La voz del estadio

La voz del estadio

Por Ezequiel Fernández Moores
Frank Sinatra citó a Floyd Patterson a su suite. “Tenés que recuperar la corona para Estados Unidos”, ordenó al boxeador. La Voz compartía acciones del hotel de Las Vegas junto con Joseph “Doc” Stacher, Charle “Babe” Baron y otros jefes de la mafia. El Estado de Nevada ya le había concedido licencia de juego y la suite -siempre en planta baja, porque Sinatra sufría vértigo- creció luego a tres habitaciones, piscina y gimnasio propio. El hotel se llenaba cuando él cantaba. Una noche de Frank -escribía Las Vegas Sun- equivalía a tres convenciones. Gastaba veinte mil dólares en veinte minutos de casino. Era el rey. Patterson llegó a su suite de la mano de Al Silvani, el entrenador que había enseñado boxeo a Sinatra. Faltaban apenas horas para la pelea. Veintidós de noviembre de 1965. El rival era estadounidense igual que Patterson y que Sinatra. Pero Cassius Clay, además de negro, era musulmán. Había renunciado a su nombre “esclavo”. Era Muhammad Alí, 23 años, miembro de La Nación de Islam, que predicaba una Norteamérica para los negros que estaban siendo apaleados en las calles. Patterson, más integrador, menos radical y que tenía el apoyo hasta de Martin Luther King, era siete años mayor. Sinatra había estado un año antes en la coronación de Alí contra Sonny Liston. Lo odiaba y quería que Patterson callara a ese gran bocón. Por eso la orden: recuperar para Estados Unidos la máxima corona del boxeo mundial.
“Soy la parte de Estados Unidos que no reconocés. Negro, confiado y arrogante. Tendrás que acostumbrarte a mi existencia. Con mi nombre y mi religión. No dejaré que ‘tu negro’ me gane”. Alí respondió primero a la provocación de Sinatra. Y luego a la de Patterson. “Tío Tom”, le decía mientras separaban los cuerpos. “¡Come on, White America!” o “Nigger de los hombres blancos”. Las crónicas siempre dijeron que Alí evitó un KO inmediato para humillar a Patterson durante doce rounds. La multitud abucheó su triunfo. Joe Louis criticó su “crueldad”. “Espectáculo enfermo y degradante”, apuntó Life. El propio Alí escribió en su autobiografía (The Greatest, 1975) que cada vez que golpeaba a Patterson le pegaba también “a todos los periodistas y celebridades blancas” que lo apoyaban. “Los Frank Sinatra”. Pero negó haber sido cruel. Contó también que Patterson fue su ídolo de niño. Y que inclusive le concedió una revancha en 1972 cuando se enteró que Floyd, ya en el retiro, atravesaba problemas económicos. Otro libro de 2011 (“Floyd Patterson, el campeón invisible”, de W.K. Stratton) contó que, lejos de prolongar la primera pelea de 1965 para humillarlo, Alí aflojó la potencia de sus golpes porque advirtió que Patterson estaba lesionado y el árbitro no detenía el combate.
Sí fue cierto fue que, una vez terminada la pelea, Patterson visitó otra vez la suite de Sinatra. Fue a disculparse porque había fracasado. Le contó al periodista Gay Talese, que estaba preparando un extenso artículo sobre Sinatra, que le hablaría de él, para que le diera una entrevista. “Pero Patterson -escribió Stratton- advirtió que Sinatra ya no era más su fan. Le dio la espalda a Floyd y se fue bien lejos, al lado opuesto de la suite. Patterson entendió el mensaje”. “Saliste de la suite con lágrimas”, le recordó Alí. En estos días, en que el mundo recuerda el centenario de su nacimiento, nuestro hombre hoy no es Alí ni Patterson, sino Frank Sinatra. El hijo de Anthony Martin Sinatra, siciliano de Catania, boxeador asmático y tatuado, que no sabía leer ni escribir y que, en el bautismo, no supo aclararle al sacerdote que su hijo debía llevar su nombre, no el de Frank Garrick, que era el padrino. Los italianos, una clase inferior para los irlandeses que dominaban el barrio de Hoboke, en Nueva Jersey, tenían vetados hasta los gimnasios. Sinatra padre se hacía llamar Marty O’Brien para poder boxear. Talese, que en 1975 publicó finalmente su perfil sobre Sinatra, un mítico artículo titulado “Frank Sinatra está resfriado”, contó días atrás por qué admiró al artista: “los italoamericanos eramos mirados en la posguerra como sucede hoy con los musulmanes. Todos éramos Al Capone o Lucky Luciano. Y allí estaba Frank Sinatra, uno como yo, el primero que me hizo posible Estados Unidos. Yo no aspiraba a ser un cantante, pero sí aspiraba a ser alguien”.
