Resulta apasionante cómo se puede cambiar

Resulta apasionante cómo se puede cambiar

Por Máximo Soto
“Me apasiona que hoy la gente pueda acceder tan fácilmente a conocimientos que antes eran bienes de unos pocos. Viendo esto decidí deliberadamente no quedarme en los ámbitos académicos para pasar a dedicarme a divulgar lo que hoy se sabe gracias a los avances de la ciencia, y cómo eso ayuda a que las personas puedan cambiar, superar sus problemas. Me gusta decir en conferencias, diálogos y talleres, en charlas por radio o en entrevistas por televisión, que se tenga la edad que se tenga, el mundo con sus misterios y oportunidades nunca ha estado tan cerca de la gente, de toda la gente. Trato de indicar cómo comprender y transformar la manera de relacionarse, comunicarse y colaborar con los otros, cómo evitar la soledad, que es la epidemia del siglo, cómo avanzar sin frenarse por temores infundados”, explicó Elsa Punset, autora del libro “El mundo en tus manos.
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No es magia, es inteligencia social”, que publicó Planeta. Nacida en Londres, licenciada en Filosofía y Master en Humanidades en la Universidad de Oxford, residente habitual en Estados Unidos y por momentos en España, dialogamos con ella sobre su especialidad: el uso de los conocimientos de la neurociencia para la transformación de la conducta de las personas.
Ámbito Premium: Si bien la idea de inteligencia emocional es algo de lo que se ha venido hablando desde comienzos del siglo XX, ese concepto se puso de moda a partir de 1995 con el libro de Daniel Goleman “Inteligencia emocional”. Pero, ¿no se trata de un oxímoron, de la unión de dos conceptos opuestos, la razón y la emoción, lo intelectual y lo instintivo?
Elsa Punset: Pensar que la razón y las emociones están totalmente enfrentadas es una herencia cartesiana, y es una idea que curiosamente la ciencia no ha discutido hasta hace unos veinte años. Y es bastante apasionante lo que se plantea ahora porque cambia completamente la forma de entender lo que es inteligencia. Cuando hablamos de inteligencia emocional, no hablamos de una moda ni de una etiqueta, hablamos de un aspecto de la inteligencia. Hablamos de que ahora sabemos a ciencia cierta que en la base de todo pensamiento racional está la emoción, que la emoción está completamente ligada a la razón, y que no podemos distinguirla si la enfrentamos. Esto tiene unas repercusiones que se van a hacer notar cada vez más, porque desde siempre hay un claro interés de las personas por tratar de entender sus emociones. Y no se trata de que por “buenísimo” se intenta entender nuestras emociones sino que se trata de intentar comprender y gestionar la propia inteligencia. Y para eso importa saber el impacto que tienen las emociones en nuestra inteligencia.
A.P.: ¿Cómo descubrió ese saber de las emociones?
E.P.: A través de la neurociencia. Es curioso porque yo estudié filosofa, luego psicología, y los que realmente han dado este cambio, este vuelco brutal, han sido los neurocientíficos. ¿Por qué esto recién ahora? Porque es una cuestión que precisaba una tecnología adecuada, que sólo se está consiguiendo en los últimos años. Hasta ahora no teníamos los medios para medir lo que pasaba en el cerebro, y de repente ahora podemos medir los procesos cognitivos, emocionales, mentales con muchísima mayor facilidad, contamos con los medios para hacerlo. Eso permitió darnos cuenta de que teníamos una visión del cerebro que no era real. El cerebro emocional es un hecho. Y eso está suponiendo un cambio enorme en la forma de vivir, de pensar, de educarnos y de cuidarnos. Pensábamos que el cerebro, además de ser esa parte del cuerpo donde se asentaba emoción y razón, era inmutable. Se creía que se nacía con determinadas características. Se pensaba que la inteligencia era básicamente hereditaria, y que poco se podía hacer, te tocaba como una lotería. Te tocaba en suerte y “eso es lo que se tiene para bien y para mal”. ¿Qué se ve ahora? En los primeros experimentos se vio que se puede trabajar y hacer crecer, por ejemplo, el sentido de la orientación, capacidades como el optimismo, cualidades como la serenidad, la alegría, la creatividad. Tenemos un cerebro plástico que podemos aprender a trabajar como un músculo. Y en eso estamos desde el arranque del siglo XXI. Lo que yo intento es ayudar a llevar estos conocimientos a la vida de las personas.
