18 Feb Marcos López: “Me convertí en profesional del colorinche y la baratija; quedé congelado en el Frankenstein que yo mismo construí”
Por María Paula Zacharías
arcos López abre en pijama la puerta rosa chicle de su estudio a las 10 de la mañana de un día de semana. Está a cinco cuadras de Constitución pero hay silencio en esa calle ancha de casonas centenarias ruinosas. Adentro, un perro achacoso y un gato remolón se arriman a las estufas, mientras Marcos se viste (jeans, camisa verde fotógrafo) y prepara un té.
Con la vista se puede recorrer su historia: su obra se desparrama en colores brillantes por la pared en pinturas que se expanden o ampliaciones de sus fotos ícono (el Gauchito Gil, la Chica vaca con perro, la maestra argentina que promociona un producto de limpieza). O toma cuerpo en esculturas, escenografías e instalaciones, mientras se acumulan libros, dibujos y objetos de culto kitsch como una estatua de la libertad o un chanchito alcancía. Éste es el micromundo del creador del concepto del pop latino. Con sus fotos, inventó una particular manera de mostrar la identidad visual latinoamericana.
En estos días se ve en la galería Rolf (Posadas 1583) una especie de origen de todo eso: sus primeros retratos en blanco y negro, y una instalación que reproduce el living de la casa de sus padres tal como era en su infancia santafecina, sólo que el tapizado de flores del sillón trepa por el empapelado también floral, emerge un retrato del papel descascarado y se multiplican los animalitos de porcelana y las carpetas de crochet.
“Me lleva directamente a una situación afectiva familiar, de mi mamá y su decoración con platitos en la pared. Mis padres se pasaban la vida decorando la casa. Mi padre era aficionado a empapelar cada sala con un motivo diferente. Los recuerdos no siempre son verdad, uno se inventa sus recuerdos, pero yo recuerdo que cada dos años cambiaban los empapelados. A veces creo que todo lo que yo traté de hacer con el color, el humor y el pop latino fue un intento de escaparme de esa melancolía de la infancia y juventud en la provincia. Un intento fallido de ir hacia el colorinche. Sin embargo, vuelvo a construir ese livincito que es un poco la estructura de lo que yo soy. Soy el crochet que tejían mis tías”, evoca. Pero en la familia no había ningún interés artístico. “Fue una vocación desbordada mi necesidad expresiva por la imagen, y de salir desesperadamente a la búsqueda de una identidad latinoamericana. Del livincito salí al Altiplano, a Venezuela, me fui a estudiar cine a Cuba, a México, en la búsqueda de la identidad del mestizaje y la inmigración. Como artista soy un argentino típico, nieto de inmigrantes (mi abuela es española). Yo era estudiante de ingeniería, colegio de curas, Dictadura, trataba de jugar al tenis en el Jockey Club de Santa Fe. Me pongo a ser fotógrafo y se entiende que sería un hobby. Pero cuando descubrí la fotografía, no la pude dejar más”, dice.
–¿Cómo fue el proceso de convertirte en fotógrafo?
–Estudié como cinco años Ingeniería en Construcciones, pero lo único que me interesaba era la fotografía. En un momento me animé y les dije a mis padres que me venía a vivir acá, con una beca del Fondo Nacional de las Artes. Coincidió con el fin de la Guerra de Malvinas, y era una explosión, un desborde, Teatro Abierto, los recitales BARock del rock en castellano, conocía a artistas como Liliana Maresca y fotógrafos que me formaron como Sara Facio, Humberto Rivas, Juan Travnik y Ataulfo Pérez Aznar. En esa época la formación era por cruce de experiencias. Trabajaba en periodismo, pero siempre tuve una claro interés expresivo, apresado en una necesidad de estar explicándome o reflexionando sobre el sentido de la identidad, de quiénes somos como país, comunidad, continente. Mis fotos siempre se están preguntando quiénes somos, pero más allá de lo latinoamericano: van al sentido de la existencia. ¿Qué hace uno con su propia vida? Ahora me preocupa más eso que el arte.
–¿Cómo siguió tu camino?
