Un éxito inusitado

Un éxito inusitado

Por Hugo Francisco Bauzá
En 1924 Thomas Mann publicaba La montaña mágica. Apenas aparecida, la novela gozó de un éxito inusitado: los 1200 volúmenes de la primera edición se agotaron en pocos días y, cuatro años después, llevaba vendidos 100.000 ejemplares.
Su autor fue un notable escritor nacido en Lübeck al que en 1936 le fue retirada la ciudadanía alemana: más tarde adquirió la estadounidense. Merced a una obra de valía en 1932 fue honrado con el Premio Nobel de Literatura. Cuando se le confirió el galardón el jurado destacó Los Buddenbrook, un vasto friso que narra la decadencia de una familia a lo largo de tres generaciones y donde Mann plantea la relación, en él siempre conflictiva, entre arte y vida; en cambio, no mencionó La montaña mágica.
Esta obra se impone como una sinfonía en siete movimientos en la que el autor des¬pliega un juego contrapuntístico donde “las ideas desempeñan el papel de los motivos musicales”, como destacó el novelista. Hay, en consecuencia, un andamiaje musical que parece sostener el relato, orientado éste hacia la pintura de la decadencia ya que la novela, de carácter simbólico, iniciada en 1912, al describir magistralmente una atmósfera inquietante prenunciaba la Gran Guerra.
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Mann comenzó a componerla luego de visitar a Katia, su mujer, internada en un conocido sanatorio de Davos. Originariamente la pensó como una novela corta, a la manera de su celebrada La muerte en Venecia, y como correlato sutilmente irónico -y hasta divertido- de la citada nouvelle, pero luego, tras abandonarla durante la guerra, la retomó en forma discontinua y en otra dirección hasta que alcanzó su estado actual. La montaña mágica es uno de los textos más importantes del siglo XX, comparable, en muchos aspectos, al Ulises de Joyce.
El relato narra la historia del joven Hans Castorp, “una historia hermética”, quien viaja a Davos para acompañar, durante tres sema¬nas, a su primo Joachim Ziemssen, internado en el sanatorio Berghof especializado en la cura de enfermedades pulmonares pero, por diversas razones, permanece allí siete años y es allí donde se produce la mutación de sus ideas; al narrarlas, Mann describe la progresiva corrupción de la cultura alemana de su tiempo, la que desembocaría en los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Este nosocomio es un sitio apartado donde el tiempo -como le advierte su primo- transcurre con un ritmo cansino al margen del pautado por los relojes; así pues Mann, al evocarlo, compuso La montaña mágica como Zeitroman, “novela del tiempo”. El sanatorio es un sitio cerrado en sí mismo, un reino de sombras por el que Castorp deambula, como el Ulises homérico, por un mundo de muertos; hay también ecos del Fedro platónico, así, en el capítulo “Nieve”, cuando evoca el sueño con un efebo (cf. Tadzio de La muerte en Venecia). En el nosocomio la tisis sobrevuela como funesto presagio así como lo hace el cólera en La muerte en Ve necia; ambas patologías delinean una atmósfera sombría, angustiante que, a la postre, de¬viene letal. En la relación entre creación y enfermedad se advierte la huella nietzscheana que el novelista intentó superar abriéndose horizontes nuevos, con todo en La montaña mágica Castorp refiere: “La enfermedad tiene algo de noble”, declaración que recuerda a Dostoievski: “La enfermedad es superior a la salud porque lleva al refinamiento del espíritu y puede conducir a la creación artística” (cf. sus Memorias del subsuelo).
El título del relato alude al sitio adonde van los que no vuelven, lo que evoca el misterioso destino de los niños del flautista de Hamelin o el de relevantes figuras del mundo clásico arrebatadas por los dioses. La montaña mágica fue juzgada de diversas maneras. Si bien es una novela filosófica, las más de las veces se la consideró un Bildungsroman (“novela de aprendizaje”) a la manera de Las afinidades electivas de Goethe u otras obras del mismo género; empero, a partir de las críticas de Lukács y de Brecht hay quienes la entienden como una parodia del Bildungsroman, ya que la estadía del protagonista en el sanatorio no lo prepara para la vida, sino que los acontecimientos lo llevan irremediablemente a la aniquilación. El joven sale de ese sitio sombrío para enrolarse en la contienda demencial donde hallará la muerte. Así pues el relato, de manera sorpresiva, muda de escenario insinuando una batalla; hacia ella parte Hans cantando un Lied de Schubert que anticipa una muerte romántica.
Los nazis juzgaron La montaña mágica como un elogio de la decadencia y difamatoria del heroísmo militar; con todo, por esos caprichos inescrutables del azar, no formó parte, en el año 33, de los libros incinerados en Alemania por orden de Goebbels.
La obra muestra la iniciación en la creación artística, el amor y la política que Hans recibe en ese mundo recoleto y artificial donde vive circunstancias que lo “marcarían” para siempre junto a personajes singulares: Así, la voluble Clawdia Chaucat de la que se enamora o el médico Krokovski, quien sostiene que la enfermedad procede “de una actividad amorosa reprimida”, según explica en sus “disecciones psíquicas”, léase sesiones psicoanalíticas.
En este extenso relato las figuras emblemáticas y de peso son Settembrini y Leo Naphta, personas muy cultas pero de pensamiento y caracteres antitéticos; éstos representan dos formas de vida y de sentir el mundo. Cada uno aspira a convertirse en guía espiritual del joven Castorp quien, si bien en un primer momento duda respecto de qué camino seguir, al final se inclina por las ideas humanistas, tolerantes y democráticas de Settembrini. La oposición ideológica entre ambos se resuelve cuando Naphta reta a su contrincante a un duelo a pistola: tan pronto Settembrini puede disparar, lo hace al aire. Naphta, humillado, se suicida.
La novela tiene mucho de su autor quien, durante la Gran Guerra, había adoptado una postura nacionalista anclada en el entusiasmo beligerante de la época; se oponía así a su hermano Heinrich, novelista también, quien condenaba el militarismo alemán. Thomas defendía la tradición cultural alemana (Kultur) en oposición a Heinrich que, al igual que los demócratas occidentales, abogaba por la Zivilisation (la controversia entre cultura y civilización es también uno de los tópicos de la novela) .Esa tensión provocó la ruptura entre ambos, saneada años más tarde cuando Thomas, tras un progresivo cambio de ideas, se acercó a su hermano, al que asistió en sus últimos momentos. En materia política, Thomas se opuso encarnizadamente al nazismo a la par que fustigó el antisemitismo sostenido por esa ideología; al respecto, recuérdense sus encendidas alocuciones radiales en la BBC.
Al igual que sus contemporáneos Proust, Svevo, Musil o Broch, Mann se muestra escéptico frente a cómo dar solución a los problemas de su época, por eso sus personajes resultan ineptos para resolver cuestiones esenciales, tal vez debido a la prevalencia de la reflexión sobre la acción, ésta siempre de¬morada. Estas circunstancias, como en sordina, vertebran el trasfondo ideológico de una novela memorable.
LA NACION