El poncho

El poncho

En el mes de julio, cuando visita la Fiesta Nacional del Poncho que se hace desde 1967 en la provincia de Catamarca, El Viajero Ilustrado se sorprende ante el trabajo de los tejedores de la localidad de Belén, célebres por sus ponchos catamarqueños de lana de vicuña. Hace falta un kilo y medio de lana para tejer un poncho de 2 metros de largo y 1,50 metro de ancho. En su taller, los artesanos preparan la lana desde el vellón que viene de la esquila de vicuñas hasta lograr el poncho terminado. Lavan la lana, luego la hilan con el huso del telar casero, tiñen las madejas con tinturas naturales, hacen la urdimbre y van armando así el poncho con un entramado donde aparecen figuras de animales o del arte rupestre. Es una tarea que lleva meses de trabajo, por eso el precio de un buen poncho de vicuña no es precisamente barato.
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Se dice que el poncho es una prenda de raíz indígena americana. Entre los incas se llamaba “unku” –en idioma quechua– y era una manta de uso fúnebre, cubría los cuerpos en los enterratorios. Mil años antes de la era cristiana, el poncho se conocía ya en Paracas, en el Perú. Se difundió en todo el imperio incaico, porque permitía soportar el clima de la alta montaña. La investigadora Ruth Corcuera, autora del libro “Ponchos de las tierras del Plata”, cuenta que aquel rectángulo formado con dos piezas tejidas de lana de llama y algodón –con una abertura en el centro para pasar la cabeza– era un primer antepasado del poncho. La palabra “poncho” sería de origen araucano e influencia mapuche, es decir, más sureña. Las tribus de la región pampeana tejían en telares el pelo de guanaco hilado y luego –por influencia española– se usó la lana de oveja. La decoración apelaba a los grabados del arte rupestre, con la típica “guarda pampa”. En el ámbito indígena, los ponchos de origen mapuche con tonos rojos y azules eran una señal de identidad y jerarquía social: los caciques usaban prendas con guardas de ángulos rectos en forma de cruz.
Como sabe El Viajero, los pueblos originarios de la región del Gran Chaco sudamericano –wichis, tobas, mocovíes, chiriguanos– tejían en el telar a pedal sus ponchos de lana de oveja. En ellos se ven decoraciones de raíz amazónica y andina. Durante el siglo XVIII, en las Misiones Jesuíticas –ubicadas en la frontera compartida entre Paraguay, Argentina y Brasil– se hacían ponchos de alpaca, lana de oveja o vicuña, con bordados y flecos. Estas prendas se difundieron en las provincias de Buenos Aires, Córdoba y La Pampa, adoptadas pronto por los gauchos más andariegos.
En el siglo XIX existían también los ponchos “arribeños”, así llamados porque se producían en las provincias del norte argentino, como Salta, Catamarca, Tucumán, Jujuy o Santiago del Estero. El pueblo de Seclantás, en los Valles Calchaquíes, es para muchos la cuna del poncho de Salta, de color rojo con guardas negras, que se remonta a la época de Güemes. En más de una oportunidad se han expuesto en museos porteños algunos ponchos célebres, como los que usaron Urquiza, San Martín y Mansilla.
Desde 1825, los telares mecánicos en Inglatera fabricaban industrialmente ponchos de seda, algodón, hilo o lana, con diseños que imitaban las telas criollas. Por su bajo precio y las tramas apretadas que los hacían casi impermeables bajo la lluvia, fueron muy populares en el Uruguay, el litoral del Río de la Plata y sur de Brasil.
Por su importancia entre los aperos criollos, el poncho es mencionado en muchos relatos de viajeros, poemas y pinturas. Aparece en obras de Hernández y Borges, entre otros escritores, y está presente en las pinturas de Prilidiano Pueyrredón y Carlos Morel. Asociado desde entonces con la identidad cultural rioplatense, el poncho es mucho más que una prenda.
CLARIN