Dios como protagonista: cuando la ficción literaria se vuelve divina

Dios como protagonista: cuando la ficción literaria se vuelve divina

Por Cecilia Acuña
En el universo literario a Dios se lo suele cuestionar, juzgar, despreciar, negar, quizás a veces se lo extraña o se siente por él melancolía, pero son pocas las ocasiones en las que se lo que lo ama o, al menos, son contados los escritores contemporáneos que se atreven a decir que lo aprecian. La espiritualidad cotiza en baja entre la mayoría de los intelectuales. En todo caso, Dios en la literatura es considerado un personaje vinculado con la autoayuda que tiende a colaborar más en la facturación y menos en el esfuerzo por abordar el tema de una manera compleja.
Tal vez sea que la literatura sólo ocurre cuando se encuentra con los grises y con las oscuridades del corazón. Así lo describe Flannery O’Connor, tan heredera de Faulkner como ferviente católica, en una carta a una amiga: “Una de las cosas más terribles de escribir cuando eres cristiano es que para ti la realidad suprema es la Encarnación y nadie cree en la Encarnación, es decir, no tienes público. El público está compuesto por personas que creen que Dios ha muerto. Es casi imposible escribir sobre la gracia sobrenatural en la ficción. Casi siempre lo tenemos que encarar de una forma negativa”.

Dios y la melancolía
“No creo en Dios, pero le echo de menos”, así comienza el ensayo novelado de Julian Barnes, Nada que temer, donde el escritor británico confiesa que suele pensar en Jesús, en el dios cristiano que conoce, no en Buda ni en Mahoma, porque no forman parte de su mundo de vida. Barnes no se burla de los creyentes ni arremete contra los dogmas religiosos, sino que, al contrario, asegura que creer es necesario para el hombre y que a él más de una vez le gustaría dejarse tentar por la fe que consuela frente a las desgracias. En El Reino, Emanuel Carrère construye una especie de autobiografía que se lee de un tirón y que, a la vez, indaga en los orígenes del catolicismo presentando las contradicciones de un Carrère de un pasado piadoso -de misa diaria- que, por momentos, parece añorar el abandono en la voluntad tranquilizadora de un ser superior capaz de gestionar destinos.

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Las alegorías de Dios
Aquellos escritores convertidos a madura edad al cristianismo no tienen ningún inconveniente en escribir sobre Dios y en hacerlo con vehemencia. C.S. Lewis, por ejemplo, se lleva todos los premios: dedicó toda su obra literaria a la espiritualidad cristiana. Desde Las crónicas de Narnia -donde un león hace las veces de Jesús- hasta el ensayo novelado El gran divorcio, donde el autor describe los conceptos de cielo e infierno desde una perspectiva 100% racional, Lewis nunca se sintió disminuido intelectualmente debido al encuentro con la fe. Otro converso fervoroso fue G. K. Chesterton, que en el camino del agnosticismo al catolicismo escribió maravillosos textos, entre los que se destaca El hombre que fue jueves, una metáfora del peregrinaje del hombre en la Tierra hasta el encuentro definitivo con Dios.

Un Dios cuestionado
Agobiados por los interrogantes de la existencia de Dios y su participación en el destino del ser humano, la mayoría de los escritores que han abordado el problema de lo divino lo han hecho a través de la exposición de sus propias dudas y contradicciones respecto de la fe. En 1980, Anthony Burgess publicó uno de sus mejores libros, Poderes terrenales, que usa la historia de un escritor homosexual, emparentado lejanamente con un papa ficticio, que termina siendo excusa para resolver el duelo entre lo espiritual y lo intelectual. . “Si Dios no existe, todo está permitido”, proclama uno de los protagonistas de Los hermanos Karamazov, en una síntesis perfecta de las preocupaciones morales de Dostoievski. El escritor ruso se vale de una historia repleta de desgracias para poner de manifiesto que sólo Dios puede dar sentido al sufrimiento.

Dios y la moral
El problema para muchos no es tanto aceptar que Dios existe, sino estar de acuerdo con lo que viene después. Porque si Dios existe y tiene una presencia activa en el acontecer cotidiano de la humanidad, entonces, la coherencia indica que se deben aceptar ciertas nociones acerca del bien y del mal conformes a la antropología planteada por esa divinidad. Graham Greene es conocido por su adhesión al catolicismo, pero también por sus constantes contradicciones morales. En El fin de la aventura -un adulterio que se transforma en una trágica historia de amor-, el escritor británico ilustra las dos posturas; por un lado, la de negar a Dios para evitar sus mandatos y, por otro, la de acceder a la trascendencia con todo el sacrificio que implica. Otro que se entrega sin condiciones a ser un instrumento de Dios es Owen, uno de los personajes más entrañables del universo creado por John Irving. El relato Oración por Owen, es la historia de un hombre de fe con aspecto de niño que se entregará a cada acontecimiento de su vida en clave de predestinación siguiendo los mandatos morales de un Dios al que, aunque se le revela absurdo, acepta sin vacilar.

Un Dios humanizado
Ateos o agnósticos pero con la suficiente inquietud acerca de la trascendencia, aquí se ubican los escritores que han dedicado alguna de sus obras a cuestionar a Dios, no en un plano divino, sino humanizándolo. Saramago en El evangelio según Jesucristo lo hace en un tono que se acerca a la burla y convierte así la vida del mesías intachable de los evangelios canónicos en un recorrido literario alternativo repleto de incertidumbre. Con el afán de acercar la imagen de Jesús a las debilidades humanas y de cuestionar la divinidad proclamada por la religión, el escritor griego Nikos Kazantzakis escribió La última tentación de Cristo, la novela que le valió que la Iglesia Católica ortodoxa lo excomulgase. La historia es una ucronía que relata qué habría pasado si Jesucristo se hubiera entregado a la vida de un hombre común de la época. A pesar de toda la polémica que provocó tanto el libro como su versión cinematográfica, pocos repararon en que Kazantzakis en la introducción de la novela sostiene que si bien la tentación más fuerte que puede tener un hombre es la de ser una persona normal, Cristo seguramente la tuvo y así y todo pudo vencerla.
LA NACION