Un deseo llamado Bahamas

Un deseo llamado Bahamas

Diana Pazos
Un velero emerge entre las nubes. En menos de cinco minutos, la ventanilla del Embraer 190 queda llena de embarcaciones con la bandera estadounidense que compiten en tamaño, entre cientos de islas que rivalizan en belleza. Después de dos horas de vuelo desde Panamá comienza el descenso sobre Nassau, la capital de Las Bahamas.
Una banda de músicos toca un calipso en el aeropuerto para recibir a los turistas, y el ritmo se adhiere al cuerpo, como la humedad. Hay 27 grados en el centro comercial y cultural del país, pero se sienten como si fueran 40. En la fila de Migraciones, algunos extranjeros mueven levemente sus caderas y sólo piensan en la playa prometida, mientras esperan el sello en sus pasaportes y el visto bueno del certificado de vacunación contra la fiebre amarilla.
Erik y su esposa Sarah son de Houston y no vienen por ninguna de las 284 entidades bancarias que ostenta esta ciudad de 280.000 habitantes en la isla Nueva Providencia. Los trae un sueño aparentemente más modesto: tener un trago en la mano y el mar transparente a sus pies, en alguna de las islas de este archipiélago llamado Las Bahamas.
Como la mayoría de los visitantes, son norteamericanos y se encuentran en el grupo de los que vuelven una y otra vez, impulsados por la cercanía geográfica y unos paisajes fuera de discusión. Claramente, no figuran entre los millonarios y propietarios de casas, yates e islas; ni tampoco se trata de una de las tantas parejas que llegan para cumplir la fantasía de casarse sin zapatos y vivir una luna de miel hollywoodense.
Los europeos y los americanos hispanoparlantes, en cambio, han sido tentados por fotografías, escucharon recomendaciones, leyeron artículos y folletos donde se repetía la palabra paraíso y llegaron con la ilusión de que en estas arenas se esfuman las preocupaciones.
Así como Cristóbal Colón nunca supo aquel 12 de octubre de 1492 que no estaba pisando las Indias sino la isla Guanahani (rebautizada como San Salvador, cuando Rodrigo de Triana gritó “¡Tierra!”), muchos turistas no sólo desconocen adónde están llegando sino que están convencidos de que han arribado a alguna parte del Caribe.
La pregunta del millón
¿Dónde están Las Bahamas? Se ha podido comprobar antes de emprender el viaje: Las Bahamas despiertan brillo en las miradas, sonrisas, exclamaciones, fantasías de descanso absoluto, comentarios positivos y envidia (para esta cronista la envidia nunca es sana, pero ese es otro tema). Las Bahamas son un deseo.
Al mismo tiempo, Las Bahamas encierran un conjunto de malentendidos y preconceptos, cuyos habitantes no se molestan demasiado en aclarar. Hay ron, cigarros y mar cálido, pero no es el Caribe. Hay cadenas hoteleras, tradiciones coloniales y cuevas adonde se refugiaban los piratas, pero no es el Caribe. En las aguas del Atlántico, Las Bahamas se extienden por más de mil kilómetros desde la costa este del estado de Florida, en Estados Unidos, hacia el extremo sureste de Cuba.
“Este archipiélago tiene 700 islas e islotes (muchos son privados) y más de 2.000 cayos, pero sólo hay unas 20 islas habitadas y desarrolladas para el turismo. Aquí vive un total de 360.000 habitantes, la mayor es Andros y la más poblada y concurrida es New Providence, donde se encuentran Nassau y Paradise unidas por dos puentes. También son muy visitadas Grand Bahama, The Abacos, Harbour –tiene arena rosada–, Eleuthera, Bimini y Exuma”. Yaité usa zapatos cerrados, jamás se suelta el cabello y habla en tono de Wikipedia. Ahora explica que los ingleses llegaron en 1647 a las islas y las convirtieron en una colonia británica hasta el 10 de julio de 1973, cuando alcanzaron su independencia en la Mancomunidad de Naciones. No hace tanto tiempo.

