07 Dec Hombres del rastrillo
Por Ezequiel Fernández Moores
Fue un periodista, el alemán Hajo Seppelt, quien escuchó las denuncias del matrimonio Vitaly Stepanov-Yulia Stepanova. Su documental Geheimsache Doping (Top Secret Doping), en el canal ARD, terminó destapando el último escándalo de doping sistemático en el atletismo ruso. Y fue también otro periodista, el británico Andrew Jennings, quien inició en 2002 las investigaciones contra la FIFA, intercambió con el FBI “documentos cruciales, largas llamadas telefónicas y cerca de cien correos electrónicos” y no paró hasta derrocar a Joseph Blatter. Jennings y Seppelt detectan basura en un escenario que otros eligen pintar como un paraíso. Más de un siglo después, hacen honor a Lincoln Steffens, David Graham Phillips, Ida Tarbell, Upton Sinclair y Charles Edward Russell. Son nombres ilustres de la veintena de periodistas que entre fines de 1800 y comienzos de 1900 desenmascararon lacras sociales en Estados Unidos. Que desnudó corrupción política y también al “gobierno invisible” de magnates y corporaciones que no pudieron comprarlos. Muckrakers (“hombres del rastrillo”) los llamó el presidente Theodore Roosevelt. La descalificación, que cumplirá 110 años, fue su mejor elogio.
“Siempre es de noche; si no, no necesitaríamos luz.” La frase, atribuida al pianista de jazz Thelonious Monk, abre ¡Extra, Extra! Muckrakers. Orígenes del periodismo de denuncia. Es un libro fabuloso que acaba de salir en España, editado por Vicente Campos. Casi seiscientas páginas que describen a “los primeros periodistas de investigación de América”. Tiempos ya no sin Internet, sino sin teléfonos, en los que la información debía obtenerse a través del contacto directo con la fuente. A fines de 1800 había 2226 diarios en Estados Unidos, 58 sólo en Nueva York, donde Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst competían con mucho deporte y mucho amarillismo. Pero también con los muckrakers, periodistas que hacían denuncia social con pretensiones reformistas. Los medios, que vendían cientos de miles de ejemplares, les daban a veces hasta cinco años para que investigaran un tema. Escribían luego artículos extensos y de hasta veinte entregas. Inimaginable para los nuevos tiempos de Twitter.
Hearst, que cuadruplicó las páginas deportivas con más fotos, resultados, hazañas y la firma de campeones en cada deporte (llegó a pagarle 45.000 dólares al boxeador Jack Dempsey), dio su primer golpe “muckraker” en 1906 con “La traición del Senado”, una serie de nueve notas que subió a 450.000 ejemplares las ventas de Cosmopolitan. David Graham Phillips, su autor, hijo de un acomodado banquero republicano, describió a los legisladores dueños de lujosas mansiones como un “ejército invasor” al servicio de los monopolios y controlado por el senador Nelson Aldrich, consuegro y aliado de John Rockefeller, a quien señala como “principal expoliador del pueblo americano”. Fue esa serie la que provocó un célebre discurso de Roosevelt en el Capitolio el 15 de abril de 1906. El presidente de Estados Unidos aceptó que “los hombres con los rastrillos son a menudo indispensables, pero sólo si saben cuándo dejar de revolver en la porquería” porque “si el cuadro entero se pinta de negro” se produce “una suerte de daltonismo moral” y no hay hombres blancos ni negros, “sino todos grises”. Rockefeller los bautizó. Pero el inicio muckraker, dice Campos en su libro, fue en enero de 1903, cuando Lincoln Steffens, otro periodista de familia acomodada, comunista un tiempo y hasta amigo de Roosevelt, publicó en McClure’s “La vergüenza de las ciudades”, una serie de artículos sobre corrupción municipal que controlaba alcaldes, servicios, policía y bomberos en Nueva York, Washington y muchos otros lugares.
