25 Feb La pantalla infinita
Por Dolores Graña
No es difícil imaginar que Reed Hastings tiene una bola de cristal. De qué otro modo podría haber previsto el presente en el que vivimos, en el que la serie parece haberse convertido en la forma de narración más consumida alrededor del mundo, donde nuestra obsesión por encontrar la próxima historia dentro de la cual vivir durante las dos o tres siguientes semanas tiene infinitas respuestas positivas, todas ellas contenidas en nuestra pantalla, esperando por colonizar el tiempo libre que dispongamos, estemos donde estemos (salvo que estemos en China, Corea del Norte o Siria).
Un presente en el que, gracias en buena parte a Netflix, la empresa de distribución de contenidos que fundó en en 1997 -cuando intuyó que “el amor de los norteamericanos por el cine sólo era superado por su desagrado a la hora de tener que levantarse del sillón para ir a verlo en las salas”-, la forma en la que vemos las ficciones se transformó tanto que ha terminado por cambiar a las ficciones mismas.
Liberadas de la tiranía del gusto común y los límites físicos de una grilla de programación, las series se multiplican, cruzan, diversifican, se miran en el espejo para apuntar con mira telescópica a su espectador ideal. En la bola de cristal de Hastings ya no está el sueño de unir a millones alrededor del globo en una fogata metafórica, reunidos en la contemplación simultánea de una ficción (como fue Lost, como es Game of Thrones y quizá ya no vuelva a ser), sino una realidad: la mejor serie para cada uno de nosotros es la que queremos ver ahora.
Su visita a Buenos Aires, en diciembre último -junto con Jonathan Friedland, encargado de comunicaciones de la compañía, que fue corresponsal del Wall Street Journal en la Argentina- sirvió para confirmar los ambiciosos planes de Netflix para entregarnos el control (remoto) de nuestras historias: en 2016 estrenarán 31 producciones originales en los 190 países en los que están presentes.
-Qué es más difícil: ¿tener una gran idea como Netflix o convencer a otra gente de que es una gran idea?
-Es más difícil convencer a otras personas, claramente. En distintos momentos de nuestra historia la pasamos bastante mal. Durante los primeros diez años de la compañía nos dedicamos al alquiler de DVD por correo. Mucha gente pensó que Blockbuster nos iba a destruir. Otros nos quisieron enterrar cuando se popularizó Internet. Siempre hay gente que duda: en 2002, cuando comenzamos a cotizar en bolsa, Blockbuster era una compañía 50 veces más grande que la nuestra. Así que no nos quedó otra que esforzarnos para sobrevivir: primero entrar en Internet, después desembarcar en otros países, después producir contenido original. Creo que encontramos el éxito simplemente avanzando, viendo qué podíamos hacer a continuación.
-¿Cuándo siente que cambió la opinión que tenían delstreaming los creadores de ficciones televisivas? ¿Cuándo pasó Netflix a ser un destino deseado y no una especie de segunda oportunidad?
-Creo que desde House of Cards, porque tenía grandes nombres asociados: David Fincher como director, Kevin Spacey y Robin Wright como protagonistas. A ellos les gustó el proyecto y aceptaron traerlo a Netflix porque les dimos un compromiso de dos temporadas completas, algo que no se había hecho nunca. Se pudieron concentrar en desarrollar la historia, construir las escenografías y preparar la narración para al menos 26 capítulos.
-¿Ustedes trabajan con los creadores de sus ficciones para desarrollar esta nueva forma de contar historias?
-No podríamos enseñarles a hacer TV por Internet porque creo que es algo que ellos están descubriendo ahora mismo. En primer término, averiguar cómo contar una historia cuando no tenés condicionamientos. Hay que pensar que ya no es necesario dejar la última escena en suspenso al final de cada episodio para lograr que veas la serie la semana próxima, ni recapitular qué pasó al comienzo del siguiente capítulo. Hay muchas convenciones televisivas que están desapareciendo y los narradores están pensando con qué lenguaje las reemplazarán, qué se puede hacer ahora que antes era impensable. Es cierto que nuestros primeros programas, como House of Cards, podrían haber sido emitidos en un canal como HBO o ABC. Pero los nuevos ciclos tienen características específicas de esta Internet TV.