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Hoy en día, gran parte de su población es descendiente de los esclavos ilegales que se traían desde África y que fueron liberados en 1834.
Al lado de la guía de turismo, Arturo no se impacienta con el tránsito de las cinco de la tarde: habla en inglés americano y maneja con el volante a la derecha de la camioneta. Gira en “Go slow bend” (podría traducirse “tome la curva despacio”), un mirador desde donde señala la isla que era del pirata Barbanegra.
Justo entonces avanza la comitiva del primer ministro por el centro de Nassau, distinto del gobernador general que sigue respondiendo a la reina Isabel II. El auto con vidrios polarizados y bandera patria (es amarilla, azul y negra porque alude al sol, al mar y a la fuerza del pueblo unido) se pierde en Bay Street, la avenida principal de la capital. Es una hilera apretada de joyerías, de tiendas con prendas de lino blanco y perfumerías. Libre de impuestos, Nassau es un gran duty free para los visitantes que recibe a diario.
Donde hay turismo suele haber souvenires y el “Straw Market” (Mercado de Paja) no pretende ser la excepción. Aunque el nombre se debe a las artesanías locales más típicas confeccionadas a mano –canastos, billeteras y sombreros–, en los pasillos del edificio abundan el caos, el regateo de precios, los bolsos marineros y las remeras de Bob Marley (porque les gusta el reggae). El mercado está ubicado estratégicamente frente al puerto de cruceros.

La codiciada Nassau
Por la mañana bajan de los barcos, avanzan sobre Nassau y casi arrasan con la ciudad de raíces africanas, arquitectura colonial y tradiciones británicas mezcladas con rasgos pseudo-caribeños y estadounidenses.
Se producen entre dos y seis desembarcos diarios, a pocos metros de los fuertes Charlotte y Montagu, y cerca de las cuevas adonde otrora se protegían los piratas. Por la mañana los cruceristas abandonan sus ciudades flotantes y consumen: souvenirs, esmeraldas, ropa, caracoles, hamburguesas, tragos, horas de playa (casi todos se concentran en Junkanoo Beach, porque está cerca del puerto) y vértigo en los toboganes de agua del complejo Atlantis.
Miles de turistas van a lo seguro y almuerzan en Señor Frog’s, pero más tarde se le animan a Lukka Kairi. A media cuadra, el restaurante de comidas típicas sirve bollos de langosta, pescados con puré de plátanos y cebiches de caracol conch.
La “ch” no se pronuncia y los bahameños usan su carne para el cebiche y sus conchas como bols.
Descalzo y nacido en Haití, un joven de 100 kilos arranca el cuerpo vivo de esos caracoles, que despiden un olor pestilente. También a diario y a pocas cuadras, su tío no se saca los auriculares en la destilería de ron y un amigo cubano estira las hojas con las que arma habanos.

Sobre tiburones
Suena la alarma del smartphone para levantarse a las 6.30 de un domingo y el objetivo es ir en busca de tiburones. Si hay un día en la vida en el que se desoye el sentido común debe ser éste.
La lancha parte del embarcadero de la empresa Stuart Cove’s, que entrega unos formularios donde –palabras más, palabras menos– los pasajeros reconocen que son aptos para la aventura y que están dispuestos a subir a la lancha pese a las fauces de los escualos que ilustran las paredes de la tienda de regalos y la indumentaria de la tripulación.
Los más inseguros, temerosos y/o sensatos suben tranquilos, con la convicción de que no bajarán de la lancha cuando llegue la hora señalada. El sol duele en la piel de oficinista, aire acondicionado y tubos fluorescentes. El guía se llama Daniel y domina el español que necesita para su trabajo: “La primera parada será de 20 minutos para hacer snorkel: sobre los arrecifes coralinos se ven peces, rayas, tortugas y langostas”. Señala una franja del mar menos turquesa y más oscura. ¿Qué más necesita el grupo para zambullirse?