A.P.: ¿Es cierto que tenemos un cerebro que es temeroso, obsesivo, hasta paranoico, para cuidar el cuerpo en su conjunto?
E.P.: Tenemos un cerebro que está programado para determinadas cosas desde un punto de vista evolutivo. Al cerebro no le importa realmente ni tu felicidad, ni tu bienestar, ni que seas justo, ni que seas generoso, le importa básicamente la supervivencia. Es un cerebro programado para sobrevivir. Y esto nos da un sesgo negativo. Tendemos a fijarnos, a agrandar, a recordar las experiencias negativas. El cerebro es un colador donde pasan las experiencias positivas, donde no se fijan con tanta facilidad como las negativas, y esas sí que suelen quedarse instaladas. Tendemos a no reconocer las experiencias positivas. Y si el cerebro recuerda las malas experiencias es porque busca evitarlas para poder sobrevivir. Un cerebro armado para sobrevivir tiene una señal de alarma que es el miedo, que es una emoción básica que nos avisa todo lo malo que nos puede pasar. Pero la verdad es que no siempre nos está ayudando, la mayoría de las veces nos está amargando la vida. Los niños nacen con una enorme capacidad para la risa y la alegría. Tienen un cerebro menos desarrollado y viven más en el presente, disfrutan más del momento, recuerdan más aquellas cosas que le dieron alegría, felicidad, placer. Esto se pierde con el paso de los años. Crece la capacidad de sentir miedo, se ríe cada vez menos, se tiene menos capacidad de vivir en el presente.
Á.P.: ¿De qué manera ese “colador inconsciente” nos termina afectando?
E.P.: Ese fijarnos en la posibilidad de lo malo, lo equivocado, lo desastroso, es una de las razones por la que los humanos tendemos a todo tipo de desarreglos emocionales y mentales. En el siglo XXI una de las grandes preocupaciones es la prevalencia de la depresión, no sólo porque hace sentir mal a la gente y la gente lo pasa muy mal, sino porque tiene un impacto personal y social. Hemos visto que las emociones dejan una huella física. Lo que te ocurre, pero también lo que temes, te afecta de manera notoria, de ahí el crecimiento de enfermedades crónicas relacionadas con el estrés, con la tristeza, con la depresión. En lo social, según afirma la Organización Mundial de la Salud, en los próximos veinte años la depresión se convertirá en la enfermedad que más padecerán los seres huma¬nos, superando al cáncer y los trastornos cardiovasculares. Será un problema de salud agudo para las sociedades, tanto económico como social.
A.P.: Uno de sus libros se llama “El mundo en tus manos”, pero el mundo que parece estar a las manos, por haber sido achicado por la tecnología de la comunicación, a la vez es un mundo don¬de ya parece imposible relacionarse con los otros como lo hacíamos en el pasado.
E.P.: Es uno de los temas paradójicos y dramáticos que más me interesan. ¿Cómo es posible que en una sociedad interconectada como la de ahora tengamos problemas de soledad? La gente en el mundo dice cada vez más que se siente sola, que tiene menos amigos. Esto tiene que ver en qué forma nos relacionamos los humanos. En eso tenemos un mecanismo que es la primera emoción social y la base de la inteligencia social: nuestra capacidad de convivir, de no hacernos daño, de intercambiar información, de crear cuentos. Los seres humanos vivimos en redes sociales mayores que las demás especies. Los humanos para poder convivir tenemos una emoción social que llamamos empatia, que es la capacidad de ponernos en la piel del otro.
Eso significa que hay intercambio porque tenemos las mismas emociones, la tristeza, la ira, la sorpresa, el asco, la alegría, la decepción, la felicidad, el miedo. Luego de que dio la vuelta al mundo, Darwin ya regresó diciendo esto. Los estudios posteriores confirman que todos compartimos las mismas emociones, pero las expresamos deformas distintas. Es cierto que una cultura puede dar mayor importancia a las emociones que otra. Y los circuitos cerebrales en los países que importan las emociones expresadas están más desarrollados.