El gran escándalo de corrupción deportiva en aquellos tiempos estalló en 1919, cuando ocho jugadores de los Chicago White Sox fueron expulsados de por vida del béisbol de las grandes ligas. Los jugadores, los de peor salario, enfrentados con el resto del plantel y con un patrón que les hacía pagar hasta la limpieza del uniforme, perdieron partidos en acuerdo con apostadores. Decenas de periodistas escucharon los rumores, pero Hugh Fullerton, que mezclaba estadísticas con historias de interés humano y defendía un béisbol más creativo y menos mecánico, fue el único que estudió cada partido junto con ex jugadores, los más aptos para apreciar sutilezas de colegas que iban a menos. “Lo más duro de aceptar es saber que hay partidos que pueden ser arreglados con errores que luego se justifican sin que nadie advierta que nos están mintiendo.” El Chicago-Herald Examiner no se animó y Fullerton publicó su investigación en The New York Evening Post, el diario fundado en 1883 por Pulitzer. “La pesca es el único deporte honesto”, ironizó Charles Dryden, el Mark Twain del béisbol, elegante y humorístico, que bautizó jugadas e impuso apodos y fue contratado por Hearst en The New York Journal. La competencia feroz entre ambos diarios hizo nacer el término “prensa amarilla” (yellow press), no por los títulos y temas escandalosos, sino por Yellow Kid, una historieta de un pibe de la calle, de largo camisón amarillo, que ambos medios compartieron, encantador e inocente, no como el Evening y el Journal. Hearst, innovador e impostor, el Ciudadano Kane que usó a la prensa para alimentar odio racial y entretener, y defender primero intereses populares y luego propios, conoció un límite cuando Ambrose Bierce y Arthur Brisbane, firmas estrella, escribieron poco menos que el presidente republicano William McKinley debía ser asesinado. Así sucedió.
La serie de diecisiete artículos de Ida Tarbell que investigó durante cinco años el monopolio y las extorsiones de la Standard Oil, “El gran fraude americano” del negociado de la salud que escribió Samuel Adams, los especuladores financieros señalados por Thomas Lawson, la carne no apta para consumo que denunció Upton Sinclair, las viviendas miserables explotadas por la iglesia que investigaron Charles Russell, Jacob Riis y Nellie Bly, los ferrocarriles a cargo de Ambrose Bierce, el trabajo infantil, los nombres omnipresentes de Rockefeller y JP Morgan y las miserias del periodismo escritas por Will Irwin fueron otros temas de la era muckraker, que, como todo, también tuvo su fin. Ganó lo interesante para el público antes que el interés público. Crecieron las presiones. También el desinterés. “El trabajo del periodista de Nueva York -había afirmado en un banquete John Swinton- consiste en destruir la verdad.” El ex editor de The New York Times consideró “una estupidez” brindar “por la prensa independiente” y remató: “Somos las herramientas y los lacayos de los ricos… ellos mueven los hilos y nosotros bailamos… somos prostitutas intelectuales”. Lo dijo en 1883.
Pulitzer es hoy un premio prestigioso. Y el imperio Hearst controla acciones de ESPN. “Tanto o más dañino que el periodismo amarillo -escribe el colega Walter Vargas en su libro flamante Periodistas depordivos (Ediciones Al Arco)- es el periodismo blanco.” Es el periodismo deportivo que ve el costado bueno “así se haya caído un avión con setecientas personas”, que “acompaña y acompasa la felicidad del feliz” y que “ahonda en temáticas tan espinosas como lo mojada que está el agua”, hasta que un día saca “el cuchillo del justiciero”. El deporte es hoy una industria poderosa que impone vínculos comerciales. Pero también ayudan acaso a ese periodismo blanco los que prefieren una prensa deportiva que alivie la política y la economía y exalte la épica y olvide la ética. Si Dante Panzeri fue acaso nuestro primer muckraker deportivo, en Estados Unidos fueron señalados como últimos ejemplos Mark Fainaru-Wada y Lance Williams, autores del libro Game of Shadows (Juego de Sombras), sobre el doping del beisbolista Barry Bonds y que tras siete meses de investigación destaparon para The San Francisco Chronicle el caso del laboratorio Balco, que nutría de anabólicos a muchos grandes campeones. “El deporte -dijo Fainaru- puede ser tan central en nuestra sociedad como la política y la religión, pero el 99 por ciento de las noticias son «positivas»”. “Es que la gente -avisó el especialista Frank Schorr- quiere ver a Bonds y no le importa si sus jonrones se deben o no a los anabólicos.” Los muckrakers -dice Campos en su libro- aspiraban ¿ingenuamente? a contar lo más parecido a la verdad. Y la verdad, añade el autor, “depende de quién manda”.
LA NACION