneos. Para ser sincero: nadie más nos aguantaba, de modo que nos aguantábamos entre nosotros. Algo bastante común. Incluso ahora, Cambridge no es más que neblina de noviembre, nostálgicos y antiguos patios internos, las conspiraciones de ese coro que siempre ensaya en King’s: puro y extático, y una herida constante para el que viene de afuera.
Era inevitable que Lyall y yo nos refregáramos las heridas mutuamente. Supongo que es difícil de entender; pero debe de ser una compulsión humana bastante común. Lyall era alto y ectomórfico, y ya tenía una actitud me-surada, académica, madura. El rostro era largo y equino; los ojos llorosos, la boca fruncida y las mejillas paspadas parecían acusadores, como si culparan al resto del mundo de su propia inadecuación. Eso hacía: y afectaba un cinismo inexperto pero despiadado para ocultarlo. Era brillante, aunque ya cómicamente propenso a los accidentes: siempre raspado y magullado, con la ropa manchada de aceite, tinta y comida. su historia (había sido criado en Bath por dos mujeres pobres y enérgicas) irri-taba la delicada piel de mi propia experiencia de infancia en la inhóspita sombra de los Peninos: los funerales a cajón abierto de un pueblo industrial deteriorado, un desempleo salvaje, el negro metodismo.
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Debemos haber sido una pareja extraña en aquellas eternas nieblas invernales: Lyall flaco como un palo, con el saco de tweed y la bufanda universitaria que las tías insistían en que usara, la nariz siempre goteando, las muñecas y los tobillos sobresaliendo de la ropa; y yo, bajo y con mucho músculo en hombros y brazos, unos brazos absurdamente largos para esa escalada solitaria que, en la adolescencia, constituía mi apasionado escape de los barrios de casitas del norte. En esos tiempos, antes del accidente de las Dru, podía hacer cien flexiones con una mochila de vein-te kilos en la espalda. Era huraño, oscuro, agresivo; y me daba tanto miedo que las frágiles jóvenes de Lenguas Modernas me llamaran “simio” que, salvo Lyall, nunca nadie tuvo la ocasión de intentarlo. Dios sabrá por qué nos hacemos estas cosas.
De manera que fue una alianza temporaria. Tengo recuerdos de la voz aguda y quejosa de Lyall, su humor implacable y su decepción brutal cuando nos separamos el último día del último trimestre. No tuvo buenas notas, porque se accidentó con la bicicleta una semana antes de los finales: pero las mías fueron peores. Su apretón de manos fue seco, el mío superficial. Los dos estábamos ligeramente aliviados, me parece. Nunca tratamos de volver a contactarnos. Yo me fui a Kenia como instructor de “actividades al aire libre”. Creo que él pasó por varios trabajos en las provincias antes de ser jefe de personal en una pequeña fábrica de Londres, que fue donde lo volví a encontrar, casi por casualidad, unos dos o tres años después. A una semana de haber vuelto del norte de África –y con tanta dificultad para habituarme al frío sucio de fines de otoño en la ciudad como para aceptar la panceta a cien peniques la libra después de los bifes de Kenia a veinticinco el kilo–, daba vueltas por el West End, preguntándome, desalentado, si podía permitirme entrar a un cine y malgastar otra noche, cuando lo divisé titubeando junto al cordón de la vereda, tratando de parar un taxi. Dos lo ignoraron mientras yo miraba. No había cambiado mucho: ahora tenía la espantosa bufanda de la universidad metida en el cuello de un impermeable fino, y llevaba una de esas lamentables carpetitas “ejecutivas” de plástico. Las marcas de desprecio alrededor de la boca se le habían profundizado.
–Ah, hola, Egerton –dijo como al pasar, desviando la mirada hacia la calle. Parecía ebrio. En una de las manos tenía un vendaje inexperto, hecho con un montón de gasa sucia. Jugueteó un poco con la carpeta–. ¿Por qué diablos volviste a esta cueva de ratas? ¿no estabas mejor fuera de aquí?
Me sentí un desertor regresando a un barco hundido sólo para descubrir que el capitán seguía con vida y daba vueltas, solitario, por sobre el agua blanca y la tierra fétida: pero me sor-prendió que me recordara y, cuando finalmente consiguió un taxi, acepté irme con él a su casa. Resultó ser que había estado en otro taxi cuyo conductor se involucró en una pequeña gresca con un peatón, y tuvo que bajarse.
–Debería haber llegado a casa hace horas –dijo con amargura.