Con chaleco salvavidas, máscara y patas de rana, ocho personas abandonan la nave y disfrutan del “Hollywood Bowl”. Se trata de un círculo imaginario y profundo, donde se filmaron algunas escenas de clásicos del cine como “Piratas del Caribe”, “James Bond”, “Flipper”, “Splash” y “Azul extremo”.
Cada vez que el cuerpo baja al mundo submarino se renuevan la piel, el sistema respiratorio, la perspectiva. La primera sensación es que la vida aquí transcurre en cámara lenta, pero a los pocos minutos –que parecen horas– se comprende que el océano tiene un ritmo propio y leyes ajenas. Óvalos negros con lunares fosforescentes, círculos plateados, láminas a rayas negras y amarillas. Los ojos inexpertos no entienden de peces y sólo conocen por sus nombres a los “Nemos” y las “Doris”.
Se vuelve a la superficie fortalecido y agradecido. Cuando llega el segundo anclaje en “Sims Point”, el oleaje es más agresivo y lo novedoso será una plantación de corales. Tiene algo de huerta, de tótem, de árbol de Navidad sumergido.
“Shark Arena” es la tercera y última bajada, en la que la mitad de los aventureros deciden quedarse a bordo de la lancha tomando sol y fotos. Con una soga, Daniel baja una caja de pescados hasta el fondo del mar para que unos treinta tiburones que habitan la zona no se tienten con asomarse a la superficie. Ahora se pone muy serio y pide que los que se animen a meterse en el mar se agarren fuerte de la cuerda que se dispuso para tal fin, que no muevan las manos ni los pies, que no lleven comida, que no se descompongan.
Todo sale sincronizado, según lo previsto, aunque no haya dos narraciones siquiera similares sobre la sensación de tener el cuerpo a poco más de tres metros de los tiburones (su propia medida). En esos momentos aparecen temores y valentías ancestrales. Los escualos se mueven más rápido de lo esperado, y hasta se podría arriesgar que su actitud feroz y apurada desentona con el océano. Pero para ello habría que estudiarlos más tiempo y queda poco pescado.
Ya con los turistas a salvo, los tiburones suben junto a la caja de pescado y muestran las aletas entre las olas. Ahora se toma más conciencia del peligro controlado que se ha vivido. Y aunque no sea demasiado original, la música de la película “Tiburón” de Steven Spielberg sigue sonando en la imaginación, inevitablemente.
De regreso al hotel, la camioneta pasa por Sandy Port y Lyford Cay, el barrio privado donde vive Sean Connery. Es uno más entre los numerosos artistas, deportistas y empresarios que compraron yates y mansiones, al enamorarse de estas islas (también compraron algunas, como Bill Gates y David Copperfield). Precursores siempre, los Beatles filmaron parte de “Help” en Las Bahamas. Era 1965.
Oscurece temprano en Nassau. Y cuando se sirve la cena en el hotel Meliá a partir de las seis y media, ya es noche cerrada.
Un día en Exuma
Podría haber sido cualquier otro destino porque todas las islas de Las Bahamas merecen una visita. Pero el lunes fue el día de Exuma.
Desde la terminal de ferry de Paradise Island (el nombre no es exagerado) parten excursiones en lanchas rápidas, que llegan hasta uno de los extremos de la pequeña Exuma en menos de dos horas. En “Powerboat Adventures” prometen que nadie olvidará esta jornada jamás. Y cumplen.
La primera sorpresa es la parada en el cayo Allan: son unos pocos metros cuadrados de arena habitados por iguanas. La propuesta consiste en bajar con el agua a la cintura y alimentar con uvas a estos reptiles, que también aprendieron a vivir del turismo.
En cambio, al llegar a Exuma no se sabe por dónde empezar. Sacarse una selfie , nadar, filmar, secarse al sol, hacer la plancha. No importa adonde apunte la cámara del teléfono, hasta con desgano se logran postales que exhibiría cualquier agencia de viajes.
En el grupo hay gente que no saca ni una foto. Bernie y sus amigos de Kansas City tienen su propia receta para disfrutar: agua al cuello, sombrero, gafas de sol, tragos de colores cálidos y carcajadas.
