11 Dec “Si no ha sanado sus propias heridas, un terapeuta no sabe cómo enfrentar la tragedia ajena”
Por Loreley Gaffoglio
Chantal tenía ocho años cuando, en 1994, el genocidio ocurrido en Ruanda acabó con la vida del 75 por ciento de la población tutsi y con la de algunos miles de disidentes hutus que no se plegaron a la arenga que llamó al exterminio étnico. En sólo ocho meses, y ante el letargo de las Naciones Unidas, más de 800.000 ruandeses fueron asesinados a mansalva por el gobierno hutu, con el apoyo de patrullas de civiles que, adoctrinados en el odio racial, intentaron eliminar a esa casta minoritaria del país, una ex colonia primero alemana y luego belga, en África central.
Veintiún años después, Chantal rememora esos episodios traumáticos en el documental Cuando era joven dije que sería feliz, estrenado en el Anima Film Festival, en Buenos Aires.
La voz es serena y el relato minucioso; conmueve la templanza con que hilvana los pormenores de la barbarie. Ella, que había padecido un severo trastorno de estrés postraumático (TEPS), es una de los miles de huérfanos que arrojó aquel exterminio masivo. En las montañas, ocultándose junto a su tío, logró esquivar la muerte. A su madre, su padre y sus hermanos los mataron sus vecinos hutus; cuando ambos creyeron que estaban a salvo, una cuadrilla los alcanzó a machetazos. Lo último que ella recuerda es un golpe seco en la nuca. Su próximo recuerdo es ella misma tendida boca abajo en una fosa, junto a su tío y otros tutsis. Al recobrar el conocimiento, ya no pudo mantener su cabeza erguida: el sablazo le había cercenado parte de la nuca. Sostuvo su cuello sangrante con ambas manos. Trepó con dificultad la fosa, ahogada en llanto, y se escondió detrás de un árbol. Desde allí vio cuando la milicia regresó a aquella hondonada para rematar a los moribundos. Sobre aquel montículo humano vislumbró el cadáver de su tío. Durante muchos años cargó con la culpa de no haber podido salvarlo.
Cuando la cuadrilla hutus se retiró, Chantal deambuló por la selva; muchas veces, por las noches dormía entre restos humanos: “Era el único lugar donde me sentía segura. Sabía que ellos no regresarían allí”, relata en el documental, la cicatriz rojiza sobre la piel morena, el legado del horror que ya no podrá quitarse jamás.
Alguien le zurció el cuello y ella pagó esas atenciones trabajando como sirvienta. Más tarde, sobrevivió en las calles y se prostituyó para alimentarse. Hasta que fue alojada en la escuela-orfanato Remera Mbogo, a unos 200 km de Kigali, la capital de Ruanda. Junto a ella había otros 650 niños y adolescentes, a quienes a partir de los seis años les imponían la crianza de otros huérfanos aún más pequeños.
En el documental, Chantal reelabora su historia durante una terapia grupal guiada por Lori Leyden, una psicoterapeuta estadounidense con un PhD. en psiconeuroinmunología, la rama de la psicología que estudia las interrelaciones entre la mente y el cuerpo y sus implicancias clínicas. Desde 2008, Leyden ayuda a los huérfanos ruandeses a superar distintos grados de estrés postraumático (EPT). Hay miles de Chantal -dice ella- que son testigos directos de la muerte.
Fundadora de la ONG Create Global Healing, Leyden produjo aquel documental e impulsó en Ruanda un programa piloto de ayuda humanitaria. A través de Project Light, además de tratar los cuadros de estrés, ideó una plataforma de contención, liderazgo, creación de comunidad y “emprendedorismo” con el propósito de que los embajadores del programa lo replicaran entre la población.
-Nunca la violencia fue tan gráfica como ahora: las decapitaciones de Estado Islámico, Boko Haram, el cuerpo del niño sirio en las playas de Turquía, las matanzas en vivo. Sin embargo, cuesta elaborar un suceso como el de Ruanda, en el que vecinos y hasta religiosos atraían a ciertos lugares a una gran cantidad de tutsis con la promesa de salvarlos, para que fueran en verdad aplastados por topadoras.
