07 Feb Nueva Zelanda: Aventura en tierras maoríes
Por Pablo Bizón
De pronto nuestro guía, Mark Everard, nos propone salir por un momento del itinerario previsto para mostrarnos una especie de “paraíso personal”, al que escapa cada vez que tiene unos días libres, y surge la idea: deberíamos venir otra vez y alquilarnos un motorhome para recorrer estas islas a nuestras anchas. Lo pensamos cuando vemos esos dos carrozados a orillas del camping del pequeño lago Kirkpatrick, en medio de las montañas, y a esa familia de brasileños parados sobre los postes del alambrado tomándose selfies, con las cimas nevadas de fondo. Y súbitamente pienso “así es Nueva Zelanda”, un país sobre montañosas islas en medio del océano Pacífico, que parece tener un rincón reservado para cada uno a la vuelta de cada esquina, una especie de “arme su propio viaje” con una oferta que va de modernas ciudades a montañas nevadas y lagos de aguas cristalinas; de bosques infinitos a decenas de playas, infinidad de actividades de aventura y la presencia poderosa de la cultura maorí. Kia ora (“hola”). Pasen y disfruten de Aotearoa, “la tierra de la gran nube blanca”.
Día normal en Auckland
Luego de 13 horas de vuelo comenzamos a tomar conciencia del aislamiento de Nueva Zelanda, a casi 2.100 km del vecino más cercano, Australia, y con una diferencia horaria de ¡16 horas! con Buenos Aires, capaz de desorientar al más prevenido. Por eso despegamos de la ciudad de los porteños un sábado a la nochecita y aterrizamos en Auckland el lunes por la mañana, como si hubiéramos estado más de un día en el aire.
Lo primero es salir a caminar la principal ciudad del país (1,5 millón de habitantes contra menos de 400.000 de la capital, Wellington), y lo segundo, asombrarnos por la poca gente en las calles. Como si fuera domingo excepto porque todo está abierto, pocas personas caminan la avenida principal, Queen Street, donde varios negocios ofrecen kiwis de peluche y camisetas de los All Blacks. “¿Estarán todos en Inglaterra por el Mundial de Rugby?”, bromea alguien. Pero Mark, sorprendido, nos desasna con una sonrisa: “No, siempre es así, este es un día normal en Auckland”.
Queen termina en el puerto, desde donde zarpan ferries hacia otras zonas de la ciudad, como Davenport o Rangitoto. El maorí es idioma oficial del país junto con el inglés, y Rangitoto es una isla y reserva natural donde se puede pasar un día al aire libre, aunque los kiwis (como se llaman a sí mismos los neozelandeses) prefieren la más popular isla Wahieke, un destino muy habitual para una escapada del día a hacer kayak o mountain bike –gran pasión nacional–, o pasar un día entre parques naturales, jugar al golf, disfrutar de sus 40 kilómetros de playas o recorrer olivares y viñedos.
Pero ahora no vamos para allí sino por la costera avenida Tamaki, que va zigzagueando junto al mar entre parques, pequeñas playas, bares y restaurantes y yatch clubs repletos de veleros, que justifican el apodo de “ciudad de las velas”. Divino paseo que define una de las esencias de este país, uno de los que mejor calidad de vida ostentan en el mundo: excelente infraestuctura y una naturaleza impecable, que brinda un espectáculo a cada mirada. Un tercio de todo el país está protegido por parques y reservas naturales, y aún donde está protegido, lo parece. La convivencia del mar con las montañas, de los bosques con los campos sembrados, las ovejas pastando por todos lados y los viñedos, crea ambientes espectaculares.
Las calles comerciales con mucha onda –bares, restaurantes, tiendas– en Parnell, Devonport, Ponsonby –pequeños “Palermos Hollywood”, decimos, con poca imaginación–, las calles impecables, las panorámicas desde alguno de los 48 conos volcánicos que salpican la región de Auckland. Subimos al más cercano al centro, el Mt Eden (los maoríes lo llaman maungawhau, “montaña del árbol whau”), que desde sus 196 metros ofrece vistas panorámicas de la ciudad con su centro sembrado de edificios vidriados y coronado por la Sky Tower, con un excelente restaurante panorámico a 220 metros de altura. Si la comida no le cae pesada, desde la cima puede hacer skyjump, que consiste en saltar al vacío atado con una cuerda elástica. Tiene tiempo para pensarlo.
Viñedos y cerezos en flor
Pero ahora, ¡a cocinar! Mark Griffith y su esposa Carmel nos reciben en The Gourmet Within, un local en el pequeño centro comercial de Matakana, unos 70 km al norte de la ciudad, allí donde la región de Auckland limita con Northland. El es inglés, ella kiwi, se casaron, viven en medio de un pequeño viñedo y en su tienda enseñan a preparar platos típicos usando ingredientes locales, de pequeños productores y en gran medida ecológicos y orgánicos. Organizan food tours con los que enseñan a cocinar y, de paso, apoyan a los productores regionales, quienes todos los sábados ofrecen sus productos en el Matakana Village Farmer’s Market, un mercado al aire libre que vale la pena conocer.
