Entre la vida cotidiana y la eternidad

Entre la vida cotidiana y la eternidad

Por Nora Bär
En 1938, el matemático norteamericano Edward Kasner le pidió a su sobrino de nueve años que inventara un nombre para un número enorme: un 1 seguido de 100 ceros. Milton, como se llamaba el jovencito, lo bautizó gúgol (o googol, en inglés; se dice que luego inspiró a Larry Page y Sergey Brin cuando denominaron Google al buscador de Internet). Aunque no tiene particular importancia para los matemáticos, se calcula que supera la cantidad de átomos de hidrógeno del universo conocido.
No hace mucho, le conté algo de esta historia a un precoz geniecillo de ¡cuatro años!, y quedó tan impresionado que inmediatamente pidió llamar a su padre por teléfono para informarlo de lo que había aprendido. Qué extraña fascinación pueden ejercer los números, con su armonía inmutable, eterna? Ser el único o simplemente “uno más”, ponerles una cifra a nuestras posibilidades de realizar un sueño o a los años que cumplimos le da otro sentido a la realidad.
1 A NÚMEROS
El matemático y neurocientífico Stanislas Dehaene, que estudió la génesis del sentido numérico en el cerebro, los considera una invención cultural tan importante como la agricultura o la rueda, y afirma que se desarrollaron a lo largo de miles de años de evolución. En The Number Sense. How the Mind Creates Mathematics (Oxford University Press, 2010) explica que “los roedores distinguen entre series de dos, tres o cuatro sonidos, y pueden computar sumas aproximadas de dos cantidades”, y postula que tenemos un dispositivo cerebral que está presente desde el nacimiento y nos confiere la intuición del número. Experimentos realizados en bebes de seis meses muestran que ya se dan cuenta de que uno más uno es dos.
Los números nos acompañan desde el amanecer de la humanidad. Miles de años antes de Cristo, los científicos babilonios usaban notaciones numéricas para elaborar tablas astronómicas de sorprendente precisión, cuenta Dehaene. Y decenas de miles de años antes, los hombres del Neolítico registraban los primeros números escritos en huesos o pintando puntos en las paredes de sus cavernas.
Desde entonces, la cuantificación tiene para nosotros una belleza inspiradora. Pero así como nos ayudan a asir el significado del mundo, también pueden “darnos vuelta la cabeza”. Como cuando Carl Sagan pasa revista a cifras inconmensurables en su libro menos conocido, Miles de millones. Pensamientos de vida y muerte en la antesala del milenio (Tusquets, 1998), dedicado a su hermana Cari, “una entre 6000 millones”.
Recuerda, por ejemplo, que hay 150 millones de kilómetros de distancia entre la Tierra y el Sol, que un año tiene más de 31 millones de segundos, y que a finales de la década de los ochenta los arsenales nucleares globales contenían un poder explosivo suficiente como para destruir un millón de ciudades como Hiroshima.
“Durante largo tiempo, «millón» fue la quintaesencia de un número grande -afirma-. No obstante, los tiempos han cambiado. Ahora (…) está bien determinado que la edad de la Tierra es de 4600 millones de años; cada cumpleaños representa otros mil millones de kilómetros alrededor del Sol y (…) unos pocos centímetros representan mil millones de átomos.”
Para hacerse una idea de lo que significan estos números, baste con mencionar que contando día y noche un número cada segundo, necesitaríamos más de una semana para pasar de uno a un millón. Contar mil millones nos llevaría media vida. No podríamos llegar a un trillón aun cuando dispusiéramos de toda la vida del universo. Inconcebible.
Aunque las escuchamos cuando se menciona el PBI o la población mundial, estas cantidades se nos hacen inimaginables. El propio Sagan, que cuando escribió el libro enfrentaba la enfermedad que lo llevaría a la muerte, recuerda un viejo chiste que lo ilustra. Durante una conferencia en un planetario, el disertante explica que al cabo de 5000 millones de años el Sol se hinchará hasta convertirse en una estrella gigante roja, momento en que engullirá planetas como Mercurio y Venus, y quizá también la Tierra. Al finalizar, un oyente lo aborda y le pide que confirme esa cifra: ¿cinco mil millones de años? “Sí, más o menos”, le contesta el astrónomo. Entonces, el señor respira aliviado: “Gracias a Dios -aclara-. Por un momento creí que había dicho cinco millones”.
LA NACION