El temor más profundo

El temor más profundo

Por Marcelo Stiletano
Recuerda Jorge Luis Borges en el prólogo del volumen de su Biblioteca Personal dedicado a Herman Melville que Moby Dick, la obra cumbre del escritor estadounidense, pasó casi inadvertida al momento de su aparición, en 1851. Hubo que esperar hasta 1920 para que los críticos empezaran a prestarle atención y se pusiera en marcha el camino del reconocimiento de una novela extraordinaria.
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Moby Dick no aparece en esa selección, que incluye tres obras: Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente. Pero aquel prólogo no podía soslayar la mención de la “ballena blanca”. A una historia que, según Borges, no es otra cosa que una pesadilla, surgida de la mente de un autor que tenía “el hábito de la desesperación”. Todo lo que se cuenta en Moby Dick llegó al conocimiento de Melville un año antes de la publicación de la novela. En 1850, escuchó en la isla de Nantucket, de boca de un sobreviviente, la peripecia del hundimiento del ballenero Essex y la lucha de su tripulación por sobrevivir en alta mar, esa “eternidad a la medida humana”, según la bella definición de Guillermo Cabrera Infante.

El origen de un clásico, en un film ambicioso
En el corazón del mar es la recreación de esta aventura. Y, a la vez, una suerte de introducción al conocimiento (o al redescubrimiento) de la poderosa presencia de Moby Dick en el cine, historia marcada a fuego por un largometraje de 1956 que llegó a adquirir ribetes de leyenda. Y así como la película de Ron Howard que se estrena hoy se propone ser fiel a los hechos que inspiraron a Melville, aquel Moby Dick de 1956, dirigido por John Huston, sigue el mismo camino con la novela.
Lo dice el propio Cabrera Infante en el capítulo dedicado a Huston de su imprescindible ensayo Arcadia todas las noches. “Moby Dick sigue paso a paso (menos al final) la novela de Herman Melville. Un hombre, en nombre de la venganza, organiza una expedición para combatir el mal; en el camino (…) sus compañeros comprenden que no se puede destruir el mal con el mal, que los medios perversos pervierten los fines y la empresa fracasa en el naufragio, en la destrucción y en la muerte”, señala el escritor cubano.
Casi todos coinciden en reconocer que la versión de Huston es la definitiva, seis décadas después de realizada a lo largo de dos años en condiciones muy dificultosas. Hubo que esperar, por ejemplo, que culminara una larga temporada de lluvias en los exteriores de Gales elegidos por Huston para el rodaje. Y también que director y guionista, como se verá, encontraran un punto de coincidencia que en algún momento aparecía casi imposible.
En el momento en que decidió llevar al cine la novela de Melville, Huston estaba en el apogeo de su carrera como realizador. Venía de filmar La reina africana, Moulin Rouge y La burla del diablo, y para hacer Moby Dick postergó un soñado proyecto de adaptación de una obra de Rudyard Kipling, a la que más tarde volvería en la magistral El hombre que sería rey (1975). Cada una de sus obras era el retrato de una obsesión, la ambiciosa y temeraria búsqueda de un sueño capaz de superar cualquier perspectiva y escala humana, pero que casi nunca se transformaba en triunfo. El mundo de Huston estaba habitado por perdedores, hombres que consumaban sus irremediables derrotas con aire de epopeya.