Y como de comida gourmet se trata, la siguiente escala es la granja de otras Mahurangi, una de las varias de la región pero la única que organiza tours guiados “por sus propios dueños”, Andrew y Lisa, para conocer los cultivos y degustar allí mismo, sobre una pequeña embarcación en el río Mahurangi, un manjar de ostras frescas con limón y salsa picante. Aunque primero hay que aprender a abrirlas, lo que, al menos en los primeros intentos, puede llevar varios minutos.
Matakana es una región de paisajes que impactan por lo bucólico: suaves colinas verdes a orillas de un mar salpicado de yates y veleros, vacas y ovejas pastando aquí y allá o refugiadas a la sombra de grandes árboles, hileras de viñedos que trepan las laderas, cerezos en flor todos pintados de blanco. “Todo parece intervenido por un paisajista”, comenta alguien mientras llegamos a la playa Omaha, donde dos chicos se lanzan por una pequeña rampa de arena practicando equilibro sobre la tabla de surf, otra de las grandes pasiones neozelandesas –ninguna antes del rugby, claro–.
Nueva Zelanda tiene más de 15.000 kilómetros de costas, también para todos los gustos. En el norte de la Isla Norte, y sobre todo hacia el este, hay grandes playas de arena perfectas para nadar, surfear, tomar sol, caminar. Como esta de Omaha, que se ensancha a varias decenas de metros cuando baja la marea. Del lado oeste las playas son de arena oscura y más agrestes, como las simpáticas Baylys Beach y Mitimiti, y la famosa Playa de las noventa millas, paraíso para surfers. En el extremo norte, Giant Te Paki tiene impresionantes dunas de arena –pero grandes de verdad, de varios metros– perfectas para el sandboard. Cerquita está el cabo Reinga, el punto más septentrional de Nueva Zelanda, conocido como “el lugar del salto” porque es el sitio donde los espíritus maoríes comienzan su último viaje.
Géiseres y hakas
Pero estamos en este viaje, que nos lleva ahora a la tierra del azufre. Unos 300 km al sur de Auckland está Rotorua, que se destaca primero por los sentidos: su impresionante olor a azufre se siente a varios kilómetros, y las grandes fumarolas volcánicas se ven desde lejos, como si surgieran del centro mismo de la ciudad. Las fuerzas volcánicas que dieron origen a estas islas siguen aquí haciendo de las suyas, y por eso hay aguas termales y el enorme campo geotermal Wai-O-Tapu, donde la estrella es el géiser Lady Knox, al que hacen erupcionar todas las mañanas a las 10.15. Sí, provocan la erupción artificialmente –echándole jabón en polvo dentro– para que los turistas sentados en gradas vean cómo de las entrañas de la tierra este pequeño géiser expulsa material a 20 metros de altura. Es por lo menos curioso ver a la gente mirar sus relojes y decir “faltan 4 minutos”, “faltan 2…”, para salir casi disparados cuando el espectáculo aún no termina.
Wai-O-Tapu (“agua sagrada” en maorí), de todos modos, es verdaderamente genial: un área geotermal de unos 18 km2 repleta de cráteres colapsados, piscinas de lodo y agua hirviendo y fumarolas, que nos recuerda que Nueva Zelanda es uno de los países atravesados por el famoso “Cinturón de Fuego del Pacífico”. Los senderos serpentean entre lagunas de colores surrealistas, de los tinteros del Diablo –pozos de lodo gris oscuro por grafito y petróleo– y los increíbles colores de la laguna Paleta del artista –verde, amarilla, roja, anaranjada– a la increíble Piscina del champán, de 65 metros de diámetro, 62 de profundidad y 70°C de temperatura, y los muchos cráteres: entre ellos el del infierno, con sus borbotones de lodo hirviendo, y del Nido de los Pájaros, en cuyas paredes anidan aves que aprovechan el calor termal para incubar sus huevos. El recorrido más corto demanda unos 30 minutos; el más largo, aproximadamente 90.
“Dice la leyenda que el primer maorí en llegar a Nueva Zelanda se llamaba Kupe, y arribó hace unos mil años desde Hawaiki, una mítica isla polinesia del Pacífico sur, en su waka hourua (canoa), usando como guía las estrellas y las corrientes oceánicas”, nos cuenta Shean Marsh en Te Puia, un centro de cultura maorí en medio de un campo geotermal, donde funciona una escuela de diseño y arte tradicional, se aprecia la arquitectura tradicional y “se entra como un turista y se sale como un miembro de la familia”, como dicen aquí. Pero primero debemos ser admitidos por medio del tradicional manaakitanga, con el que se aseguran de que no somos enemigos. Por eso, después de ver el hangi , que es la forma tradicional de cocinar –con piedras calientes en un hoyo en la tierra, como el curanto patagónico–, nos reciben en el wharenui del marae local. Por partes: el marae es un complejo cercado de edificaciones y tierras pertenecientes a una iwi o tribu, en este caso el pueblo Pikirangi; y un wharenui, la sede de reuniones, un edificio tallado en el que se representan danzas y música típica. Las mujeres son invitadas a bailar la danza poi y los hombres, a representar el haka, la tradicional danza de guerra maorí que hicieron famosa los All Blacks.
