12 Dec ¿Por qué gusta la novela policial?
Por Máximo Soto
Seamos optimistas
Y un tanto sarcásticos, y un tanto ilusos. Comencemos de forma amable. Si nos gusta la novela policial es porque satisface nuestro deseo de justicia, porque queremos que el delito sea castigado, y en esas novelas (en algunas, de un tiempo a esta parte) al final el crimen paga. El criminal es detenido o muerto, y se descubre la trama siniestra, se sabe la verdad de por qué ocurrió, de todo lo que ocurrió. No importa lo siniestra que sea la conspiración, los tremendos encubrimientos que haya habido, la acumulación de cómplices poderosos, las pruebas borradas, la vastedad del horror, finalmente triunfan (como en una serie de televisión) la ley y el orden. Y lectores y espectadores quedan conformes.
Seamos pesimistas
Y un tanto objetivos, y un tanto escépticos. Nos gusta la novela policial porque llevamos en nosotros el mal junto al bien. A veces crece uno, a veces al otro le cuesta avanzar. Eso nos viene de lejos, de una ferocidad animal que aprendemos a dominar (a reprimir) gracias a la educación que nos coloca en un universo de reglas y leyes. Y gracias a la cultura, ese cultivo de la civilización que busca convertimos en humanos. Seres domesticados y apacibles a los que la novela policial satisface una necesidad morbosa, a hacer catarsis de nuestra agresividad, de nuestra tendencia atávica a la violencia. Con mordacidad el escritor argentino Miguel Angel Molfino, residente en España, sostiene que en el fondo todos somos malos, y las novelas negras nos muestran que no sólo estamos solos en nuestras maldades sino que hay otras peores. Saber que existen asesinos seriales nos libera de la carga de todas las pequeñas atrocidades, de las desconsideraciones, de los atropellos, de los pequeños asesinatos que cometemos cada tanto. (De paso, lo de “Pequeños asesinatos” es una referencia a una película de 1971, dirigida por Alan Arkin, con guión del escritor y humorista Jules Feiffer, sobre la violencia urbana y la trivialización del asesinato en clave de sátira). Con calculado cinismo el madrileño Nacho Cabana, autor de “La chica que llevaba una pistola en la tanga”, sostiene que uno lee ese tipo de libros “para aprender a ser malo cuando se cansa de ser bueno”, porque “el infierno son los otros”, como decía Jean Paul Sartre en “A puerta cerrada”.
Seamos realistas
La novela policial es (la mayoría de los casos) absolutamente entretenida, nos atrapa. Es un recreo, un descanso, una tregua en la jornada. Divierte, es decir, no vierte hacia otro lado, nos propone una preocupación ajena para sacarnos de las propias. Es eminentemente amena. Nos ofrece un curioso oasis criminal. Durante un tiempo, en los años 40-50 del siglo pasado, se la catalogó como “literatura de evasión”, porque uno se escapaba, salía de su cárcel cotidiana y se sumergía en un acontecimiento impensado. Todo es ahí sencillo, apenas se empieza a leer uno ya sabe de qué se trata, en qué se está, hacia dónde se va, y hasta se sospecha un final conclusivo, comprensible, que nos dejará conformes. Es, por lo tanto, narrativa clásica que ofrece: presentación con un conflicto claro, tan contundente como la víctima tirada en el piso con un agujerito sangrante, luego aparece un nudo de los posibles victimarios, y finalmente un desenlace que da solución al enigma inicial (fórmula que le encantaba a la buena de Agatha Christie y a sus miles de lectores).
Lo típico es, como hemos dicho, que todo comience poniéndonos un muerto frente a la nariz (como le enseñó el autor de policiales Willie Gordon a su esposa, Isabel Allende). Ese cadáver nos impone una morbosa curiosidad, queremos saber quién es el muerto, quién cometió el crimen, por qué lo hizo, qué va a pasar, quién va a intervenir, qué más se sabe. Las páginas corren, son fáciles de leer, el libro se deja llevar y nos lleva. Le permitimos al autor que nos haga las jugarretas que quiera, que use el lenguaje que se le dé la gana (desde el aristocrático de S. S. Van Diñe al groseramente callejero 1 que inició Dashiell Hammett). Eso sí, que no nos vengan a hacer “literatura”, a hablar del tiempo, de los paisajes, a describir la gente puntillosamente. Vamos al grano que el muerto se enfría. El gran Elmor Leonard, cuyas novelas fueron llevadas al cine por Quentin Tarantino y Steven Soderbergh, nada menos, lo primero que enseñaba es “si suena muy literario, reescríbelo”. Y explicaba que el lector no quiere vueltas, que no le hablen de cómo está el clima o de que se rompió el auto, va en busca de personas a las que les sucedan cosas, y no quiere detenerse en detalles. El maestro decía que en un policial “hay que descartar todo lo que el lector tienda a saltearse”. Por eso el entrar en un buen policial es como subirse en una Ferrari y apretar el acelerador;por eso muchas veces da bronca bajarse del libro, aunque sea para estacionarlo un rato.
