16 Feb De qué nos reímos cuando nos reímos
Pedro B. Rey
La risa es siempre involuntaria, pero hay una hilaridad nerviosa que pronto se vuelve perplejidad y termina por causarme inquietud, incluso malestar. En el zapping de fin de jornada, en busca de noticias o una breve distracción, siempre termino enganchado momentáneamente por un frecuente anzuelo televisivo: los programas que reciclan, uno detrás de otro, videos absurdos que se viralizaron antes por otros canales, ya sea YouTube o mensajes de WhatsApp. La pregunta del final, antes de apagar, algo saturado, el televisor, es siempre la misma: ¿de qué nos reímos cuando nos reímos?
El repertorio de imágenes es variado. Se entreveran ingenuas escenas con mascotas (un cachorro baila con gracia, un pájaro le come la comida a un perro) con algunas raras habilidades humanas (un adolescente dispara con perfecta eficacia cartas de naipe a cualquier objetivo que se proponga, un pianista toca una pieza sentado de espaldas al teclado). También abunda el ridículo: una sección de vientos mariachis, por ejemplo, que no le presta atención a la desafinada cantante que acompañan o un señor entrado en años que baila como un poseso. Lo notable, en todo caso, es el altísimo promedio de torpezas cotidianas que incitan a la risa, por mucho que el espectador sospeche para esos percances consecuencias dolorosas. Parece haberse vuelto natural atestiguar con la distancia que impone la pantalla cómo algún arriesgado amateur se atreve a una acrobacia en la que probablemente se haya roto la crisma o cómo se incendia la cabellera de una pobre cumpleañera a la que, mientras sopla las velitas de la torta, le arrojan con sprays (la combinación es flamígera) espuma de carnaval.
A la risa se la suele asociar con un valor positivo. Se supone que revela diversión o alegría, alguna forma de regocijo provechoso. La ciencia lo confirma cuando sostiene que produce endorfinas y sugiere que podría ayudar a prolongar la vida. Esas risas de medianoche, contenidas por una vaga sensación de culpa, tienen un correlato canalla porque responden a incidentes nada cómicos, se supone que reales. Algo es seguro: lo último que uno querría es estar en el pellejo de sus protagonistas.
Hay una palabra de origen alemán que se usa globalmente para sintetizar esa alegría ante el mal ajeno: Schadenfreude, que reúne en un solo concepto el júbilo y el daño, tan contradictorios en apariencia. El fenómeno no es nada contemporáneo: al fin de cuentas el éxito inmediato de El Quijote se debió a los estrafalarios percances del Caballero de la Triste Figura con, entre tantas cosas, molinos de viento. Es una ficción, pero seguramente refleja que esos regodeos eran una moneda de cambio tan habitual como hoy, si no más. Henri Bergson, el filósofo que escribió el más famoso tratado sobre la risa, inaugura su reflexión (en 1900) considerando la más elemental de sus variantes: «Un hombre que va corriendo por la calle pisa una banana, tropieza y cae; los transeúntes ríen. No se reirían de él si pudiesen suponer que le ha dado la humorada de sentarse en el suelo. Se ríen porque se ha sentado contra su voluntad. No es pues su brusco cambio de actitud lo que hacer reír, sino lo que hay de involuntario en ese cambio, su torpeza». Lo que despierta el alborozo en ese caso, sugiere Bergson, es la modificación abrupta del orden natural de las cosas.
La explicación sigue siendo válida, pero un rápido paneo por algunas teorías científicas más recientes permite descubrir también que en la risa puede esconderse algo mucho más ancestral: que quizá se vincule a los reflejos de alivio ante el peligro superado o que, en su versión más instintiva, oculte un componente secretamente agresivo, que se retrotrae a nuestros orígenes más remotos. Nuestra coartada para esa equívoca Schadenfreude nocturna y televisiva, tan poco civilizada, serían nuestros resabios más primitivos.
A algunas de esas secuencias, sin embargo, se les puede conceder una cuota de humor sin pecar de insensibilidad excesiva. Los contratiempos inesperados de una boda funcionan a veces -sobre todo cuando también lo ven así los implicados- como una jocosa nota al pie del festejo mayor. En la Red hay un caso imperdible: Chloe y Keith se casan en un gran jardín al aire libre, junto a una pileta. Después de dar el sí, el párroco pide los anillos. El testigo del novio los busca en el bolsillo de su saco, da un paso adelante y… todo termina en un gag de Buster Keaton. El final -arruinar un final sería también cruel- puede verse en la versión digital de esta nota sin perder de vista un interrogante: ¿es la vida la que imita al arte mucho más que el arte a la vida, como quería Oscar Wilde, o estamos ante una gloriosa puesta en escena que se burla de nuestra candidez, se ríe, sin que lo sepamos, de nuestra risa?
LA NACION