Retrato de una obsesión
“Moby Dick es el relato de la obsesión de un hombre, rasgo de carácter que fascinaba a Huston porque lo reconocía en él mismo”, cuenta Peter Viertel, el guionista de La reina africana, en su autobiografía Amigos peligrosos. Viertel revela allí el máximo anhelo de Huston: matar un elefante en África. Y cuenta que ese deseo “era hasta cierto punto semejante al alma insana de Ahab por matar a la ballena blanca que le había arrebatado una pierna”. En 1990, tres años después de la muerte de Huston, Clint Eastwood convirtió la obsesión de Huston en el eje de una de sus obras maestras, Cazador blanco, corazón negro.
En esa película vemos más de una vez al personaje central recorriendo al galope amplias extensiones de la campiña irlandesa. Era el reflejo de una de las grandes diversiones de Huston en tiempos del rodaje de Moby Dick: la caza del zorro con amigos en los alrededores de sus tierras en Irlanda. Hasta allí, superando a duras penas la resistencia a viajar en avión, había llegado Ray Bradbury, convocado por Huston para escribir el guión de Moby Dick. Las dos personalidades no tardaron en chocar y el autor estuvo a punto de abandonar el proyecto. Mucho después, Bradbury recordó una suerte de iluminación que transformó esa casi renuncia en un triunfo. Contó que una mañana, en Londres, se levantó de la cama, se miró al espejo y se dijo: “Yo soy Herman Melville”. De inmediato se sentó frente a la máquina de escribir y en ocho horas ininterrumpidas terminó de escribir el guión.
De aquel Moby Dick quedan en el recuerdo varias cosas: la narración en primera persona del marinero Ismael (Richard Basehart), la presencia imponente del arponero Queequeg (interpretado por el aristócrata austríaco Friedrich Ledebur) con su cabeza tatuada, la aparición protagónica de Gregory Peck como el enajenado Ahab y, sobre todo, el inolvidable sermón que el padre Mapple (Orson Welles) pronuncia ante la tripulación antes del viaje desde un púlpito en forma de navío. “Huston debió ser Ahab, y Welles, el director de la película”, conjeturó tiempo después Andrew Sarris, uno de los grandes ensayistas del cine estadounidense.
Lo cierto es que esa versión hizo que el resto de las versiones cinematográficas de Moby Dick quedaran en un completo segundo plano. Incluso la más digna y lograda después de la de 1956, una miniserie para TV realizada en 1988 y dirigida por Franc Roddam, en la que Patrick Stewart personificó a Ahab y Peck hizo la última aparición de su vida en la pantalla, haciendo suyo el sermón del padre Mapple.
Mucho antes, John Barrymore había protagonizado las dos primeras aventuras de Moby Dick en el cine. La primera (The Sea Beast, muda) se rodó en 1926, y la segunda, ya en la época sonora y dirigida por Lloyd Bacon, se estrenó en la Argentina en 1931 como El azote de los mares. En ese film, además de enfrentarse al cetáceo, Ahab termina enamorándose de la hija de Mapple.
La historia registra dos versiones más. Otra miniserie televisiva estrenada en 2012 y poco vista, con William Hurt como Ahab y Ethan Hawke como el contramaestre Starbuck, y un impresentable largometraje de 2010, con el Pequod transformado en un moderno submarino, Ahab en un capitán de la Armada e Ismael en una arriesgada oceanógrafa. Todos ellos deben enfrentarse a Moby Dick, suerte de monstruo prehistórico escondido en las profundidades.
La atracción de estos relatos de mar es irresistible para el cine. Desfilaron por ese tamiz toda clase de cetáceos gigantescos: algunos muy malos (Orca) y otros mucho más benévolos (Liberen a Willy). Pero de todos ellos ninguno alcanzó el magnetismo, la atracción y la intensidad de Moby Dick.
Tanto que desde hace al menos ocho años Hollywood espera el momento en que pueda alumbrarse una nueva versión de esta aventura sin tiempo, esta vez de la mano de Timur Bekmambetov, que ya probó en Guardianes de la noche, Se busca y Abraham Lincoln: cazador de vampiros su destreza para contar una historia como la de la ballena blanca con impronta de gran espectáculo y la ayuda de todos los dispositivos tecnológicos de última generación. El proyecto se anunció en 2008 y todavía está sin definirse. En el corazón del mar puede ser el disparador para que este nuevo capítulo de una historia sin fin pueda concretarse.

Moby Dick en la historia
El azote del mar (1930)
De Lloyd Bacon, con John Barrymore y Joan Bennett

Moby Dick (1956)
De John Huston, con Gregory Peck, Orson Welles y Richard Basehart

Moby Dick (2010)
De Trey Stokes, con Barry Bostwick y Renée O’Connor

Moby Dick (1998, TV)
De Franc Roddam, con Patrick Stewart, Gregory Peck y Henry Thomas

Moby Dick (2011)
De Mike Barker, con William Hurt, Ethan Hawke y Charlie Cox

LA NACION