Seamos sensibles
Nos gusta el policial porque nos ofrece una radiografía de la condición humana. Eso sí, dura. Mire, ésta es una zona enferma. La novela negra es un paseo por situaciones que de vivirlas en forma indirecta nos afectarían intensamente, y ni contar si fuera en forma directa. Entonces el lector disfruta de algo que no ocurre en su vida, y que no quisiera que le ocurriera jamás. Pero eso, qué se le va a hacer, lo saca de su zona de confort y le hace plantearse preguntas acerca de la gente, la sociedad, la moral, el mundo, adonde vamos, etcétera. (Para dar un caso, nadie sale indemne de la lectura de “American Psycho”, de Breat Easton Ellis).
La mayoría de los policiales despliegan como parte de su escenario una clara crítica de costumbres y una cierta crítica social (en ese sentido, la novela negra proviene de la novela naturalista, que se dedicaba a señalar problemas sociales). Esto último lo inició Dashiell Hammett, en los años 20 en Estados Unidos, lo siguió Raymond Chandler, y lo continuaron Leonardo Sciascia en Italia y Manuel a Vázquez Montalbán en España, y se acentuó en el policial latinoamericano (si Estados Unidos tiene a Truman Capote para contar “A sangre fría”, la Argentina cuenta con Rodolfo Walsh para hablar de una “Operación masacre”).
Para nuestra satisfacción, la mayoría de las veces la historia que se nos cuenta nos permite ponernos en la piel del héroe, del que resuelve el problema (si lo logra una mujer policía, un detective privado, un o una periodista, un o una forense, un abogado o una abogada, por qué no lo va a hacer uno) y a veces nos gusta competir a ver quién tiene inteligencia más grande, quién resuelve el asunto primero.
En el fondo, no lo neguemos, a uno le gusta el policial porque se envidia ese mundo de intriga, acción y aventuras (y, eso sí, salir indemne). El policial participa de aquellos libros que cuentan epopeyas, viajes, descubrimientos (típicas tareas de “un detective de novela”). En ese sentido la novela negra desciende de obras sacrosantas como la “Ilíada” y la “Odisea”. Hay quienes la relacionan con el rey Arturo, los Caballeros de la Mesa Redonda y la búsqueda del Santo Grial. Están los especialistas que encuentran que en todas las novelas de aventuras hay algo de novela policial, algún enigma que resolver, algún malvado que enfrentar, y suelen citar entre otros al Victoriano Henry Rider Haggard, autor de “Las minas del Rey Salomón” y “Ella”, entre otras.
El lector en el policial aprende que el investigador más curtido puede ser sensible frente a la dura realidad, puede darle algo más que una mano a un humillado, puede vengar al ofendido, puede derrumbar al soberbio, y ser delicadamente encantador frente a una dama, ferozmente apasionado con una mujer. A veces esto último se le concede al delincuente, que si está teniendo sexo no le importa si “el cartero llama dos veces”.
Uno de los mayores emblemas del detective sensible, que no ha dejado de multiplicarse, es el Philip Marlowe que supo encarnar en el cine Humphrey Bogart. Hay investigadores sensibles y refinados como cocineros, verdaderos gourmets, como Ñero Wolfe o Pepe Carvalho, que es capaz de llevarnos, por ejemplo, a comer una fideuá, esa especie de paella de fideos, pescado y mariscos. Están los que se dedican a la música clásica y, con pausas para una pipa con cocaína, tocan el violín, como Sherlock Holmes. Están los que cuidan sus flores, como el jardinero amateur Hércules Poirot. Hay los que se dedican a la redención de los bajos fondos, como Maigret (acaso porque su autor, el belga Georges Simenon, había aprendido de chico a querer a sus amigas las prostitutas). Y desde hace un tiempo es¬tán quienes se apasionan por los últimos avances de la ciencia, como la forense Kay Scarppetta. Gracias a esos detalles nos enteramos que esos detectives, cuando dejan de hacer deducciones para dar con el criminal, acorralarlo, perseguirlo, capturarlo y castigarlo, son absolutamente iguales a cualquier mortal. Eso nos gusta, nos lleva a leer, nos encanta encon¬trarle al pasar ese aspecto “como uno”.
Seamos marketineros
Los que piensan que la novela policial es sólo la moda de un subgénero literario deben recorrer su historia, desde su surgimiento en 1841 con “Los crímenes de la calle Morgue” hasta hoy. La sorpresa es que es una forma literaria de interés permanente, que no ha parado de crecer debido a que se ha ampliado y parece no tener fronteras. Todo puede ser contado desde el formato del policial, aunque no lo sea. Un caso concreto, “Crimen y castigo”, de Fedor Dostoievski, es una extraordinaria novela sobre la culpa que parte de un asesinato. Rodión Raskolnikov mata a la usurera Aliona Ivánovna. Hay un investigador, el juez Porfiry Petrovich, que descubre al criminal, siguiendo en la forma de investigar a Auguste Dupin en “Los crímenes de la calle Morgue” de Edgard Allan Poe. Pero la nove¬la de Dostoievski es una extraordinaria indagación psicológica, cumbre de la literatura mundial.
