03 Jan Aprendiz de brujo
Por Alicia Dujovne Ortiz
Curiosa historia la de Soumission (Sumisión), novela cuyo autor juega a darse, y a darnos, miedo; novela promocionada desde antes de su aparición como el éxito escandaloso de la temporada y que, publicada en el inolvidable miércoles 7 de enero de 2015 en que los “lobos solitarios” asesinaron a doce personas, antes de ultimar otras cinco el día siguiente, es inmediatamente sobrepasada por la ferocidad de lo real. Inesperada (y a estas alturas de los acontecimientos nadie sabe si buena o mala para la mencionada promoción; sin ánimo de hacerme, a mi vez, la bruja, yo tiendo a sospecharla desastrosa), esta simultaneidad obligó a Houellebecq a eclipsarse rápidamente de la escena, afligido por la muerte de su amigo Bernard Maris, uno de los humoristas de Charlie Hebdo, y acaso también por la súbita percepción de que el trabajo de adivino, en momentos en que los horrores verdaderos superan a las chirles fantasías, suele ser insalubre.
Soumission contiene un resumen hábil, astuto y, digámoslo de frente, perverso, de los conocidos fantasmas de la extrema derecha sobre la decadencia de Occidente y la muerte del humanismo. Su personaje central, álter ego del autor que se expresa en primera persona, es un profesor universitario especialista en Huysmans, sobre el que ha escrito una tesis muy celebrada. Solitario, alcohólico y propenso a eczemas y hemorroides, carece de amigos y de mujer, si se exceptúan una penosa relación con una joven judía que, en vista de los acontecimientos, se va a Israel, algunos encuentros con prostitutas y una activa frecuentación de páginas porno por Internet. Este antihéroe con “problemas de plomería” consigue suscitar no sólo la repugnancia por el sexo (para resultar atractivas, sus descripciones sexuales “crudas” hubieran necesitado unas horitas más de cocción) sino también por la comida; tema recurrente que, en su condición de soltero obligado a calentarse en el microondas unos platos hindúes congelados claramente incomibles, le importa mucho, pero que de modo inevitable roza la náusea y la acidez.
Todo esto tiene lugar en 2022, al finalizar el segundo mandato de François Hollande y en medio de una revolución digamos suavecita: la tácita aceptación de la islamización de la sociedad francesa por parte de una gran mayoría. Los dos partidos que se enfrentan en esas elecciones son el Frente Nacional de Marine Le Pen y la Fraternidad Musulmana de un tal Mohammed Ben Abbes, dirigente político imaginario cuya inteligencia, sentido de la diplomacia y proyectos maduramente sopesados (convertirse en presidente de Francia para después crear una suerte de nuevo Imperio romano con capitales en Roma y Atenas) contrastan con la tibieza de los líderes franceses de izquierda y derecha, éstos no inventados sino de carne (blanda) y hueso (quebradizo). Resultado, la candidata de extrema derecha, a quien Houellebecq tiene la viveza de no tocar (apenas si le toma el pelo por sus atuendos, calcados en los de Angela Merkel), obtiene el 50 por ciento de los votos frente a este musulmán “tolerante” que llega al poder con el apoyo negociado del Partido Socialista.
El lector se va enterando de lo que ocurre gracias a unos cuantos informantes que se lo van aclarando al profesor, en forma tanto menos sintética cuantas más botellas vayan vaciando. Así, la lección del joven dirigente identitario, nacionalista de extrema derecha que adhiere al movimiento de Indígenas de la República dispuestos a la guerra civil (“somos los primeros ocupantes de esta tierra y rechazamos la colonización musulmana”), va acompañada por un “buen” aguardiente de pera; la del dirigente de la policía política del Ministerio de Defensa (“para la Fraternidad Musulmana, cada niño francés debe gozar de una enseñanza islámica que en ningún caso puede ser mixta”), por un “excelente” oporto; y la del nuevo presidente de la Sorbona islamizada, comprada por los emiratos a precio de oro, por un Meursault “sublime”.
Esta última conversación será la decisiva: el profesor abre la boca ante el refinamiento de una residencia desde la que se ven las Arènes de Lutèce; ante la última esposa quinceañera del presidente universitario, que en un descuido imperdonable aparece sin velo; ante la primera esposa cuarentona y regordeta que le sirve empanaditas calientes con gusto a cilantro; ante la exquisita conversación (“los humanistas tenían una alta idea de la libertad, de la dignidad humanas, ¿supongo que usted no se reconoce en ese retrato?”, pregunta el anfitrión, y el huésped: “No, la simple palabra humanismo me da ganas de vomitar”), y ante las propuestas halagadoras que, sin duda, acabarán por llegar. Pero antes de recibir datos concretos sobre el sustancial aumento que le tocará por reintegrarse a la facultad, y la cantidad de esposas sumisas que le estarán destinadas (“creo que podría tener tres sin gran dificultad”, considera el presidente), el candidato a converso deberá leerse un folleto de divulgación sobre la religión musulmana.
He dicho que la novela me parecía astuta, y lo es en la medida en que Houllebecq sabe propinar a sus lectores unos codazos de probada eficacia, compartiendo un “parisianismo” basado en nombres de bares y marcas de cerveza, guiñadas de complicidad pensadas para incluir entre sus lectores, hasta ahora cultísimos, ese ente colectivo llamado francés medio. Por lo demás, se trata de una tesis sobre Huysmans aguda y fascinante y de una suerte de éxtasis no místico, pero sí histórico, ante la Virgen Negra, páginas que me habría encantado leer solas y sin ningún agregado, prisioneras de una novela de tesis cosida con puntadas visibles, que intenta vendernos algo, en particular una misoginia y un desencanto de charla de café, y que lo hace sin demasiadas búsquedas formales. A las tres conferencias, la del licor de pera, la del oporto y la del Meursault, pronunciadas por personajes que, salvo el último, no forman parte de la trama sino que sirven para describir una situación y que, cumplido su papel, desaparecen del libro, se les suman las repeticiones (cualquier principiante sabe que ciertas palabras importantes como “estoy solo” ubicadas al final de un capítulo valen cuando se las pronuncia una sola vez, sobre todo cuando al autor le interesan para tratar de convencernos de que él también llora) y una adjetivación básica de la que he dado algunos ejemplos. Lo que a ese francés medio quizás le resulte más arduo de captar es que la fácil sumisión del antihéroe (“el hombre debe someterse a Dios, y la mujer, al hombre”) le hace el caldo gordo a Le Pen. El respetuoso silencio de Houellebecq en relación con la gorda Marine rompe los oídos.
La belleza de esta historia que he calificado de curiosa (y justamente de belleza estamos hambrientos al terminar el libro: podemos tragarnos el antisemitismo de Céline debido al esplendor de su escritura, algo que en este caso asombra por su total ausencia) es que el desmentido provenga justamente de ese ente al que ahora, tras la manifestación del domingo 11, ya no llamaremos francés medio sino pueblo francés. Hubo antes un primer desmentido, las masacres del día 7 y del 8: no, la islamización no será suavecita ni estará manejada por musulmanes tolerantes. Si viene, será después de una guerra cruel. Y un segundo, los millones de personas que en toda Francia salieron a la calle, cosa nunca vista desde la Liberación. Una multitud de insumisos que reivindicaron el humanismo, la dignidad humana, el profundo deseo de vivir juntos. En una palabra, todo lo que a Houellebecq le produce arcadas.
LA NACION