La mirada infantil del arte

La mirada infantil del arte

Por Pedro B. Rey
En una de sus novelas, Kassel no invita a la lógica, Enrique Vila-Matas narra sus deambulaciones por la última Documenta, la más importante de las exposiciones de arte de vanguardia contemporáneo que se realiza cada cinco años en la ciudad alemana del título. Mientras atraviesa Untilled, una instalación al aire libre de Pierre Huyghe, el escritor catalán descubre que no está muy seguro qué forma parte de la obra y qué no. Los límites desaparecen. Arte y vida parecen ir juntos, y su doble vertiente -lo real y “lo ilógico en el mundo que busca crear nuevos mundos”- le contagian, sostiene, creatividad y entusiasmo. Es una buena descripción del atractivo de fondo del arte contemporáneo: la capacidad de desconcertar.
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Lejos, muy lejos de Kassel, durante La Noche de los Museos, la añoranza de esa clase de experiencias me llevó a explorar no tanto las grandes salas con cuadros prestigiosos, sino las obras más inclasificables, como si, por muy pasajeras que pudieran ser -o justamente por eso- escondieran una forma viva de interpelación. Una persona muy querida exhibía en un centro cultural un par de sus esculturas sonoras, y allí fuimos (mis hijos incluidos) con la curiosidad intacta. El proyecto se llama Dandelion (el nombre inglés para el diente de león, esa flor redondeada de la que provienen los panaderos voladores) y consta de dos enormes piezas colgantes que, gracias a sensores, producen sonidos de campanadas o zumbidos cuando son rondados por el público. El ruido de los corredores complotaba un poco para la apreciación de esos retintines y murmullos, pero no lograba quitarles su efecto hipnótico e intrigante.
Más tarde, en otras salas del complejo, nos fuimos deteniendo ante otras rarezas. Una obra de un artista mexicano consistía en una serie de megáfonos que giraban, colgando en una suerte de calesita que recordaba un antiguo ritual azteca, y declamaban en todas direcciones las noticias de una masacre reciente. El rescate de un film sobre una expedición de los años treinta al sur argentino jugaba con la desgastada materialidad de la cinta y el paso del tiempo. Nos entretuvimos con una marioneta de madera a la que se podía accionar a distancia, sin tocarla. Sin embargo, no todo lo que los chicos veían era considerado innovador, ni siquiera artístico. Más bien lo tomaban por un irregular parque de curiosidades en el que, entre muchas cosas interesantes, abundaban los fiascos y las engañifas. Los juicios críticos precoces pueden ser, en ocasiones, más firmes y razonables que los de los adultos. Recordé otra escena. Hace un par de años, durante otra exposición en un museo moderno, mi hija (tenía siete años por entonces y le gustaba pintar en sus ratos libres) se quedó observando largo rato el cuadro de un artista italiano: una tela blanca con algunos brochazos de pintura también blanca. Pensé que le gustaba; por eso su pregunta final me encontró con pocos reflejos: “Pero ¿a esto lo llaman arte?”.
Un creador que admiro es Jean Dubuffet (1901-1985). El francés fue el propulsor del art brut, un tipo de pintura (también de escultura) que se inspira en los dibujos de los locos, los prisioneros y, sobre todo, de los niños. Siempre pensé que su desprolijidad deliberada era ideal para la apreciación de los más chicos, pero el fracaso resulta absoluto. Cada vez que les muestro a mis hijos alguna de sus obras en un libro o en una página de Internet, o cuando alguna vez nos topamos presencialmente con uno de sus cuadros, piensan que les estoy tomando el pelo. La crítica, lapidaria, tiene incluso fundamento: eso lo puede hacer cualquiera, incluso un chico en un mal día.
Para demostrarme que no todo es arte, sacan a relucir una anécdota personal que alguna vez les conté. Fue durante una frustrada visita a la Torre Eiffel. Cuando llegué al monumento, encontré que el acceso estaba vallado. Una multitud observaba hacia arriba lo que estaba por suceder. De pronto, desde los extremos de las columnas, a buena altura, empezaron a lanzarse a tierra, uno detrás de otro, sujetados por cuerdas y arneses, individuos con una indumentaria llamativa. Era una performance original, llena de adrenalina, que permitía observar la famosa torre de manera novedosa. La sorpresa vino después, cuando descubrí que no era ninguna acción artística, apenas los ejercicios de simulacro de un grupo policial de elite. Fue arte, me digo, sin embargo, mientras duró: al fin de cuentas se trata de mirar el mundo con los inocentes ojos de la infancia, pero, justamente, ¿cómo explicárselo a los que empiezan a dejarla atrás?
LA NACION