Vamos, Gutenberg, todavía

Vamos, Gutenberg, todavía

Por José Claudio Escribano
La dama que en un salón londinense de mediados del siglo XIX indagó a Thomas Carlyle sobre el valor de los tomos a la vista de la enciclopedia que Diderot y d’Alembert dirigieron entre 1751 y 1772 no repitió la misma pregunta por el resto de su vida. “Vea, señora -observó el historiador y satírico escocés-, la segunda edición de esa obra se encuadernó con la piel de quienes se rieron de la primera.”
Cien políticos, intelectuales y empresarios se habían reunido dos días en el Hotel Majestic para debatir sobre la actualidad mundial y su proyección en los próximos años. Lo hacían a la luz de la revolución digital que tiene desde hace tiempo la edad de los adultos y parece no dejar nada en pie desde que se aceleró, en los años 90. Bastante oportuno, pues, el aguijón de un humor sardónico como el de Fernando Savater. Apropiado para adentrarnos en los cambios vertiginosos que se suceden de continuo, y en los que se anticipan para el porvenir inmediato, con la invocación de todo lo que influyó la Ilustración, otra revolución de la inteligencia, a través del pensamiento compilado por Diderot y d’Alembert. Fueron protagonistas de un proceso de categoría histórica, que arrasó con siglos de regímenes europeos fundados en el derecho divino, precipitó a reyes al cadalso y consagró los ideales de libertad, igualdad y fraternidad por los que aún se lucha.
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Nada en la historia es gratuito ni es fiel a cursos lineales. Hubo que pagar, después de la Revolución Francesa y el industrialismo que dejó atrás la sociedad agrícola, el precio del marxismo. Todavía se sienten los efectos de ese fenómeno que pretendió rebajar hasta donde fuera necesario los derechos individuales a fin de auparse a la quimera de una colectivización que contraría la naturaleza humana. Otros males, en nombre de aquella teorización y de sus retoños o en oposición igualmente sangrienta a ellos, dejaron profundas huellas a lo largo del siglo XX. Si el precio abonado por la humanidad en estos más de 200 años ha sido tan alto como sabemos, ¿por qué habrían de ser todas las ideas respetables, por qué habría de haber tanta tolerancia con la intolerancia? Lo que es respetable son las personas, dijo Savater, eso sí.
En cuanto a si el progreso va en línea recta o no, había en el Majestic un exceso de gente comprometida con los negocios digitales como para que se admitiera que una luz roja -de intensidad modesta, quizás, y hasta posiblemente efímera- se ha encendido sin que nadie lo esperara en el avance de la revolución digital: Waterstones, la mayor cadena de librerías del Reino Unido, ha hecho saber que en 2015 está aumentando, por primera vez en ocho años y luego de que muchos creyeran que el negocio comenzaba a terminarse, la venta de libros impresos. Cae, además, la venta por Amazon de libros electrónicos.
La Association of American Publishers ha dicho que otro tanto ocurre en los Estados Unidos. ¿Testimonio de una nostalgia frágil y pasajera? ¿O lectores que han tomado nota de que no hay Kindle que recree la lucidez sensual de retener un buen libro entre las manos ni suscite la admiración estética de una esmerada edición gráfica? Gutenberg lleva décadas en terapia intensiva, es cierto, pero se resiste a dejarnos. Reconozcámosle la condición de peleador de ley.
El terreno para las discusiones se presentaba de todas formas preparado para que se hablara con franqueza sobre la hondura de la revolución digital de la que ahora todos somos actores y testigos. Más de uno de los cinco ex presidentes iberoamericanos que asistían al encuentro confesó inhabilidades personales para entenderse con el espacio electrónico. Las sufren hasta con ese adminículo de salvaje popularidad que es el celular, bien administrado por los hijos, y mucho más aún por los nietos, y del cual hay bastantes más ejemplares en actividad frenética que entre los 7000 millones de seres humanos que habitan el planeta.
Escuchaban e intervenían, entre todos nosotros, los copresidentes del Foro Iberoamérica, Ricardo Lagos, de Chile, y Fernando Henrique Cardoso, de Brasil; Felipe González, de España; Belisario Betancur, de Colombia, y Julio María Sanguinetti, de Uruguay. César Alierta, presidente de Teléfonica, se congratulaba en el proscenio de que América latina tuviera una media más alta que la mundial de conexión a Internet, que la maravilla de los big data produjera en todos los terrenos innovaciones inimaginables hasta ayer no más, como en la salud y las enfermedades, y que la educación digital consagrara a distancia una igualdad de oportunidades, para chicos del Amazonas o de Nigeria, similar a los de los centros más desarrollados del planeta. Después habría tiempo para poner tal comentario en su justo lugar.