Frank Sinatra fue periodista deportivo apenas por unos minutos. Lo cuenta Kitty Kelley en una fabulosa biografía de 1986 (A su manera) que Sinatra intentó prohibir y para la cual la autora entrevistó a 857 personas. Había muerto en un accidente de auto un joven redactor de Deportes del diario The New Jersey Observer. Y Sinatra, que ataba los diarios en paquetes para la distribución, ocupó su escritorio al día siguiente. Su padrino Garrick lo despidió de inmediato. Era entonces un joven arrogante, pero consciente de que sus escasos 60 kilos obligaban a cierta cautela. Hijo único de Dolly, una mujer que lideró el ascenso social de la famlia porque era puntera demócrata de Hoboken, y ayudaba a todos, inclusive a las mujeres que querían abortar, lo que le provocó algún arresto. Un Sinatra ya célebre fue también reportero gráfico de la sección Deportes. Allí están sus imágenes como fotógrafo de Life, con texto de Norman Mailer, en el combate Alí-Joe Frazier de 1971 en el Madison Square Garden. Apenas tres meses después de la célebre pelea de Ringo Bonavena contra Alí. Estaban Miles Davis, Bill Cosby, Dustin Hoffman, Woody Allen, Burt Lancaster, Hugh Hefner, Gene Kelly y Ted Kennedy, pero “Sinatra -ironizó alguien- fue la tercera persona más fotografiada de esa noche”. “Frazier -comentó Sinatra al periodista Bill Gallo- puede ganar, pero si sigue ofreciéndose de blanco terminará en el hospital”. Así sucedió.
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Pero Sinatra no tenía un buen concepto de los periodistas. “Quiero excusarme ante todas las busconas, que son las damas de la noche -dijo una vez a sus amigas prostitutas- por compararlas con los periodistas. Los periodistas venden su alma, pero ¿quién querría sus cuerpos?”. Nunca recibió a Talese para el perfil célebre de la revista Esquire. Rechazó participar de libros y documentales sobre su vida. Odiaba las eternas referencias a sus amigos de la mafia, a las fotos del FBI sobre su viaje a La Habana con Joe Fischetti, primo de Al Capone, para visitar a Charlie Lucky Luciano, y de sus partidos de golf con el capo Sam Giancana, a quien le preguntaran si el Johnny Fontane de El Padrino era él, a los recuerdos de cuando simpatizaba con los presidentes demócratas, defendía a negros y judíos y le decían “comunista”, y a preguntas sobre Ava Gardner, Virna Lisi, Marlene Dietrich y tantas otras. Y su distanciamiento del mítico beisbolista Joe Di Maggio, que le prohibió asistir al entierro de Marylin Monroe, enojado porque el cantante había presentado a su ex esposa a los hermanos John y Robert Kennedy.
Pero Sinatra no pudo evitar que el béisbol, justamente, le diera un homenaje eterno. Desde 1980 los Yankees de Nueva York despiden a sus aficionados en el Yankee Stadium al ritmo de “New York, New York”. Nueva York -recordó Joe Nocera el viernes pasado en The New York Times- era en los 70 una ciudad quebrada, con alta tasa de crímenes y llena de basura en las calles. George Steinbrenner, presidente magnate de los Yankees, escuchó la canción por primera vez en Le Club. Le impactaron música y letra, pero también el tono desafiante de Sinatra. Steinbrenner fue uno de los últimos grandes patrones del deporte en Estados Unidos. Amaba la parte en la que Sinatra cantaba “king of the hill, top of the heap” (rey de la colina, el primero de la pila). “No sufro ataques cardíacos, los provoco”, era una de sus frases favoritas, hasta que murió en 2010 de un ataque cardíaco. Si los Yankees perdían, sonaba la versión original de Liza Minelli, del filme de Martin Scorsese, hasta que los abogados avisaron que esa costumbre amenazaba con provocar problemas legales. Pero la canción lleva ya más de treinta y cinco años. “Las tristezas están desapareciendo” y “si lo puedo hacer aquí, voy a hacerlo en cualquier parte”, cantan los hinchas junto con la voz de Sinatra. La Voz del Estadio.
LA NACION