-¿Cuáles son los desafíos que descubrieron? Es interesante notar que las series ya no tienen una duración estándar…
Jonathan Friedland: -Cuando arrancamos con la producción de series originales, no podíamos permitirnos económicamente ser los únicos dueños de esos programas, así que los hacíamos en combinación con distintas productoras y estudios que, a su vez, podían vendérselos a los canales de aire o cable de cada país por eso duraban 22 o 48 minutos. Ahora que controlamos los derechos globales de nuestras ficciones, hay flexibilidad. En Orange is the New Black, por ejemplo, hay capítulos que duran 90 minutos. Siempre hacemos la misma broma: pretender que las series duren siempre lo mismo es como pedir que todos los libros editados en el mundo tuvieran la misma cantidad de páginas. Es bueno tener la libertad de poder contar una historia sin preocuparse por cuánto te lleva hacerlo.
Hastings: -Me parece que nuestros realizadores están tratando de contar buenas historias del mejor modo posible, sin preocuparse por ser experimentales por la experimentación misma. Sin ir más lejos House of Cards tiene similitudes con Ricardo III. Las mejores historias retoman, revisan, expanden y cambian lo conocido porque los seres humanos somos los mismos. Creo que donde ha habido mayores cambios es en la ficción serial. Antes, tanto las sitcoms como los dramas y casi todos los géneros televisivos eran concebidos para ser vistos sin respetar un orden ni ser un espectador constante. Y entonces HBO comenzó con historias serializadas como The Sopranos o The Wire y esto comenzó a cambiar. La relación entre Breaking Bad y Netflix fue un punto de inflexión: ese programa casi fue cancelado por sus bajos ratings en cable, porque la gente se enteró tarde de que era buenísima y no podía sumarse a la mitad de la temporada porque no entendía nada. Cuando comenzó a estar disponible en Netflix, la gente pudo ponerse al día en sus ratos libres y sumarse a la historia con la llegada de nuevos capítulos. Creo que ahí comenzó el cambio. Le permitió a las ficciones serializadas poder ser exitosas en términos comerciales.
-¿Qué tendría que tener un proyecto argentino para interesarle a Netflix?
-Nosotros no compramos formatos sino contenido original. Ya tenemos dos programas en México, Club de cuervos e Ingobernable, una vuelta de tuerca política sobre el formato de la telenovela, en la vena de La reina del sur [es la historia de una Primera Dama acusada del asesinato de su marido; su protagonista es Kate del Castillo, por estos días en boca de todos por su participación en la entrevista de Sean Penn al Chapo Guzmán]. Tenemos también una serie brasileña de ciencia ficción, 3% y estamos empezando a mirar proyectos en la Argentina porque tenemos una base de audiencia importante y sabemos que lo que adquirimos aquí puede funcionar en otras regiones. Todavía no hemos encontrado el adecuado, pero seguimos mirando.
-¿Qué balance hacen de su asociación con Marvel?
-Ellos llevan muchas décadas desarrollando sus personajes y tienen una gran sabiduría adquirida sobre cómo hacerlo mejor. Tenemos cuatro series diferentes sobre estos personajes (Daredevil, que estrena en marzo su segunda temporada; Jessica Jones, estrenada en noviembre, Luke Cage, que se verá a mediados de este año, y luego Iron Fist) y una quinta ficción que los mostrará a todos ellos trabajando juntos. Me parece que demuestra una visión increíble haber pensado contarlos de ese modo. Nos ha permitido trascender los límites de cómo se presentaba un personaje de Marvel, hacer cosas como Jessica Jones. Creo que el público gana cuando los productores de estos ciclos se presionan unos a otros para ver quién es más intenso. Es bueno para ellos también, porque en el mundo de Disney tienen un manual de estilo muy estricto, y con nosotros tienen una mayor libertad para experimentar.
LA NACION