11 Mar El último abrazo de gol del Mariscal
Por Javier Saul
Pocos futbolistas logran destacarse en el campo de juego con ese extraño maridaje entre la elegancia y el juego brusco. El porte de ícono juvenil y un aspecto más aguerrido, con historias y anécdotas que se fueron potenciando con el pasar de los años. Siempre con el temple como bandera. Tampoco resulta habitual que alguien con su popularidad se mueva sin divismos, con la misma humildad que cuando daba sus primeros pasos en los potreros de Sarandí. Aspectos que marcaron la vida de Roberto Perfumo, el Mariscal, que falleció ayer a los 73 años en el Sanatorio Los Arcos. Considerado uno de los mejores zagueros argentinos de todos los tiempos, fuera de la cancha se destacó como entrenador, comentarista de televisión y columnista de Olé, aunque también tuvo dedicación para recibirse de psicólogo social y tener un breve paso por la función pública, como secretario de Deporte en 2003.
Perfumo sufrió un accidente en la madrugada de ayer, cuando se cayó de una escalera en un restaurante de Puerto de Madero y se golpeó la cabeza, lo que le produjo “una fractura de cráneo y de cadera”, según confirmó Alberto Crescenti, director del SAME. Después, fue ingresado en el hospital Argerich, del barrio de La Boca, donde se lo sometió a una tomografía que determinó un “traumatismo grave de cráneo con fractura”. Y, tras ese estudio, fue trasladado al sanatorio privado de Palermo.
Nació el 3 de octubre de 1942, en Sarandí, donde llegó a compartir partidos informales con Julio Grondona. Perfumo jugaba de lateral derecho y el ex presidente de la AFA era el N° 10 de un Arsenal que germinaba en los torneos del barrio. Después, pasó por las inferiores de River, pero quedó libre (“Dedicate a trabajar porque al fútbol no podés jugar”, le avisaron, sin buen ojo clínico) y terminó haciendo pruebas en Independiente y Lanús, donde fue rechazado. Así, tras acumular frustraciones, terminó desembarcando en Racing, donde maduró como futbolista, mostró su mejor versión y coleccionó títulos nacionales e internacionales.
Lo ayudaba la “cara de angelito”, pero también su conducta. Era fuerte, chocaba, marcaba sin contemplaciones, siempre al límite de un reglamento mucho más permisivo que el actual. “No sé cuántos partidos terminaría hoy en la cancha”, reconoció años más tarde.
En la Academia jugó entre 1961 y 1971. Una década en la que fue parte del engranaje del histórico “Equipo de José” y donde levantó un título local, la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental. Volante por izquierda en sus inicios, las lesiones de dos centrales lo hicieron retroceder, para no salir más. “Vas a jugar de central y vas a ir a la selección”, le dijo Juan José Pizzuti. “Está loco”, le avisó Alfio Basile. Esa charla se dio en agosto del 65 y Zubeldía lo citó para el equipo nacional en diciembre. Con la camiseta argentina jugó los Mundiales de 1966 y 1974 e integró el equipo que no pudo clasificarse para el de 1970. Para la posteridad quedará el intercambio de banderines con Johan Cruyff, en el duelo ante la Naranja Mecánica en junio de 1974, en el Parkstadion de Gelsenkirchen.
Tras dejar una huella en Avellaneda, viajó a Brasil para defender los colores de Cruzeiro, donde en cinco años consiguió cuatro títulos. Regresó a la Argentina en 1975 y terminó su carrera en River, en 1978, a los 36 años. Ángel Labruna lo convenció de seguir jugando y conformó un plantel que le puso punto final a la racha de 18 años sin vueltas olímpicas, en el Metropolitano de 1975. No fue todo. Luego sumó dos títulos más.
Entre fútbol y amigos, así vivió sus últimos días. Ya como analista desde una cabina o un estudio de televisión, aunque con la misma elegancia. Y participando en eternas reuniones de madrugada con amistades de todos los ámbitos. Se fue el Mariscal. Ese cocktail de fútbol, tango y elegancia. Quedará para siempre su abrazo de gol.
CANCHALLENA