Antes de almorzar, hay un momento en el que todos comparten la misma actividad. De rodillas sobre la arena blanca, dos guías con trajes de neoprene reparten pescado para alimentar a una mantarraya. Quienes tuvieron la oportunidad de tocar en otros mares a este animal de sonrisa cínica y cola punzante, creen estar viviendo un dejà vu. Se equivocan. En Exuma, la mantarraya se desvía de la línea recta imaginaria y se sube sobre el torso de más de un turista distraído arrancando alaridos. Como parte de la misma función, llegan los tiburones: ahora sí, todos afuera del agua y la alimentación corre por cuenta de los hombres de negro.
Pasados estos momentos intensos, el día de playa transcurre con mucho sol y mar. En paz.

Atlantis, en la isla Paraíso
La mañana siguiente encuentra al grupo con la consigna de mudarse a una isla vecina que se llama Paraíso. Allí se encuentra el mega complejo hotelero Atlantis, que recuerda a Disney porque parece un parque temático y las distancias obligan a orientarse con un mapa.
Pero también tiene aires de Las Vegas, por el tamaño del casino que no duerme, las tiendas de marcas de lujo y los hoteles desmesurados. Parece una obviedad, pero Atlantis es un destino en sí mismo y está compuesto por cinco hoteles (The Cove, The Reef, el icónico Royal Towers y su puente cerrado, Coral y Beach). Junto al paseo imperdible de la Marina Village están las villas de Harborside, y una vez que se le encuentra la lógica al complejo, se llega rápido (si el cansancio manda, hay buses) del Acuario a las piscinas y las playas sin defectos.
Esa tarde la cita es en Dolphin Cay y tiene el agua más fría que las otras playas porque sirve de hábitat para los delfines nariz de botella, que interactúan con los huéspedes del hotel. La delfín Electra saluda con la aleta dorsal a los presentes –enfundados en neoprene–, emite chasquidos cuando el instructor le nombra a Justin Bieber y cierra la boca para que la besen. Salta a demanda, puede nadar a toda velocidad si se lo piden y se deja abrazar para la foto. Un grupo de amigos deslizan las manos sobre el cuerpo resbaladizo de tres metros y Electra silba, estridente. Su inteligencia provoca risas nerviosas. Ante la presencia de su cría, cada movimiento, cada sonido y cada pirueta son compensados con pescados. ¿Cuántos recibirá por jornada?
Esa tarde la cita es en Dolphin Cay y tiene el agua más fría que las otras playas porque sirve de hábitat para los delfines nariz de botella, que interactúan con los huéspedes del hotel. La delfín Electra saluda con la aleta dorsal a los presentes –enfundados en neoprene–, emite chasquidos cuando el instructor le nombra a Justin Bieber y cierra la boca para que la besen. Salta a demanda, puede nadar a toda velocidad si se lo piden y se deja abrazar para la foto. Un grupo de amigos deslizan las manos sobre el cuerpo resbaladizo de tres metros y Electra silba, estridente. Su inteligencia provoca risas nerviosas. Ante la presencia de su cría, cada movimiento, cada sonido y cada pirueta son compensados con pescados. ¿Cuántos recibirá por jornada?
Para diversión y vértigo, Aquaventure abarca 57 hectáreas y más de 80 millones de litros de agua, incluyendo una aventura fluvial de 1,5 km en gomones (se sortean olas, rápidos y túneles) y 9 toboganes acuáticos de alta velocidad, a pocos metros de playas de arena blanca donde el mar no necesita snorkel: los peces se ven a simple vista, como las propias piernas.
Para los chicos hay taller de cerámica y peluches, discoteca, videojuegos, clases de cocina y escalada, entre mil opciones. Para los grandes, golf, 50 restaurantes y bares, spa y un casino de 5.500 m2 con 750 máquinas tragamonedas y más de 100 mesas de juego. Y si bien la banca nunca pierde, se trata de una estadía en Las Bahamas. Ya ganaron todos.
CLARIN