Entre tejidos típicos y símbolos como el tiki, que representa la figura humana, y el manaia, con cabeza de ave y cuerpo de serpiente, luego de la cena tomamos un chocolate caliente frente a un escenario casi surrealista de aguas humeantes y piedras blanqueadas por las erupciones del géiser Pohutu. Y para terminar la noche relajados, una visita al spa polinésico, con sus piscinas de aguas termales a distintas temperaturas, bajo las estrellas y a orillas del lago Rotorua.
En Queenstown está el agite
Al sur de la Isla Sur: un vuelo con trasbordo en Christchurch –tercera ciudad del país, luego de Auckland y Manukau– aterrizamos entre los picos nevados de Queenstown, la “capital mundial de la aventura”, y nos invaden dos sensaciones. Una, la similitud geográfica con nuestra Patagonia cordillerana, y la otra, que la tranquilidad que vimos en los otros lugares aquí no se respeta tanto. Como Bariloche en plena temporada, Queenstown está repleto de jóvenes, y por eso también de bares, discos y restaurantes. Y aquello que nos sorprendía en Auckland –la tranquilidad y la poca gente en las calles–, aquí se termina: es viernes y todos salen; los turistas chinos –verdadera “invasión”–, hasta las 8 o 9 de la noche, los jóvenes, hasta cualquier hora.
Queenstown está a orillas del enorme lago Wakatipu, y lo primero que hacemos es recorrer bodegas de la zona. Porque estamos en Central Otago, una de las regiones vitivinícolas del país junto con Martinborough y Marlborough –aunque un “winetour” realmente completo debería sumar también West Auckland, Gisborne y Canterbury–. Hay muchos tours vitivinícolas en bus, en auto, en bici. La mayoría de las bodegas tiene restaurantes, cuya excelencia comprobamos en el de Gibbston Valley antes de intentar tirarnos –literalmente– al río: queremos lanzarnos atados de los tobillos hacia el río Kawaru, reconocido por ser el primer bungee jumping comercial del mundo. Pero este salto no estaba en el programa, y hay mucha demanda: tendrá que ser otra vez. Nueva Zelanda, y especialmente Queenstown, es famosa por sus bungee, sobre todo por el del río Nevis, que con 134 metros, es uno de los más altos del mundo. El consuelo es el paseo por Arrowtown, un pueblo muy pintoresco que surgió en 1862 cuando en el río Arrow estalló la fiebre minera. Si bien todavía hay quienes buscan oro, la historia de sus mejores épocas se reconstruye en el museo Lakes District, en la calle Buckingham, y en sus geniales cabañas de madera originales, reconstruidas.
Si la navegación en el centenario TSS Earnslaw –un barco a vapor botado en 1912, el mismo año que el Titcanic– por el lago Wakatipu es tranquila y relajada, no pasa lo mismo con el jet boat por el río Dart. Para embarcarnos llegamos a Glennorchy, un pueblo en el extremo norte del lago, a unos 50 km de Queenstown, que en flashes me recuerda a Cholila, en Chubut. Nos calzamos los salvavidas, y apenas subimos al bote nuestro guía y capitán, Elliot, enfoca la desembocadura del río Dart y acelera como si quisiera dejar todo atrás. El río aquí es muy ancho y se separa en varios pequeños brazos, por los que vamos surfeando a velocidades inimaginables. Este bote llega a 90 km/h dice Elliot, y cada tanto levanta su mano derecha y la gira en el aire varias veces, anticipando que va a pegar un volantazo que nos hará dar un brusco giro de 360°. Cada tanto nos detenemos y admiramos este valle rodeado de altos picos nevados, donde se filmaron escenas de El Señor de los Anillos, Límite Vertical, X-Men el origen y Narnia. El jet boat es una de las actividades de aventura que lleva el sello distintivo de Queenstown, donde también se practica mucho mountain bike –como en todo el país–, trekking, kayak, paseos en helicóptero y globo, cabalgatas, paracaidismo… en fin, que cualquiera sea la aventura que ande buscando, seguro la encuentre aquí.
Al regresar por la ruta que bordea el lago es cuando Mark propone el desvío que les contaba al comienzo de esta nota. Lo que no les dije entonces es que sobre las montañas que rodean el Wataikipu se extendía una enorme nube blanca. Me gusta pensar que puede ser igual a la que recibió a los primeros maoríes hace mil años, que por eso bautizaron a Nueva Zelanda con el nombre de Aotearoa, “La tierra de la gran nube blanca”.
CLARÍN