Isla Negra: la poesía de Neruda y el mar

Isla Negra: la poesía de Neruda y el mar

Por Tomás Natiello
Necesitaba un sitio de trabajo. Encontré una casa de piedra frente al océano, en un lugar desconocido para todo el mundo, llamado Isla Negra. El propietario, un viejo socialista español, capitán de navío, don Eladio Sobrino, la estaba construyendo para su familia, pero quiso vendérmela. ¿Cómo comprarla? Ofrecí el proyecto de mi libro Canto General, pero fue rechazado por la editorial que por entonces publicaba mis obras. Con ayuda de otros editores, por fin pude comprar en el año 1939 mi casa de trabajo en Isla Negra. (…) La costa salvaje de Isla Negra, con el tumultuoso movimiento oceánico, me permitía entregarme con pasión a la empresa de mi nuevo canto.”
Con estas palabras, Pablo Neruda relataba en su libro Confieso que he vivido la compra de la casa que lo cobijó durante años junto a su esposa Matilde Urrutia y en la que escribió muchas de las obras más importantes de su vida. Hoy por hoy, la construcción está transformada en uno de los museos más importantes de la región y recibe durante todo el año a miles de turistas del mundo entero.Ubicada a 40 kilómetros de Valparaíso, la localidad de Isla Negra es un pedazo de costa chilena que alberga un pequeño poblado situado entre la Cordillera de la Costa y el imponente Océano Pacífico. Allí la vegetación es exuberante, rodeada de un paisaje de colinas y pequeños montes. Las enredaderas, los pinos y algunos caballos pastando entre los cerros le otorgan a la zona un aire agreste y al mismo tiempo encantador.Cuando Neruda decidió comprar la casa, a fines de la década del ’30, la zona era virtualmente desconocida, y fue la soledad, la distancia con los centros urbanos y el sonido del mar entrando por las ventanas las que hicieron que el poeta quedara embelesado. Para esa época, la construcción estaba a medio hacer y eso le permitió al poeta terminarla a su antojo otorgándole un fuerte estilo marino. Durante años, de la mano de Matilde, Neruda se corría hasta los inmensos basares del puerto de Valparaíso y juntos se pasaban tardes enteras revolviendo baúles en el afán de encontrar reliquias de viejas embarcaciones desarmadas, que luego servirían para adornar la casa de Isla Negra.
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Una casa mirando al mar
Desde la entrada al terreno la vegetación se muestra casi salvaje, con arboles y enredaderas que van trepándose a las paredes. En medio del jardín, una pequeña locomotora y algunas anclas despintadas acompañan una enorme roca que tiene tallado el rostro del poeta.
Para entrar a la casa, hay que atravesar un enorme portón de madera gastada que alguna vez perteneció a un viejo navío. Cruzado el umbral, una atmósfera marina se adueña del ambiente intentando confundirlo con el de un verdadero barco. No solo abundan las brújulas, las anclas grises y las sogas amarradas, sino que también, cada uno de los ventanales apunta directamente al mar y la sensación de estar apoyado sobre el agua se acentúa aun más todavía. Las habitaciones están repletas de cuadros y adornos de vidrio que Neruda traía de sus viajes: botellas con diferentes formas y motivos, cajitas de música y maquetas de barcos antiguos se repiten constantemente en las vitrinas. Entre sus artículos preferidos se destacan los mascarones de proa que él mismo solía bautizar ni bien ensamblaba en las paredes. El primero que llegó a la casa de Isla Negra lo llamó Medusa y representa la figura de una mujer de vestido largo, sujeta a una pared de piedra, con la mirada clavada en el mar. En el invierno, la humedad del ambiente se condensaba en los ojos de vidrio de la mujer y el mascarón pasaba horas lagrimeando. Ante la mirada atónita de los visitantes, Neruda solía justificar el hecho afirmando que no había que preocuparse, que a veces Medusa se entristecía y lloraba por la nostalgia que le causaba ver el mar que hacía tanto tiempo había dejado de navegar. Los salones se suceden al final de los pasillos estrechos hasta llegar, por fin, a la habitación que compartieron durante años Matilde y Pablo. Allí, el sonido de las olas que golpean contra las rocas se va filtrando por los ventanales que dejan ver un espectáculo de soberbia belleza. Adornada por un viejo biombo y algunas sillas de caña rústica, está impecable, ordenada como si el poeta hubiera partido esa misma mañana. La cama recién tendida, el telescopio encima de la mesita de luz de mimbre y las pantuflas que durante años uso Neruda para deambular por la casa están ahí mismo. En la pequeña sala donde Neruda recibía sus visitas, una colección de muñecas vestidas con ropas típicas de diferentes lugares se muestra detrás de vitrinas de vidrio que reflejan el color naranja del atardecer en el Pacífico. Allí mismo, detrás del bar de madera que perteneció a un barco francés o sentados en una larga mesa de mármol que se extiende frente a un amplio ventanal, el poeta y sus amigos se juntaban por las noches para compartir conversaciones y vasos de vino, que en muchas oportunidades se extendían hasta el alba. Las paredes de este ambiente muestran cuadros de pintores latinoamericanos que en su mayoría compartían las ideas comunistas que tenía el escritor. La más importante de esas obras es una pintura con la cara de Matilde Urrutia que le obsequió el muralista mexicano Diego Rivera, con quien llevó durante años una fuerte amistad. La sensación de que la casa quedó intacta desde la partida del poeta se acrecienta aún más cuando, desde las ventanas laterales del primer piso, casi tapado de enredaderas y secundado por un farolito colonial, se ve asomar por debajo de un garaje improvisado el viejo auto gris que compró Neruda en 1971.
En fin, la casa de Isla Negra se propone como una seguidilla de detalles y sutilezas de inigualable emotividad. Cada uno de los barquitos armados dentro de las botellas, cada lámpara marinera y cada mascarón de proa guarda secretos e historias de la vida del poeta que rememoran con especial intensidad cada uno de los ambientes de la vivienda. En el patio trasero, delante del mástil de un barco, se encuentran juntas las tumbas de Pablo y Matilde. Es verdaderamente emocionante ver todavía a gente que, desde muchos lugares del mundo, se acerca con las pupilas húmedas hasta donde descansa el poeta y, tal vez con alguna plegaria silenciosa, apoya suavemente un clavel rojo en la tumba del poeta.
EL CRONISTA

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