-Es difícil comparar las acciones de violencia en el mundo. Pero en términos del conjunto, ser forzado a matar a tu vecino y seguir viviendo al lado de su familia es algo bastante dramático. Fueron tales el lavado de cerebro, la manipulación y la amenaza bajo coerción del gobierno, que muchos no tuvieron opción. Como en el nazismo, querían exterminar a todos los tutsis. Y para eso fueron bombardeados con mensajes de odio racial en los que el estamento minoritario -y el que había recibido los mayores privilegios- era considerado menos que humano. Si monjas y sacerdotes también participaron fue porque, como dice Francisco, “los religiosos no son todos espirituales y la gente espiritual no es toda religiosa”.
-Pero el hombre tiene límites morales.
-Todos somos capaces de cometer atrocidades y llevar a la práctica cualquier pensamiento, comportamiento y sentimiento humano. Desconocemos qué podemos llegar a hacer en determinadas circunstancias. No es que el genocidio sucedió porque fue en un país del Tercer Mundo. Todos podemos entregar a nuestros vecinos. Hacemos eso de otras maneras, todos los días, en la sociedad civilizada. Fíjese cómo tratamos a los sin techo, a las mujeres, a los más vulnerables. Los privilegios y asimetrías entre ruandeses fueron instaurados por los occidentales, y la pertenencia racial fue incluida en los documentos de identidad. Sólo los tutsis (el 14 por ciento de la población) tenían acceso a la educación, y los abusos y formas de vasallaje eran parte del sistema. Pero no me gusta hablar de esas distinciones, que ellos intentan dejar atrás.
-Usted vivió la muerte de cerca. ¿Fue eso lo que la llevó a Ruanda?
-Sí, y el mensaje que incorporé fue que puedo no elegir cada circunstancia que me toca, pero sí mi respuesta a lo que me sucede. En doce semanas dejé mi matrimonio, mi consultorio y me mudé de Rhode Island a Santa Bárbara. Mientras me recuperaba, medité sobre cuál era mi propósito en la vida hasta que una ONG católica me pidió traducir al kiñaruanda, la lengua ruandesa, mi libro sobre manejo de estrés, y me pidió si podía enseñar esas técnicas allí. Acepté enseguida. Pero no sabía cómo iba a poder enfrentar tanto sufrimiento. Todavía atravesaba un cambio radical en mi vida.
-¿Es una mujer fuerte?
-No se trata de eso. La práctica profesional me ha enseñado que si uno como terapeuta no ha sanado sus propias heridas, cuando confronta la tragedia ajena no sabe cómo responder. Sucede con el amigo de alguien con cáncer: a veces es el enfermo el que termina sosteniendo al sano. Mi duda era si realmente podía ayudar a una mujer violada en forma reiterada, cuyo marido e hijos fueron asesinados delante de sus ojos y que vive con HIV y no ve perspectiva de futuro. ¿Puedo escuchar a un asesino que ha acribillado a 100 vecinos sin que eso me desestabilice? Hay que trabajar mucho la compasión y abrir el corazón para poder ayudar. Si no se está ciento por ciento presente escuchando el horror, si uno se desentiende y lo toma como algo lejano, que nada tiene que ver con uno, para que no le afecte, no hay conexión ni empatía posibles. Los alemanes, ante la crisis de refugiados sirios, dicen: “¿Qué pasa si aquél fuese yo?”. Sólo así se puede ayudar. Pero la magnitud de lo que damos y recibimos supera el peso del dolor. Es un ida y vuelta de transformación.
-¿Con qué se encontró la primera vez que llegó a Ruanda?