Salvo para los contados muchachos que amaban las matemáticas, la palabra “algoritmo” solía traumatizar a los estudiantes de mi generación. Si los chicos de hoy padecen también de iguales pesadillas, que preparen mejor las defensas psicológicas y fortalezcan las habilidades que se esperan de ellos. Google funciona con un plantel de 40.000 expertos en la dura disciplina algebraica. Podrán no saber muchas otras cosas, como de la cuestión de la óptica cuántica según deslizó Alierta, pero su actividad diaria gravita en la vida de todos nosotros. ¿Quién no googlea, acaso? Telefónica cuenta con 4000 expertos en logaritmos y aspira a subir el número a 8000, porque no tiene los recursos humanos suficientes para atender las demandas de comunidades cada vez más interconectadas y exigentes de rutas más veloces.
En la Comunidad Europea sobran especialistas en aceite de oliva. Es decir, hay más especialistas de la cuenta en un rubro que es menos esencial que el de la informática desde la perspectiva de los más grandes empresarios a escala global. Son los que están animados por la seguridad de que en adelante cualquier compañía de relevancia debería contar en su plantel con no menos de un 20% de personas que no sólo no teman, sino que amen, los embrollos algebraicos. Lo corroboró Juan Ignacio Cirac, español experto en física cuántica y computación. Las tecnologías emergentes están dando paso a 200 nuevas disciplinas ajenas al conocimiento de las anteriores generaciones, pero que emplearán, en profesiones hoy inexistentes, a más del 70% de los graduados universitarios.
La física cuántica, presente en la genética de la electrónica, develó en la primera parte del siglo XX sus misterios en el cerebro privilegiado de científicos europeos que emigraron a los Estados Unidos. Ellos describieron las leyes de la naturaleza por las que se podrían construir ordenadores, utilizar los rayos láser o levantar centrales nucleares. Cirac dijo que vamos por la segunda revolución cuántica, valida ya de instrumentos para manejar cantidades fabulosas de datos que permiten diseñar nuevos materiales o fármacos.
No es casual, entonces, que en tiempos como éstos haya sido acordado el Premio Nobel de Literatura 2015 a Svetlana Alexievich. La escritora bielorrusa, graduada en periodismo por la Universidad de Minsk, ha vivido con un pie en el escalón más jerarquizado de nuestro oficio y otro en una literatura cuyo estilo la Academia Sueca calificó de propio de la excelencia. Así ha narrado en sus libros, con admirable rigor de datos, la historia del sacrificio de sus coterráneas durante la guerra contra la Alemania nazi, o lo que han significado, en un inmenso ámbito social, la invasión rusa a Afganistán, en los años 80, o el drama de Chernobyl, o los ajustes de cuentas de Putin con los disidentes.
Pensemos en otro legado histórico de la alianza entre literatura y periodismo, como el que Rubén Darío dejó en sus despachos cuando LA NACION de Buenos Aires le encomendó una serie de notas desde Madrid después de la pérdida por España, a fines del siglo XIX, de Cuba, de Puerto Rico y Filipinas, propuso Sergio Ramírez, laureado escritor nicaragüense. Pensé, por mi parte, que con un dato de esa índole se registra con suficiencia la tradición cultural de un diario.
En un dato que revele la verdad, como en otros tantos por los que se interesó Alexievich, dijo Savater, puede haber tanta belleza como en un verso y cumplirse el ideal platónico de comunión entre belleza y verdad. Lograr un buen dato requiere muchas veces valentía. Valentía deriva de “valer”, dijo a su vez Sergio Ramírez. Valiente es el que se atreve, el que arriesga. Y de esa forma quedó abierto el camino para poner en cuestión el papel que desempeña en América latina el intelectual como crítico por antonomasia de lo establecido. Se denunció así a una constelación que “con empaque retórico” ha respaldado en el último medio siglo a poderes arbitrarios y hoy mantiene en la región, alineada junto a varios gobiernos, entre ellos el de la Argentina, un escandaloso silencio frente a la criminalidad institucional del régimen venezolano.
Esa complicidad llevó a que se hablara del intelectual como una especie en extinción y a que se identificara, en plano paralelo, un correlato con la aceptación frecuente, a ciegas y sin debate, del papel, sin duda extraordinario, de las tecnologías dominantes en la contemporaneidad. Que pretender que lo instrumental sustituya por sí mismo el valor sustancial de los contenidos es como confundir al piano con la música. Así como el artista cumple una misión irreemplazable, nada ni nadie puede sustituir al maestro en la transmisión de sus conocimientos, sus dudas, sus emociones.
La magia inspiradora todavía pertenece al dominio de los docentes imbuidos de virtudes humanistas. Esa magia es madre de la persuasión con la cual se contesta, con lección perdurable para toda una vida, como lo hizo el historiador escocés de la Revolución Francesa ante el candor de una pregunta.
LA NACION