–En un momento, leí en el diario de una beca para estudiar cine en Cuba. No era mi intención hacer cine, pero me presenté y gané, junto con otros cinco argentinos. Me quedé un año y medio estudiando con Gabriel García Márquez y Fernando Birri, y fue un máster en América Latina, porque éramos estudiantes de todos los países. Mirar a Argentina desde una distancia, para eso sirve viajar. Fue clave en mi formación. Ahí creo que “inventé” el pop latino (uno no inventa nada), en un primer ejercicio. En lugar de filmar un documental del esfuerzo de los recolectores de caña de azúcar, hice una caricatura del Caribe socialista en una piscina de un hotel años `50, con caimanes embalsamados y tragos de ron con revolvedores con palmeritas. De fondo, los murales del Che y un trío de guitarras. El tema era los cantores de tango en Cuba. Empecé a usar el color y ya no lo pude dejar más. Y me quedé apresado en el pop latino. Porque me contratan para una foto publicitaria y me piden un pato inflable.
–Te piden que les hagas un Marcos López.
–Me convertí en un profesional del colorinche y la baratija. Me quedé congelado en un Frankenstein que yo mismo construí. Eran los ‘90, menemismo, anteojos de Taiwán por dos pesos, la patria como un shopping center de cartón pintado… Hice mi primer libro del pop latino y dicen los críticos que yo fui documentando con la puesta en escena el menemismo. Una caricatura de un país que se pretendía como una especie de Disney World…
–…con Mickey con patillas.
–Llegó un punto en el que dije que sólo me interesaba hacer fotos de América Latina. Europa no me interesaba. Con los años me voy poniendo más flexible. De hecho me puse a hacer una película, porque sentía una deuda pendiente con el cine. Me parecía que no sabía. Creo que no hago ficción porque nunca se me ocurre qué hacerles decir a los personajes. Mis fotos son escenas. Como mi esposa Lena Esquenazi es una sonidista de cine, muy profesional, se nos ocurrió hacer un proyecto juntos. Me venía la imagen de Ramón Ayala, músico y poeta del alto Paraná. Es un especie de capitán de barco para subir el Paraná río arriba desde el Río de la Plata, hacia las entrañas de América. Finalmente encontré que las entrañas de América Latina están en los mercados de Constitución. O en la Salada, con sus costureros bolivianos o paraguayos, la inmigración, sus marcas falsas. La película terminó siendo una road movie que pasa por lugares afectivamente importantes para mí como el Festival de Cosquín o el reloj cucú de Carlos Paz. Ramón Ayala era una excusa para hablar del río y la profundidad de la selva subtropical como germen de la inmensa América. Siempre me gusta lo barroco, lo exagerado. De hecho estoy empezando a pensar otra película, que se va a llamar Exceso, donde mezclo la gente comiendo sánguches en La Bristol, el altiplano boliviano, el Guacho Gil, los santos populares venezolanos y las artesanías. En Tucumán me interesó un pueblo, Famaillá, donde se celebra la Fiesta del Mellizo, porque el intendente tiene un hermano mellizo con el que se va alternando el puesto. Hay una frase: a la insípida consigna minimalista menos es más, yo le contrapongo más es más. Remarcar, exagerar, subrayar, como un intento desesperado de hablar de lo mismo.
–El eje de tu trabajo de los últimos 25 años es, dijiste vos, el mantel de hule, concepto que le debés a Leonardo Favio.
–Sí, es una frase que le escuché a Favio. A mí siempre me interesa la sensorialidad poética de los objetos. Cuando parás a comer en la ruta en restaurantes humildes, la dueña le pasa un trapo rejilla sucio sobre ese mantel ya desteñido. Hay que apoyar los antebrazos en ese mantel pegajoso y da vergüenza limpiarlo rápido con una servilleta cuando no te ven, para que no se ofendan. Ese mantel plástico con motivos florales, desgastado, tiene una poética de la precariedad. Todo lo que tengo para decir está en esos dos centímetros cuadrados del antebrazo apoyado en el mantel de hule. Mi obra siempre está buscando lo sensorial. Los zapatitos de las maestras gastados pero limpios, las ojotas de los trabajadores de Brasil, las camisetas de fútbol falsas de Barcelona de ese material que raspa la piel, que por algo cuesta 5 dólares y no 95. La morcilla tiene esa sensorialidad, un rasgo de identidad. Me da asco tocarla con la mano, cada vez como menos carne. Toda mi obra no habla del sub-desarrollo sino de su textura emocional: el empapelado, la carpetita crochet, los pulóveres tejidos a mano que me remiten a mi propia infancia. La fotografía tiene una relación directa con lo melancólico porque habla de lo que ya no está. En un punto uno es siempre un niño de pueblo. Soy un niño de campo, donde viví hasta los doce años, de un pueblito de inmigrantes, donde yo era el hijo del ingeniero.