-Hay un suceso que viví que le dará un panorama. Recién llegada, un día fui sola a misa. No tenía traductor. Era la única mujer blanca. Al salir, me rodeó un grupo de mujeres. Una dio un paso al frente, se levantó la remera y mostró sus senos mutilados con machetes. En ese momento para mí no existió nada más. Agarré sus manos y las puse sobre mi corazón y extendí las mías en su pecho, sin mediar palabra. Fue un momento de gracia y ella supo que no estaba sola. Lo que más me impactó fue la resiliencia que vi. Cuando uno brinda amor y un poco de recursos (comida, técnicas para superar el trauma, para que vuelvan a sentirse seguros dentro de su cuerpo), sorprende cómo la gente continúa abriendo su corazón, a pesar de todo lo que vivió. Pero en sucesivos viajes, además de las terapias con el método EFT/Tapping (por las siglas en inglés de Emotional Freedom Techniques) supe que había que llevar una contención mayor. Porque de poco sirve superar el trauma y el estrés si la gente no tiene una perspectiva de futuro.
-Y allí no la tienen.
-Project Light fue nuestra respuesta: combina el tratamiento terapéutico del trauma con formas de liderazgo, y herramientas de sustentabilidad económica con creación de familia y comunidad. Ése es el pegamento que une todo. Porque hay carencias severas. Y el riesgo son los traumas complejos, porque en situaciones adversas, el estrés postraumático puede dispararse. Pero cuando uno consigue superar ciertas crisis y prosperar, es más difícil que esos viejos traumas dobleguen a la persona. Recién ahora empieza a haber programas de salud mental. Al comienzo, eran los militares o religiosos quienes intervenían cuando algunas personas sufrían flashbacks o recaídas. Las abrigaban con frazadas y las protegían para que no huyeran, ya que el cerebro con EPT se paraliza, la amígdala pareciera nublarse y el cerebro reptiliano, donde tienen origen nuestros impulsos negativos, nos hace huir o pelear.
-Más allá de la técnica que emplea, ¿el concepto de perdón tiene una eficacia terapéutica? ¿Se puede perdonar al asesino de un padre o de un hermano?
-Sí, Chantal lo hizo. Perdonar no significa que esa acción sea aceptable. Significa poder perdonarse primero a uno mismo para volver a sentirse libre y cuidarse. Es el primer paso para que el cuerpo se sienta a salvo. El trauma es una disfunción del cerebro, que secuestra al cuerpo. Cuando uno puede quitarle el distrés al recuerdo, el corazón y el “cableado” del cerebro vuelven a trabajar en armonía. Se reactiva el lóbulo frontal, que es donde tenemos los mayores recursos para defendernos. Todos en mayor o menor medida cargamos con diferentes tipos de traumas. No serán como los de Ruanda, pero están y hacen que uno se cierre sobre sí mismo y se vuelva temeroso.
-¿Los casos severos tienen cura? ¿O hay hechos que nos determinan para siempre?
-El abordaje siempre debe ser multidisciplinario. En seis meses de intensa terapia tuvimos resultados favorables con dos grupos de trabajo. Uno lo integraban huérfanos que vivían en hogares, chicos que al momento del genocidio tenían entre 6 y 8 años, a quienes les dieron otros niños aún menores que ellos para que los criaran. El otro lo conformaban, en un secundario-orfanato, jóvenes que vivían en la calle. Cuando les pregunté de qué necesitaban sanarse, mencionaron las violaciones que vieron o padecieron, la desesperanza, el hambre, el hecho de que debían crecer sin padres- Y yo me decía: “¿Voy a usar tapping con esto?”. Pero nos fue muy bien.
-¿La población siente que se hizo justicia luego del genocidio?
-Hubo, además de los procesos internacionales reservados a los que mataron a más de cien personas, tribunales comunitarios, ya que no se los podía juzgar a todos. Era la comunidad la que debió expedirse antes de elevar los procesos a las cortes, lo cual fue interesante en términos de reconciliación. Las cárceles están atestadas y es la familia del recluso quien debe ocuparse de su alimentación. El impacto en las familias es muy grande, ya que quien no perdió a sus padres, vive igual como un huérfano.
-¿Hubo un aprendizaje de esas atrocidades?
-Sí, y hay muchos esfuerzos de reconciliación, un compromiso para crear comunidad, aunque en las fronteras ciertas tensiones persisten. Por eso, un sábado al mes toda la comunidad trabaja junta. El 58 por ciento de los legisladores son mujeres y legislan con vistas a la sustentabilidad y a infundirle autoestima a la gente.
LA NACION