19 Mar El Indio Solari empezó a alejarse de los escenarios
Por Pablo Perantuono
“Sigo siendo el mismo de siempre, y te aburre mi voz, llega el adiós.” Promediaba el multitudinario show del Indio Solari en Tandil, al que acudieron 150.000 personas, y era imposible no asociar la letra de “Había una vez” con el tono crepuscular que tuvo su impactante presentación de anteanoche. La retórica, el hablar de un “otro” para también hablar de sí mismo, ha sido una constante en la abigarrada lírica solariana.
Esa sensación de despedida o de lento ocaso se instaló minutos antes del inicio del concierto, cuando en un gesto inusual -sólo una vez, en los shows de Huracán en 1994, había ocurrido algo similar, aunque por otras razones-, el músico irrumpió en escena para aclarar que la enfermedad que padece es Parkinson: “Mr. Parkinson me anda pisando los talones, pero bueno, acá estamos, así es la vida”, ironizó, seco. Y para explicar la naturaleza de los cambios en la banda, una actitud inédita en él, ya que ni siquiera en la época de los Redondos solía hablar en vivo de las modificaciones en el interior del grupo.
Al margen del hálito de partida y de la desmesura que tienen todos sus conciertos, éste tuvo otra particularidad: por primera vez en 20 años el sonido de Solari salió de la órbita musical de Hernán Aramberri, alejado de los Fundamentalistas del Aire Acondicionado a fines del año pasado.
Aramberri, que se sumó a los Redondos a mediados de los años 90, fue una pieza capital en el engranaje sonoro tanto ricotero como del Indio solista. Baterista y percusionista, fue uno de los responsables del salto cualitativo que hizo la banda en ese entonces, cuando sus cuantizadores y secuencias provocaron, a partir del disco Luzbelito, pero sobre todo en los posteriores, un viraje rítmico notable. Aramberri fue reemplazado por Martín Carrizo. La otra variante fue la del bajista Marcelo Torres (recordarán su paso por Los Socios del Desierto, trío de Luis Alberto Spinetta que completaba Daniel Wirtz), suplido por el experimentado Fernando Nalé.
Acaso provocado por el sonido demoledor que emanó de las torres de parlantes, esos cambios fueron imperceptibles. No bien comenzaron los primeros punteos de “Nuestro amo juega al esclavo”, una fiesta de dimensiones colosales se desató en el Hipódromo de Tandil, atiborrado de 150.000 seguidores extasiados que bailaron y declamaron su amor por el cantante. Aun con la complejidad que supone envolver acústicamente un predio al aire libre de la naturaleza del de anteanoche, el sonido acompañó la ambición -su escala grandilocuente- del cantante.
La ciudad ideal
Tandil fue escenario, una vez más, del cordón emocional que une al Indio con su público, aun cuando Solari, como ha sido costumbre en él, no reduzca su arte a la concesión afectiva o la demagogia verbal.
El de Tandil estaba planteado como el show más largo de su carrera solista: 28 temas en casi tres horas de recital. Pero ese plan se vio levemente afectado, porque cuando el grupo estaba a punto de interpretar “Barba azul” una andanada de zapatillas lanzadas al escenario hizo enojar a Solari, que pasó, en un pestañeo, al tema siguiente, el clásico “Luzbelito”. De esas 28 planeadas, la mitad -más de lo habitual- eran canciones de la etapa ricotera. Finalmente, con “Barba azul” trunca, fueron 13 los temas pertenecientes a Patricio Rey, algunos de ellos, como “La parabellum del buen psicópata” o “Esto es todo amigos”, infrecuentes en el repertorio en vivo. Se sabe: el catálogo de canciones de Solari es tan vasto que se puede dar el lujo de desempolvar gemas arcanas de su extensa discografía y que, sobre todo tratándose de temas viejos, sean celebrados por el público.
Como suele ocurrir en sus presentaciones, los puntos altos del show, a excepción de “Flight 956” y “Había una vez…”, ambas de la era solista, fueron los hits ricoteros. Aun cuando Solari no interpretó himnos como “Juguetes perdidos”, “Un ángel para tu soledad” o “Esa estrella era mi lujo”, las canciones de su etapa grupal desataron una fiesta de goce y baile. Por supuesto, el paroxismo llegó con “Jijiji”, habitual colofón de los conciertos, cuya coreografía provoca que la tierra gima. “Casi hacen caer la piedra de Tandil”, bromearon, satisfechos, en la organización.
Después de un 2015 sabático aunque no menos movido -al anuncio de que está enfermo le sumó el lanzamiento de un DVD y la preparación de material nuevo-, Solari volvió a demostrar que tiene un poder de convocatoria inusual en el negocio de la música. A los 67 años pero todavía en la ruta, el músico sigue provocando una pasión desbocada y filodramática que no sólo se sostiene en el tiempo, sino que excede a las canciones, al artista y a los razonamientos convencionales. Se trata de un fenómeno extraordinario, una complicidad que hace de la entrega corporal -“Demasiados los moretones, muy pocos encantamientos”, cantó ayer Solari- una condición esencial en ese combo de agónica épica, música y adoración que compone el núcleo duro de esa religión que, aun amenazada, todavía late con fuerza.
LA NACION