27 Feb El amor, una enfermedad incurable
Por Nora Bär
Cher es una joven que tuvo mala suerte en el matrimonio: se le murió el marido a los dos años de casarse. A Nicolas Cage una máquina de panadería le cortó una mano y terminó abandonado por su novia. Atravesados por el infortunio, el día en que se conocen (cuando ella va a avisarle que se casará de blanco con su hermano) un huracán de amour fou los arrastra al dormitorio en menos de lo que canta un gallo.
Aunque con menos diálogo (o tal vez ninguno), me imagino que algo del arrebato de esta escena de Hechizo de luna, la película sobre una familia neoyorquina que sobreactúa magistralmente el “amor a la italiana”, dirigida por Norman Jewison en 1987, debe haber ocurrido hace milenios entre nuestros lejanos antepasados y un grupo de homínidos de gruesos arcos superciliares, los Neanderthal.
Si es cierto lo que investigadores del instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, de Leipzig, Alemania, publicaron esta semana en la revista Nature, los Homo sapiens y los Neanderthal no sólo tuvieron relaciones íntimas, sino que la interacción ocurrió mucho antes de lo que se pensaba. Lo descubrieron analizando restos óseos de una homínida en los que encontraron trazas de ADN humano.
La Neanderthal, que vivió y murió hace 50.000 años en una cueva siberiana de las montañas de Altai, en la frontera entre Rusia y Mongolia, había recibido y guardaba en sus huesos esa herencia reveladora: fragmentos de ADN de Homo sapiens que se habían cruzado con sus ancestros 50 milenios antes de su nacimiento.
Ya en 2010, Svante Päabo, el biólogo sueco que dirige el departamento de genética evolutiva del Max Planck y uno de los padres de la paleogenética, sugirió que los Homo sapiens tuvieron citas prehistóricas con sus “primos”, probablemente cuando nuestros antepasados estaban abandonando su cuna africana en un largo camino hacia Europa.
Al parecer, entre efluvios de todo tipo, ambos grupos también intercambiaron genes. Como resultado de esas interacciones, las últimas estimaciones calculan que, aunque los Neanderthal se extinguieron, hasta un 4% de su ADN persiste en los humanos modernos. Es más, según una hipótesis provocativa, este legado incómodo podría afectar nuestro sistema inmune y estar vinculado con cuadros tan dispares como las alergias, el riesgo de depresión e incluso la adicción a la nicotina.
Los científicos no pueden decir si el sexo se desarrolló pacíficamente, si los grupos se robaban a las mujeres o adoptaban a los chicos nacidos de estas prácticas sin fijarse en sus genes. Pasaron milenios, pero el instinto de apareamiento siguió siendo uno de los más fuertes en la especie humana. Es fascinante cómo los cambios sociales y culturales se esmeraron en ocultar la brutalidad frontal de esos tiempos con todo tipo de artilugios y ritualidades, algunas francamente sorprendentes.
Por ejemplo, las del “amor cortés”, que se impuso en las cortes europeas del siglo XII y que tan bien define el historiador Georges Duby en El amor en la Edad Media y otros ensayos (Alianza Editorial, 1991).
Según la moda de la época, se esperaba que un joven cuya educación aún no había concluido y sin esposa legítima asediara a una dama, “es decir, a una mujer casada, en consecuencia inaccesible, inexpugnable, una mujer rodeada, protegida por las prohibiciones más estrictas erigidas por una sociedad de linajes cuyos cimientos eran las herencias que se transmitían por vía masculina y que, en consecuencia, consideraba el adulterio de la esposa como la peor de la subversiones, amenazando con terribles castigos a su cómplice (?) Al igual que en los torneos, el joven debía arriesgar su vida con intención de perfeccionarse, de aumentar su valor, su precio, pero también de ganar, de obtener su gusto, de capturar al adversario después de haber roto sus defensas, de haberlo desarmado, derribado, vencido”.
Hubo que disciplinar y encorsetar, someter a convenciones, restricciones, “nupcialidades”, ordenamientos, códigos, para domesticar ese impulso primigenio. Pero todo indica que, ya sea que se practique en la era de los caballeros andantes o en las versiones digitales de la posmodernidad, esa fuerza arrolladora de la naturaleza que está en el origen de la familia, del arte y de la vida sigue dominando a hombres y mujeres desde los días en que nacía la condición humana.
LA NACION