El médico que remontó el viento

El médico que remontó el viento

Por Nora Sánchez
Al principio, Rubén Ornar Sosa era considerado por algunos colegas como “el tonto de los barriletes”. ¿Quién podía tomar en serio a un hombre grande, médico pediatra e infectólogo, que en su tiempo libre jugaba a remontar barriletes con sus parientes? Pero fueron apareciendo señales. En un taller, una nena abusada que no hablaba con hombres porque les temía, sí se dirigió a él para consultarle cómo armar su cometa. Pequeños parientes oncológicos dejaron la enfermedad en un rincón y volvieron a ser chicos, para diseñar sus juguetes voladores mientras esperaban tumo para su sesión de quimioterapia. Y en una barrileteada, un chico ciego se emocionó y describió: “Siento cantar el viento en el hilo”.
El doctor Sosa tiene 58 años y hace 33 que es médico del Hospital General de Niños Pedro de Elizalde, la ex Casa Cuna. “Hace 25 años trabajaba en el sector de meningitis -recuerda-. Veía a los chicos mal y me preguntaba cómo serían sanos. Rojos, pero no de fiebre. Y pensé en que me gustaría reunir- me con ellos en salud. Pero no encontraba un pretexto para hacerlo”. La excusa se le ocurrió yendo desde Barracas a Avellaneda, donde tiene su consultorio. “Vi un barrilete rojo flotando en el Riachuelo y me acordé del de mi infancia. El barrilete es un juguete que se arma y remonta en familia y es el único que te hace mirar al rielo”, dice.
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A la primera barrileteada que organizó fueron 50 chicos. “Les hice prometer que no iban a fumar ni a aceptar drogas -apunta Sosa-. Menos del 5% de los que entran en las drogas se rehabilitan. ¿Imagínate si uno le metiera el no al chico de una manera natural? Porque lo que hago parece lúdico, pero tiene una base científica. Estoy bajando una línea de promoción y protección de la salud. Ningún chico se olvida del momento en que remontó un barrilete, entonces tampoco se va a olvidar de su promesa. Y sirvió. Esos pacientes hoy son grandes y me traen a sus hijos y me cuentan que se acordaron de aquella promesa cuando les ofrecieron drogas. Y dicen que no les costó decir que no. Sería revolucionario si todos los médicos se encontraran una vez al año con sus parientes, para hablar de prevención de la salud”.
Sosa tampoco olvida la primera vez en que sostuvo el hilo tenso de un barrilete, cuando tenía 6 años. Fue en Villa Lugano, el barrio de su niñez, y se lo dieron unos muchachones en un día ventoso, pensando que se iba a asustar. “ Sentí ese tironeo y esa fuerza y no entendía de qué se trataba. Era un barrilete enorme y yo, con mis patitas flacas, en un momento pude dominarlo. Desde entonces,siempre me gustó remontar el viento”.
Cuando quiso transmitirle esas sensaciones a sus pacientes, descubrió que ya nadie sabía hacer barriletes, excepto los abuelos. Y así fue como una vez le pidió a 600 personas mayores internadas en geriátricos que construyeran un cometa. Cada una tenía el nombre de un chico. Un día, todos se encontraron en el parque frente al Hospital Garrahan, la pista de vuelo preferida de Sosa. Cada chico buscó su nombre en el rielo, siguió el hilo y se encontró con el abuelo. “Los parientes con Alzheimer se olvidan de los recuerdos más próximos, pero todos se acordaban de cómo construir barriletes”, afirma Sosa.
A las barrileteadas de Sosa llegaron a ir 6.000 chicos. En una oportunidad, les sugirió que cortaran el hilo de su barrilete cuando estuviera bien alto, para donarlo al viento. “Les dije que cuando cayera, lo iba a poder disfrutar otra persona. Así les expliqué qué es la donación de órganos”, cuenta. Y otra vez, les pidió que llevaran un juguete bélico. Después hizo fundir ese arsenal de rifles y revólveres de plástico para hacer platos para comedores comunitarios. El lema de estos encuentros es “Acá nada se compra y nada se vende”. Todo es tan simple como reunirse y jugar. “Aprendí mucho como médico gracias a las barrileteadas. Por ejemplo, que es im¬portante acercarse al pariente para conocerlo mejor”, asegura.
El médico barriletero sostiene que está enamorado de su profesión y del Hospital Elizalde. Tanto es así que quiere que, a su muerte, dispersen sus cenizas en el gomero centenario de la ex Casa Cuna. “Este hospital, tiene una mística especial. Los médicos nos esforzamos para que sea mejor cada día. Por eso, cuando me vaya quiero viajar por las hojas del gomero y desde ahí ver a los residentes del año 3024”, imagina. Y se despide con otra anécdota. La de un chico con malformaciones físicas que armó como pudo su barrilete y le quedó torcido. Y le dijo: “Mire doctor, está maltrecho. Pero vuela”.
CLARIN