Eso fue todo: para cuando estuvimos en su departamento yo empezaba a lamentar mi impulso, que básicamente había surgido de la compasión. Hubo una discusión con el chofer, también, por un mal funcionamiento del taxímetro. Siempre era así con Lyall. Pero Holloway no es Cambridge.
Tenía dos cuartuchos poco acogedores en el piso superior de una gran casa amoblada. había una pileta de cocina, unas hornallas mugrientas y algunas alfombras barnizadas de grasa antigua: estaba lleno de cacharros, botellas de leche vacías, todo tipo de basura concebible; todo allí parecía dañado y viejo; era indescriptiblemente triste. Cuando rechacé el ofrecimiento de un tazón de sopa (en parte porque se esmeró por hacerme ver que no tenía nada más en la alacena donde guardaba la comida, y en parte por el horror que me causaba esa mefítica cocina) se encogió de hombros con descortesía, se sentó en el piso con la piernas cruzadas entre diarios viejos y panfletos políticos –parecía haberse interesado en una organización popular nacionalista, en todo caso hasta el punto de garabatear “¡Basura!” o “Una suposición razonable” en los márgenes de algún tipo de escrito– y comió con avidez directamente de la olla.
–Malditos archivistas pretenciosos –explicó–, todos y cada uno. Mejor siéntate en la cama, Egerton. No hay nada más, así que no te molestes en buscar. Más tarde insistió en ir a la licorería a buscar unas cervezas negras. Esto produjo una parodia de camaradería, cargada de silencios adustos. En realidad ya no teníamos nada en común, especialmente porque Lyall mencionaba Cambridge sólo en esos crípticos y punzantes comentarios al margen a los que era tan afecto.
Pero parecía decidido; y lo tomé como un intento desesperado de su parte por lograr algún tipo de contacto humano en medio de esa miseria helada. Su soledad era evidente: yo hablaba por deferencia; y acepté seguirle el juego hasta que me di cuenta de que él adoptaba un procedimiento conversacional muy curioso. Consistía en primero sonsacarme alguna reminiscencia de mi paso por África, para luego ignorarme descaradamente cuan-do le contestaba; se ponía a hojear una revista erótica, levantaba libros sólo para volver a dejarlos caer, miraba por las ventanas sin cortina el ominoso vapor de la lámpara de sodio; incluso silbaba o canturreaba. Empezó a interrumpir mis anécdotas para decir, a propósito de nada: “La verdad que tendría que mandar a lavar esa bufanda”, o “¿Qué es ese ruido en la calle? Malditos dementes”; y luego cuando (aliviado de escapar de lo que había pasado a ser un monólogo angustioso) yo le respondía con algún comentario sobre el aire o el tránsito de Londres, me preguntaba: “¿Qué? ay, sigue, sigue, no me prestes atención”.
Yo hablaba desesperadamente. Me di cuenta de que estaba cada vez más resuelto a vencer su mal disimulado desdén y captar su atención, inventando, en un momento dado, una aventura en Monte Nyiru que directamente no me había ocurrido; aunque sí a un instructor colega, poco después de su llegada a la escuela. Fue una experiencia inquietante. Qué satisfacción podía ob-tener de aquello, no puedo imaginarlo.
–Entonces estás muy satisfecho de ti mismo, ¿verdad? –dijo de pronto. ysiguió repitiéndolo para sí mismo, balanceándose para adelante y para atrás–. Muy satisfecho –y se rió.
Finalmente me levanté e inventé alguna excusa, un tren, algo sobre una llave del hotel. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Se puso de pie de un salto, con un absurdo gesto de remordimiento.
–¡Espera, Egerton! –me dijo. Miró, desesperado, toda la ha-bitación–. Mira –dijo–, no puedes irte sin terminar la última botella, ¿verdad? –Me encogí de hombros–. Espera que la destape. Espera. –recorrió el cuarto a los tumbos, pateando pilas de basura–. Es que no encuentro…
–Permíteme –y le saqué la botella.
Me compré la navaja en lo de Frank Davies, en Ambleside, hace más de 20 años. Entre sus obsesivos artilugios extensibles hay algo como una garra para sacar las tapas de las botellas. La había usado mil veces antes de aquella noche; más. La enganché a la tapa con la mano Serecha, sosteniendo el cuello de la botella con la izquierda. Pasó algo raro. La tapa se resistió; tiré muy fuerte; la botella se me rompió en la mano, produciendo una horquilla homicida de vidrio marrón.
La cerveza manó por el tajo profundo y doloroso entre mi pulgar y mi índice, rosada y espumosa. yo me quedé mirándola.