Á.P.: Entonces, ¿nos comunicamos a través de emociones?
E.P.: Es algo que no se expresa de forma intelectual sino como algo físico. Las emociones se contagian como un virus, por eso para ellas no necesitamos hablar. Por eso se dice que uno es la media de las cuatro o cinco personas que lo rodean. Es muy difícil sentir más alegría, más esperanzas, tener más creatividad, más energía que las cuatro o cinco personas que te rodean, porque básicamente las personas nos contagiamos. Cuando veía esta tendencia a la soledad, a la depresión, me decía que las redes sociales lo solucionarán, conectarán a la gente; pero no es lo mismo. Una cosa es conectarse para intercambiar ideas, y para eso las redes sociales son extraordinarias, democratizan, pero no reemplazan la necesidad humana de mirarse a los ojos, de sentirse, de tocarse, que son formas de comunicarse. Yo me preguntaba por qué si las personas estamos programadas para ayudarnos, para comunicarnos, las realidad es que las redes sociales parece sacar lo peor de determinadas personas, que se dicen cosas que nunca se dirían a la cara, por crueles. Ocurre que si yo te digo algo, veo tu reacción, y eso me frena; es una forma de comunicarnos basada en la empatia. Pero si yo estoy detrás de una computadora te deshumanizo, te cosifico, puedo decirte cualquier barbaridad porque estoy rompiendo ese círculo de empatia que nos une. Es bueno saber que las redes sociales no van a reemplazar la necesidad de afecto, que parte de la necesidad de mirarnos, de tocarnos, de abrazarnos, de convivir, de pasar cierto tiempo juntos. Este es uno de los retos que tenemos por delante.
Á.P.: Un desafío que se ha profundizado con el cambio de creencias y modelos en Occidente.
E.P.: Hasta hace unas décadas, vivíamos en una sociedad donde la religión daba respuestas contundentes a nuestras preguntas vitales. Teníamos claro de dónde venimos, adonde vamos, por qué vivimos, qué hacer con el dolor, la tristeza, las pérdidas, la muerte o la alegría. La Iglesia imponía rutinas y gestos muy eficaces para implementar sus preceptos de forma práctica en nuestra vida diaria, por lo que vivíamos a la medida de nuestras creencias. Lo que creíamos, lo que pensábamos y lo que decíamos, aunque no fuera siempre atinado, encajaba. Eso era cómodo y reconfortante. Pero vino la aplicación a gran escala del método científico y desmontamos en poco tiempo siglos de creencias reveladas. Dejamos de lado no sólo creencias injustas y absurdas, sino también muchas respuestas a nuestras dudas existenciales, morales y sociales. Nos quedamos sin cobijo. Hemos logado una mayor cordura para entender el mundo, pero eso no nos ha ayudado a vivir y convivir mejor. Nuestra naturaleza humana no está recibiendo una respuesta coherente. Para compensar, nos protegemos en lo físico, pero nos abandonamos en lo emocional. Consumimos y nos distraemos mientras se desploman nuestros indicadores de bienestar mental.
Á.P.: Usted propone un entrenamiento para tener mejor relación con uno mismo y con los otros.
E.P.: Sabemos muchas cosas, pensamos muchas cosas, pero luego vivimos de una manera diferente. Busco hacer que se incorporen los nuevos conocimientos a la vida diaria. En el siglo pasado se decía que para ser más saludable había que entrenarse, hacer ejercicios físicos. Ahora estamos en un tiempo mental. Se pueden hacer ejercicios físicos, pero hay que entrenar la mente. Busco mostrar cómo sacar la mente de los mecanismos que más daño le hacen, como el mecanismo de supervivencia que le hace agandar lo negativo, la resistencia al cambio en una sociedad que cambia permanentemente donde la flexibilidad se ha convertido en un valor muy importante. Lo que las personas quieran logar es entrenable. No se puede transformar lo que no se comprende. Y así como se hacen ejercicios físicos, se pueden hacer ejercicios mentales para tener una mayor habilidad social, para escapar de esa manía persecutoria que tiene nuestro cerebro. Se trata de reconocer los mecanismos que nos rigen para luego transformarlos.
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