Quienes sostienen que se lee novela policial por un intenso marketing editorial, se equivocan. La cuestión fue exactamente al revés, por lo menos al comienzo. El relato policial, inventado en Estados Unidos por Edgard Alian Poe, al pasar a Inglaterra se convirtió en novela enigma, en novela de misterio, en un divertimento, un sofisticado juguete para adultos. Se lee para competir con el detective y descubrir el criminal antes del final del libro, donde será revelado quién es. Como en un juego de puzzle, el autor le va entregando al lector las pie¬zas para que éste pueda armar la historia, y deducir como lo hace el detective. El crimen suele ocurrir en residencias de la clase alta. A veces las historias suman comentarios sociales, un estilo sardónico o la clásica ironía británica. Si en Inglaterra esta fórmula llega a la maestría con Agatha Christie, en Estados Unidos se vuelve una fórmula estereotipada con las entretenidas novelas de S. S. Van Diñe, seudónimo del crítico literario Willard Huntington Wright, quien en una internación hospitalaria para salir de su drogadicción se dedicó a estudiar la estructura de la “novela enigma”. Así entre 1927 y 1939 escribió una serie de “murder cases” que lo hicieron más millonario de lo que lo era. Esto da una pista del interés que ya había por el policial. Interés que se acrecienta con la crisis de los años 30, tiempos de la prohibición del alcohol, avance de las mafias, crecimiento de la violencia y la miseria. Ahí ya no sirve el juego de “a ver, ¿quién lo mató?” de la “novela enigma”, entonces surge la novela negra, donde el crimen ayuda a analizar las circunstancias, muestra las diferencias sociales, señala la corrupción institucional, no se olvida de los excluidos. Los detectives privados son tipos curtidos, duros, de pocas palabras y disparo fácil, a los que no les inmuta vaciar su cargador sobre el causante del problema, y luego fumarse un cigarrillo o tomarse un Bourbon. Están al límite de la legalidad. Son prolijamente marginales. Incorruptibles pero escrupulosos. Descuidada¬mente sarcásticos, solitarios y sin ilusiones. Cuando hacen tronar el escarmiento al ratito siguen su ca¬mino, como si no hubiera pasado nada más que lo que tenía que pasar.
Cuando ese tipo de historias aparece en libritos populares, en un Estados Unidos que va de la depresión al New Deal, en revistitas como “Máscara Negra”, del peor papel, el más barato, se convierten en un éxito. Las compran y las leen miles de personas, y además las comparten, van de mano en mano, y hacen nuevos adictos. Hollywood descubre el fenómeno y las lleva al cine. Esos libritos baratos hacen ricas a las editoriales que se jugaron por ellos. Entonces las grandes editoriales tratan de sumar el género de la literatura negra a sus sellos. En Francia la fina editorial Gallimard le pide al escritor surrealista Marcel Duhamel que invente una colección, y así surge la Serie Negra, que se volverá famosa con novelas que provocan escándalos, como “Escupiré sobre vuestras tumbas”, historia de un negro albino que vindica a los de su raza matando racistas, escrita por el autor negro estadounidense Vernon Sullivan, que luego de premiarla se enteran que es una obra del francés Boris Vian.
Cuando las editoriales que publicaron policiales se multiplicaron, cuando los relatos se dispararon en todas direcciones abriendo nuevos mercados, cuando saltaron a la novela histórica y a la novela de espías, cuando se cansaron de vender derechos para otros idiomas, ahí los editores comenzaron a pensar en hacer estudios de mercado y campañas publicitarias. Lo gracioso es que cuando descartan a un autor es factible que éste aparezca en una editorial pequeña, y que si tiene éxito, la haga crecer, la enriquezca. Hay sobrados ejemplos de eso. Recordemos el más conocido, el más emblemático, el más admirado y envidiado. Cuando la pequeña editorial inglesa Bloomsbury le publicó a Joanne Rowling su libro “Harry Potter y la piedra filosofal”, que había sido rechazado por diez editoriales grandes, le dijo que de cualquier manera se fuera buscando un trabajo porque de esa novelita no iba a poder vivir. Fueron contundentes, “tiene pocas posibilidades de ganar algo de dinero con un libro para chicos”. Como es sabido, gracias a “esos libritos para chicos” hoy J.K. Rowling es la mujer más rica de Gran Bretaña, con un patrimonio de mil millones de dólares, en constante crecimiento, según la revista Forbes. Si somos marketineros le pondremos siempre una ficha al policial. Entre otras cosas, porque a diario la realidad, esta realidad que vivimos, empuja las ventas.
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