–Por Dios –dije–. Mira esto.
Pero si el accidente fue raro, la reacción de Lyall fue todavía más rara. Gimió. Después empezó a reírse. yo me succioné la herida, mirándolo con impotencia por sobre mi mano. Él se dio vuelta, cayó de rodillas frente a la cama y empezó a golpearla con las manos.
–¡Desaparece, Egerton! –graznó. De pronto la risa se convirtió en grandes sollozos agitados–. ¡sal de mi vista!
Me quedé mirándolo estúpidamente por un rato, los hombros estrechos debajo de ese impermeable sucio, la deprimente pila de diarios, revistas para hombres y bibliografía del Frente Patriótico; después di media vuelta y bajé la escalera a los tumbos como un ciego. Recién cuando cerré con un golpe la puerta de calle comprendí cabalmente lo que había pasado. Me senté un minuto entre los tachos abollados y los tablones podridos de la vereda, temblando por lo que supongo habrá sido el shock. Recuerdo que traté de leer lo que estaba pintarrajeado en la puerta. Luego se abrió de golpe una ventana de arriba y volví a escucharlo, mitad riendo, mitad llorando. Me levanté y empecé a alejarme; él se asomó por la ventana y me gritó.
Estaba aterrado de que me siguiera hasta alguna estación de subte iluminada y llena de gente, y que continuara riéndose y gritando. Él había deseado un accidente así toda la noche; toda la noche había esperado ese accidente. Durante un par de semanas su imagen me persiguió por toda la ciudad. No dejaba de imaginarlo en las escaleras mecánicas, observando amargamente a través del vidrio sucio los pechos de las jóvenes atrapadas en las marquesinas publicitarias; un signo de interrogación hecho de ectoplasma cínico y solitario.
Por qué eligió vivir en esa sordidez; por qué me había gritado “¡no eres el primero, maldito Egerton, y no serás el último!”, cuando pasé a toda velocidad junto a las expendedoras de leche rotas y las sombrías fachadas de su cuadra; cómo podía él –o cualquier otro– haber previsto el incidente de la última botella: todas preguntas que no esperaba que se me respondieran, ya que tenía la intención de evitarlo como a la plaga si alguna vez lo volvía a ver. Me tuvieron que dar cuatro puntos en la mano. Después se liberó el puesto que había estado esperando en la escuela de escalada Chamonix, y en el apuro de los preparativos me olvidé de Lyall. Permaneció olvidado durante una década que para mí terminó –junto con muchas otras cosas– en las Dru, en un viento que aún puedo sentir en las noches insomnes, como una navaja en los huesos.
Me fui de Chamonix sin más que pérdidas. En ese momento, los ingleses empezábamos a ser impopulares en Europa; pero volví a Inglaterra más por el instinto de protección de un animal herido que como reacción a algún empujón amistoso en la puerta de la tienda de deportes de Snell. Sencillamente no pude tolerar estar en el mismo país que los Alpes. A la vuelta, me puse a trabajar en el departamento de Lengua de una concurrida escuela secundaria en Andsworth; rengueé por las aulas alrededor de un año, No más aburrido que los niños que debían sentarse frente a mí día tras día; los sábados a la mañana me trataban, en el hospital de Hampstead, por el prolongado efecto del accidente en los dedos de la mano y los que me quedaban del pie.
En seguida me di cuenta de que salir a caminar me devolvía algo de lo que me habían quitado la estaca oxidada y los dos días de espera boca abajo. Durante las largas vacaciones que son la única recompensa del profesor indiferente, redescubrí los Peninos, los Grampianos, Snowdonia; y supe que, aunque Capel Curig y Sergeant Man no reemplazan la cadena de la Aiguille verte, al menos podía recobrar algo de lo que había sentido en Cambridge tiempo atrás. Iba solo, a pesar de la lección de las Dru (que todavía estoy pagando, literalmente: el rescate de montaña francés es eficiente, pero puede costarte 20 años de la clase de vida que te vaya a quedar; allá arriba muchos rezan para que no los saquen de la montaña); y desalentaba ese deseo obsesivo de conversar que parece aquejar a la asociación de senderismo.
Fue en una de esas vacaciones que volví a saber de Lyall. Estaba parando en la zona de los “tres Picos”, al norte y al oeste de Settle, y sus extensos páramos impresionistas empezaban a resultarme arduos e ingratos. La carta de Lyall me llegó después de un día de renguear sin mucho entusiasmo por Scales Moor en esa llovizna lúgubre y cálida que sólo Yorkshire puede producir.
(…)
TIEMPO ARGENTINO