–¿Cuándo empezaste a alejarte de la fotografía para expresarte por otros lenguajes?
–Creo que siempre lo estuve haciendo. Siempre dibujé mis fotos. El exceso de la era digital de los últimos diez años (las redes sociales, la posibilidad de sacar fotos con el teléfono, que todo el mundo saque fotos, la moda de la fotografía como arte y las ferias) me dio una especie de angustia. Cualquier niño hijo de rico con un iPhone puede hacer una foto y queda bien. El problema es que queda siempre bien. Y entonces me dio una especie de ataque de ir hacia la pintura, el dibujo, la instalación, hacia lo artesanal. Yo entro y salgo de la fotografía, y siempre amenazo. De hecho, hice una muestra que se llamaba Debut y despedida. El arte contemporáneo se pone muy cercano a la moda, la publicidad, la frivolidad del consumo, y me da por refugiarme en las tejedoras anónimas de ñandutí del lago Ypacaraí o en un pintor de artesanías. La artesanía popular siempre me interesó como antídoto al ego del los artistas. Es tan cansador, como ahora, hablar de mí mismo, qué siento, por qué hago lo que hago. ¿Marcos, qué quisiste decir, qué quisiste opinar? Siempre testeando lo que uno siente, explicándose. Hay una escena en la película de Ramón Ayala que creo que es la más lograda: hay un artesano al que le pregunto, señor, cuando está pintando chanchos, ¿en qué piensa? Y él me contesta: En el chancho, ¿en qué voy a pensar? Cuando estoy angustiado me pongo a dibujar o pintar y me calma.
–¿En qué estás ahora?
–Últimamente escribo online en Facebook, que es como saltar al vacío sin red. Como un cuaderno de notas público. Ahora contraté una ayudante para que junte los textos, a ver si los publico junto con mis dibujitos. Yo trabajo en veinte proyectos a la vez: tres libros, cinco películas, un documental, fotos y una escenografía para un programa de televisión. Lucho contra mi propia dispersión. De repente me canso y me pongo a pintar con acuarela, y me da tranquilidad. Pero eso no es trabajar, es perder tiempo. Supuestamente, sacar fotos, sí, soy un profesional. Es un problema ser un artista profesional, porque yo vivo de mi obra, mi obra se comercializa en el mercado del arte, y cambia el concepto de ser artista cuando se convierte en un trabajo. Que circule una economía alrededor de una obra de arte la cambia: sigamos haciendo patos inflables y chancletas volando. ¡No, es un peligro! Siempre está en mí el deseo de provocar al establishment, por más que uno está absolutamente adentro. ¿Querían mis fotografías? Bueno, ahora me puse a pintar. Un adolescente eterno.
–¿Qué te provoca rebeldía?
–Me ahoga el problema de vivir en esta ciudad tan caótica, la desigualdad social, la angustia de lo cotidiano, los falsos slogans de la publicidad: tome cerveza y tenga amigos, compre este auto y sea feliz. ¡No me mientan! Circulo con una hipersensibilidad a todos esos estímulos. De ese exceso de información se me ocurre que salen algunas formas de ironías para exorcizar ese sentimiento. Siempre estoy pensado en lo que hago… los santos populares, la fe.
–¿Tenés fe?
–Sí. Mi mamá dice que siempre reza para que a mí me vaya bien, y yo creo en su rezo. Tengo ganas de hacer una película que se llame la Fe, que empiece con mi mamá y mis tías hablando del poder de la oración. Yo hago meditaciones cuando me pongo muy loco, me calmo respirando, y pienso que me encomiendo a algo. La única solución para calmar la angustia es la fe religiosa. Yo no lo he logrado. Pero ni el éxito, ni el dinero, ni el arte calman nada. El pop latino te entretiene. A veces siento que mi trabajo tiene sentido cuando hago retratos a gente que me encuentro circunstancialmente en la calle o los mercado, almas gemelas con las que construyo un objeto de valor poético y aportamos algo al mundo. Me reconcilio. Pero tengo un conflicto permanente con por qué hago lo que hago y para qué.
LA NACION